III FORO MOVIMIENTOS SOCIALES PARA EL SIGLO XXI

Imanol Zubero Beaskoetxea

Los movimientos sociales ante el Siglo XXI

IMANOL ZUBERO BEASCOECHEA | DOCTOR EN CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIOLOGÍA

¿De qué hablamos cuando hablamos de movimientos sociales?

No todo lo que se mueve en la sociedad puede, 
automáticamente, considerarse «movimiento social». 
En nuestras sociedades, afortunadamente, abundan 
los movimientos, las movilizaciones y hasta las «movidas», sin que se constituyan en movimiento social (ni tengan por qué hacerlo).

Particularmente no estoy interesado en construir taxonomías. Más que establecer grandes y claras diferencias, me interesa destacar la interrelación existente en el interior del complejo mundo de la movilización colectiva en las sociedades industriales avanzadas, con una pluralidad de manifestaciones a partir de una base común en una tradición emancipatoria que se nutre de las más variadas fuentes.

En este sentido, me parece sugerente el planteamiento de Ann Swidler según el cual conviene concebir a los movimientos sociales como una trama más o menos estructurada de redes y organizaciones que se encuentran inmersas en persistentes subculturas activistas, capaces de mantener vivas las tradiciones emancipatorias necesarias para mantener y revitalizar el activismo a pesar de los periodos de inactividad que a menudo sufren los movimientos. Estas subculturas emancipatorias funcionan como auténticas cajas de herramientas, como reservas de elementos culturales a los que las sucesivas generaciones de activistas pueden recurrir para poner en marcha sus movimientos en cada momento histórico.

La mayoría de los análisis sobre los movimientos sociales prescinden de tomar en consideración esta perspectiva «subterránea», la única que nos permite descubrir el hilo rojo (o roji-verdi-lila) que relaciona entre sí iniciativas y movilizaciones procedentes de estructuras organizativas diversas. Así mismo, sólo desde esta perspectiva podemos superar las visiones coyunturales e inmediatistas de la movilización social, incapaces de percibir otra cosa que los «picos» de movilización, que los momentos de explosión movilizadora, sin caer en la cuenta de que tales momentos de acción son el resultado «objetivado» (en ocasiones, además, objetivado a través de su reflejo en los medios de comunicación) de toda una auténtica fábrica de relaciones y significados, de un proceso interactivo que es la base de la acción visible.

Una definición muy genérica de movimiento social podría ser la siguiente:Un movimiento social es un actor colectivo movilizador que, con cierta continuidad y sobre las bases de una alta integración simbólica y una escasa especificación de su papel, persigue una meta consistente en llevar a cabo, evitar o anular cambios sociales fundamentales, utilizando para ello formas organizativas y de acción variables (Raschke). Según esto, las características de un movimiento social son las siguientes:

  • Una orientación fundamental hacia la acción, lo que lo diferencia de la pura crítica.
  • Una cierta continuidad en el tiempo, lo que lo diferencia de los simples episodios de movilización.
  • Un elevado sentimiento de pertenencia, un «nosotros» que permite diferenciar entre quienes pertenecen al movimiento y quienes no.
  • Una escasa formalización de sus roles organizativos que permite múltiples y cambiantes formas de participación, lo que lo diferencia de organizaciones formales como los partidos.
  • Una orientación hacia la transformación social.

Pero vamos a hablar de movimientos sociales alternativos, lo que aún nos complica más su caracterización. Los movimientos sociales que aquí nos van a interesar son aquellos que se plantean su lucha en relación con elementos fundamentales de la estructura social actual. Melucci nos ofrece una caracterización sencilla pero que recoge las dimensiones fundamentales de un movimiento social alternativo:

  1. Se trata de una forma de acción colectiva que implica la existencia de solidaridad entre sus componentes, esto es, de un reconocimiento mutuo entre los actores en cuanto que se sienten parte de una unidad social.
  2. Esta implicado en un conflicto y, de esta manera, se encuentra en oposición a un adversario que hace valer su derecho por los mismos bienes o valores.
  3. Sus objetivos rompen los límites de compatibilidad de un sistema, presionando sobre sus límites de tolerancia y empujando al sistema más allá del nivel de cambios que podría aceptar sin alterara su estructura.

La política de la vida

Se ha convertido en lugar común entre los analistas de las nuevas formas de movilización colectiva en las sociedades industriales avanzadas considerar que estas se refieren fundamentalmente a lo que se ha dado en llamar el mundo de la vida, entendiendo por tal los ámbitos sociales que se organizan a partir de estrategias de cooperación y tienen su base moral en los sentimientos de solidaridad, responsabilidad, autoafirmación y ayuda mutua. Se trata de ámbitos sociales que configuran un escenario cuya lógica específica no es la del mercado ni tampoco la del Estado.

Me refiero, en primer lugar, a los ámbitos de las identidades personales y colectivas, del desarrollo personal, de la salud, del nacimiento y de la muerte, de la familia, la educación, las creencias, etc. Son ámbitos que en la sociedad moderna han sido recluidos al ámbito más privado de la existencia, y que hoy irrumpen con fuerza constituyéndose en objeto del debate político. Los asuntos de la política de la vida constituyen el programa principal para el retorno de lo reprimido por las instituciones modernas, reclamando una remoralización de la vida social y exigiendo una sensibilidad renovada para esos asuntos sistemáticamente reprimidos por las instituciones de la modernidad (Giddens).

Pero no sólo encontramos una perspectiva «micro», no sólo se preocupan estos nuevos movimientos por la liberación de la vida personal y en la vida cotidiana. También existe una perspectiva «macro»: preocupación por las condiciones físicas de vida y por la supervivencia de la humanidad en general.

La mayoría de estas cuestiones ya han ido saliendo del ámbito privado de la mano de la lógica mercantilista, convirtiéndose en objeto de consumo y fuente de beneficio. Ahora irrumpen en el escenario de la política dando lugar a lo que se empieza a denominar la biopolítica. A modo de eslogan bien podríamos decir que se reivindica la transición del american way of life a un human way of life.

Esta opción entre estilos de vida es, en el fondo, una opción ética. Y es que la ética no trata en primer lugar de deberes o virtudes, sino de un modelo de sujeto (Marina). ¿Qué clase de vida nos parece la mejor para las personas? Esa es la gran pregunta que está en la base de la política de la vida.

Los problemas que plantea la política de la vida no encajan inmediatamente en los marcos existentes, por lo que pueden estimular la aparición de formas políticas diferentes de las que predominan en la actualidad, tanto en los estados como en el plano mundial. Y esto es algo sumamente paradójico: que el simple hecho de querer desarrollar una vida buena, que la misma experiencia privada de tener una identidad personal que descubrir y un destino personal que cumplir, se haya convertido en una fuerza política subversiva de grandes proporciones.

La preocupación por el «mundo de la vida» tal vez sea la aportación más importante de los movimientos sociales contemporáneos, conscientes de que, en la mayoría de las ocasiones, es en ese mundo de la vida en el que nos jugamos la existencia o no de condiciones de posibilidad para la emancipación. No tener esto en cuenta ha condenado históricamente a las fuerzas de la izquierda a oscilar, en sus propuestas y sus estrategias, entre al antihumanismo estructuralista («cambiemos las estructuras y así cambiarán los comportamientos») y el desencarnado moralismo («si no diéramos tanto valor al dinero…», «si fuéramos más solidarios…»).

La pregunta crítica que surge del mundo de la vida, dotando de una enorme capacidad deslegitimadora sus reivindicaciones, es planteada así por Gorz: «¿a qué precio hemos aprendido a aceptar como mundo de vida ese mundo al que dan forma los instrumentos de nuestra civilización? ¿En qué medida, al adaptarnos a él, nos desadaptamos a nosotros mismos? ¿Produce nuestra civilización un mundo de vida al cual pertenecemos por nuestra cultura del vivir o deja en desherencia, en estado de barbarie, todo el dominio de los valores sensibles?». En su opinión, la respuesta está clara: la cultura técnica es incultura de todo lo que no es técnica. El mundo en el que desarrollamos nuestras vidas es un mundo negador de la vida, un mundo vivido como invivible dada la violencia estructural de su organización y el continuo transtorno que provoca en nuestros sentidos, en nuestros cuerpos y en la biosfera en la que estamos insertos.

Desde esta realidad es desde donde está surgiendo esa «rebelión del instinto de vida contra el instinto de muerte socialmente organizado» (Marcuse) que caracteriza a los movimientos sociales de hoy.

El componente cultural de los movimientos sociales

Las aproximaciones más comunes al fenómeno de la acción colectiva asumen una de las siguientes perspectivas, o una ecléctica combinación de algunas de ellas: a) el análisis de la base económica o de clase del movimiento en cuestión, desde donde explicar sus intereses y sistema de ideas; b) el enfoque de la movilización de recursos; c) la perspectiva de la elección racional; d) la perspectiva de la privación relativa; e) la teoría de la sociedad de masas; etc. Ninguna de estas aproximaciones permite dar cuenta del variado y rico fenómeno de la acción colectiva en las sociedades industriales avanzadas.
El estudio de los movimientos sociales suele centrarse en el examen de la base de recursos de la cual puede emerger la conducta colectiva, más que en otorgar peso a las metas, las frustraciones, los deseos o los símbolos legitimantes de los grupos que plantean públicamente su cuestionamiento del orden social. Como se ha dicho con acierto, en el análisis de los movimientos sociales «pernos y tuercas han reemplazado a mentes y corazones» (R. Wuthnow et al).

Sin embargo, se va abriendo paso la convicción de que resulta imposible una correcta interpretación de los actuales fenómenos de acción colectiva desde las tradiciones analíticas prevalecientes. En particular, son muchos los autores que consideran que el rasgo definitorio de los nuevos movimientos sociales es su defensa de un modelo de sociedad que contrasta con la estructura dominante de finalidades de las sociedades industriales de occidente. De hecho, puede sostenerse a la luz de numerosas investigaciones que los ciclos de movilizaciones de los movimientos sociales, tanto los denominados «nuevos» como los que los precedieron, encuentran un terreno especialmente fecundo en aquellas épocas en las que se generalizan las actitudes de crítica cultural frente a la hegemonía «normal» de la concepción materialista del progreso.

Esta crítica cultural liderada por los movimientos sociales tiene la virtualidad de cuestionar las legitimaciones que garantizan el consentimiento mayoritario sobre el que se basa el orden social. Los movimientos sociales van introduciendo «por qués» en nuestra tranquila existencia, negándose a aceptar meras respuestas de trámite supuestamente basadas en la tradición, la ciencia o la naturaleza. De esta forma van realizando su labor de abrir nuevas oportunidades culturales para la crítica y la protesta.

Estoy de acuerdo con la caracterización de las nuevas formas de acción colectiva en las sociedades industriales avanzadas en clave fundamentalmente cultural, a condición de que no pensemos en el espacio cultural como ajeno a los espacios político y económico, y mucho menos como enfrentado a ellos. No concibo esa aportación cultural como una aportación no-política, a-política o incluso anti-política, sino como una aportación pre-política (Havel), es decir, configuradora de unas nuevas condiciones de posibilidad para la acción política.

En estas páginas voy a defender la idea de que la principal aportación de los movimientos sociales a la tarea de la transformación de la realidad social es fundamentalmente de índole cultural. Y que esta no es una aportación que se deriva de ninguna incapacidad o limitación de tales movimientos. No se trata de hacer de la necesidad virtud, con argumentos tales como: «ya que no podemos incidir sobre las estructuras políticas y económicas, concentrémonos en elaborar discursos en los que denunciemos esas estructuras». Mi tesis fundamental es que en la actualidad no existe posibilidad alguna de poner en marcha una práctica emancipatoria significativa si no es sobre la base de una previa tarea de transformación cultural. Tarea de transformación cultural que exige dos cosas: la primera, aprender a mirar de una forma nueva la realidad social, ser capaces de analizar la realidad social con claves nuevas, diferentes de las claves dominantes; la segunda, establecer, a partir de esas nuevas claves, un auténtico combate cultural, una confrontación de legitimaciones.

No estoy reduciendo los movimientos sociales a puros movimientos culturales. Comparto con Touraine la idea de que resulta imposible confundir un movimiento cultural con un movimiento social desde el momento en que si bien un movimiento cultural lucha ante todo por la transformación de los valores, un movimiento social no puede combatir a su adversario más que si comparte con él en alguna medida orientaciones cuyo control social constituye el objeto de sus combates. Sin embargo, la aparición de un movimiento cultural es siempre condición previa para la formación de un movimiento social.

Los movimientos sociales actúan, a la manera de una horma, ensanchando el espacio cultural de las sociedades, mostrando las radicales insuficiencias derivadas de la «cultura normal», del marco cultural dominante, que llegado un determinado momento se convierte en obstáculo para descubrir y aprovechar las posibilidades de transformación contenidas en la realidad. La tarea fundamental de los movimientos sociales es, por tanto, la de dar lugar al nacimiento de nuevos marcos dominantes de protesta: un conjunto de nuevas ideas que legitiman la protesta y llegan a ser compartidas por una variedad de actores sociales.

Touraine caracteriza a los movimientos sociales como acciones colectivas que apuntan a modificar la forma de utilización social de recursos importantes en nombre de orientaciones culturales aceptadas en la sociedad.

En su opinión, «no se puede denominar movimiento social al residuo no negociable de las reivindicaciones, a la parte de rechazo presente en toda presión social, porque la acción colectiva ya no se define entonces por orientaciones sino sólo por los límites del tratamiento institucional de los conflictos en una situación dada». En otras palabras, aquello que no puede de ninguna manera ponerse en relación con orientaciones culturales aceptadas en la sociedad no puede convertirse en el eje de un movimiento social. Más claramente aún: un movimiento social cuya reivindicación no encuentra eco en la sociedad no es tal.

Touraine llega a afirmar que una acción colectiva que venga definida tan sólo por la ruptura radical con el orden social establecido no puede llegar a definir a un movimiento social; antes que esto, lo que viene a definir es una situación en clave militar, en clave de guerra civil, por lo que no puede dar nacimiento más que a una estrategia de toma del poder cuyo objetivo práctico será el de crear una sociedad homogénea de la que estarían excluidos «los enemigos y los traidores», es decir, todas aquellas personas que no conectan con nuestro proyecto.

Tal vez no se ha caído en la cuenta, pero desde hace ya un rato estamos hablando, utilizando diversos conceptos, de la necesidad de conectar. Los movimientos sociales deben enfrentarse, como a uno de sus principales retos, a la necesidad de hacer sonar su protesta, su reivindicación, su crítica y su propuesta, en la sociedad.

Esto es algo a lo que, en la práctica, se concede muy poca importancia. Precisamente como consecuencia de su hondo componente cultural, valorativo, las personas que participamos en un movimiento social podemos fácilmente caer en la tentación de generalizar o absolutizar las opciones de fondo a partir de las cuales organizamos nuestras acciones: la paz, la solidaridad, la defensa de los derechos humanos, ¿es que acaso alguien puede despreciar estos objetivos? Y convencidos de la bondad y universalidad de los mismos (¿de su «naturalidad»?) apenas dedicamos un momento a pensar si, aún persiguiendo «tan humanos y universales» objetivos, somos capaces de conectar con mayorías sociales significativas.

¿Quiero esto decir que el objetivo de la ruptura no puede perseguirse a través del medio de la ruptura? Pues sí. El planteamiento de Touraine nos advierte de la importancia de concebir los proyectos de transformación social en términos de proceso. Para «romper» con lo existente hay que «partir» de lo existente.

La tarea de construcción de nuevos marcos culturales para la protesta lleva a los movimientos sociales a constituirse en retos simbólicos. Esta orientación ha sido especialmente desarrollada por Melucci, para quien los movimientos sociales contemporáneos actúan como signos, en el sentido de que traducen sus acciones en retos simbólicos a los códigos dominantes.

En su opinión en las sociedades desarrolladas, sociedades que pueden ser caracterizadas como «sistemas de alta densidad de información», los conflictos no se expresan principalmente a través de una acción dirigida a obtener resultados inmediatos en el sistema político, sino que representan un desafío a los lenguajes y códigos culturales que permiten organizar la información.

Melucci considera que las formas de poder que están surgiendo en las sociedades contemporáneas se fundan en la capacidad de «informar» (dar forma), de construir realidad mediante significados. La acción de los movimientos sociales viene a ocupar el mismo terreno siendo en sí misma un mensaje que se difunde por la sociedad impugnando el que los aparatos tecno-burocráticos intentan imponer a los acontecimientos individuales y colectivos.

En especial, este tipo de acción cuestiona la racionalidad instrumental que guía los aparatos que gobiernan la producción de información, combatiendo la tendencia a que los canales de representación y decisión propios de una sociedad pluralista adopten la racionalidad instrumental como la única lógica desde la cual se gobiernan esa sociedad. La acción del movimiento revela que esa neutral racionalidad de los medios (que impone el criterio de eficiencia y efectividad como el único válido para medir el sentido de las cosas) enmascara determinados intereses y formas de poder, mostrando que es imposible enfrentarse al enorme desafío de vivir juntos en un planeta que se ha convertido en una sociedad global sin discutir abiertamente sobre los «fines» y «valores» que hacen posible la coexistencia de las personas. Ese debate explicita los dilemas con que se enfrentan las sociedades complejas, y al hacerlo nos anima a asumir plenamente la responsabilidad por nuestras decisiones sobre dichos fines y valores, y por los conflictos que producen.

Esta función conformadora de marcos de referencia alternativos (frames) explica la peculiar y contradictoria relación que se establece entre los movimientos sociales y los medios de comunicación, tan influyentes para la creación de significados sociales especialmente en sociedades tan fragmentadas como las nuestras.

Los medios de comunicación desempeñan un importante papel en los procesos de creación de los marcos de referencia de los movimientos y en la interpretación de acontecimientos aislados como parte de la acción de un movimiento que persigue el cambio social. Con independencia de que los movimientos estén más o menos organizados, su descripción en los medios de comunicación influye tanto en la imagen que de ellos se forman sus seguidores como en la de otros observadores menos comprometidos, hasta el punto de que los medios visibilizan o invisibilizan los movimientos sociales. Los propios movimientos sociales saben muy bien que «si sales en los medios existes, y si no sales no ha pasado nada».

En el proceso de construcción de la realidad social, los medios de comunicación hacen algo más que observar: dramatizan, crean imágenes vivas, atribuyen el liderazgo de los movimientos e intensifican la sensación de conflicto entre éstos y las instituciones sociales. Asimismo, crean un vocabulario con el que se habla del movimiento. El proceso de creación del marco de referencia aplicable a un movimiento está profundamente influenciado por el tratamiento que le confieren los programas de noticias y de entretenimiento, que son decisivos para «enmarcar» un movimiento y sus objetivos.

Como señala Dominique Wolton, los políticos recelan del «acontecimiento», es decir, de todo aquello que perturbe la apariencia de normalidad. Por el contrario, los informadores persiguen hasta la extenuación el acontecimiento, la novedad, lo anormal. Son, en este sentido, aliados objetivos de los movimientos sociales, que se transforman así en importantes actores en el juego de la comunicación política. Mientras que el sueño de los políticos en el poder es limitar la comunicación política a los temas conocidos y controlados con el fin de evitar que se abra la posibilidad de abordar nuevos temas, el interés de informadores y movimientos es impedir el cierre de la comunicación a nuevas cuestiones.

En nuestras sociedades de la comunicación, los medios confieren cada vez mayor importancia a las formas de expresión, a la «pragmática» más que al discurso. Los medios de comunicación otorgan un nuevo poder a los movimientos sociales, al menos a aquellos movimientos que sean capaces de «representar» sus reivindicaciones ante los medios. Pensemos, por ejemplo, en el indudable dominio de los medios por Greenpeace. Pero cabe la posibilidad de que ese mismo poder que los medios facilitan a los movimientos sirva a la vez para minar la sinceridad de sus actuaciones. La aparición del público se convierte en una relevante variable que puede llegar a transformar el propósito y la definición de la acción del movimiento.

Como señala Gergen, al incorporarse un público como otro de los sujetos de la acción (aunque sea de manera implícita) salen a relucir multitud de factores nuevos que preocupan al movimiento: «¿Cómo se recibirán nuestras acciones?, ¿serán persuasivas?, ¿permitirán entablar un vínculo con los demás?, ¿entenderá la gente lo que queremos?». Cuestiones lógicas, derivadas por otro lado de esa necesidad de conectar a la que anteriormente hemos hecho referencia. Cuestiones que pronto descienden de ser preocupaciones generales a la búsqueda de medios técnicos concretos: ¿Con qué palabras expondremos nuestro mensaje? ¿quién actuará como portavoz? ¿dónde convocaremos a los medios? ¿conviene que aparezca alguna mujer?… La consideración de estas cuestiones tiene como consecuencia la gestación de una política racional, que luego se pone en práctica. Pero a estas alturas la acción originaria ya se ha transformado: ya no es sólo un reflejo transparente de una creencia o ideal, es además una actuación pública calculada hasta en los menores detalles; es un medio para alcanzar un fin y no un fin en sí mismo. Y existe el riesgo de que la preocupación por la acción más interesante para los medios acabe por desplazar a la preocupación por los objetivos de tal acción. El riesgo, en definitiva, de que el movimiento pierda su autenticidad.

Además, la definición de lo que es noticia por parte de los medios de comunicación enfrenta a los movimientos al problema de desarrollar acciones que resulten lo suficientemente poco convencionales como para ser noticia, pero no tanto como para que despierten animadversión por ser consideradas como excesivamente desviadas de los comportamientos «aceptables». Todos y todas recordaremos cómo en el transcurso de la ceremonia de apertura de la Conferencia del 50 Aniversario del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional dos miembros de Greenpeace que habían conseguido encaramarse hasta el techo de la sala desplegaron una pancarta y arrojaron una lluvia de falsos billetes de dólar sobre los asistentes denunciando el papel del Banco Mundial en la destrucción del medio ambiente. La ingeniosa protesta fue aplaudida, y consiguió aparecer como noticia de portada en multitud de diarios e informativos. Pero, ¿qué hubiera ocurrido si, en lugar de billetes, los activistas hubiesen arrojado sobre los delegados sangre, como hicieron en varias ocasiones en centros de reclutamiento los activistas contra la guerra de Vietnam? En este caso, es probable que la acción no hubiese sido tan aplaudida.

Pero no son estos los únicos ni fundamentales retos que los medios de comunicación plantean a los movimientos sociales. Al fin y al cabo, sacrificar la autenticidad de sus reivindicaciones en aras del favor mediático es un peligro del que el propio movimiento puede cuidarse. Lo mismo cabe decir de mantener el equilibrio entre el espectáculo y la convención social. Pero, ¿qué pueden hacer los movimientos para competir con unos medios de comunicación que por exigencias (según nos dicen) de la misma información de masas prima la expresividad de las acciones de los movimientos sobre sus propios objetivos? ¿Qué hacer para combatir una realidad construida mediante mensajes que los individuos reciben en soledad, enfrentándose aisladamente al poder centralizado y a los sistemas de información, reducidos a receptores aislados de la propaganda, situados en soledad ante el televisor e impotentes frente a dos fuerzas ajenas y hostiles: el gobierno y el poder económico, con su derecho sagrado a determinar el carácter básico de la vida social (Chomsky).

«La información está aboliendo los hechos», opina Paul Virilio (El Mundo, 12-11-94). Por su parte, Chomsky actualiza una vieja reflexión del movimiento obrero anarquista de Estados Unidos: «La prensa nos ha dicho que todo va muy bien, pero nosotros no tenemos ninguna oportunidad de consultar a los vecinos para comprobar si la prensa dice la verdad».

¿Qué pueden hacer los movimientos sociales desde sus focos ciudadanos frente a este «nuevo imperialismo técnico de la memoria colectiva impuesto por las redes de televisión y los ordenadores de la velocidad»? El propio Virilio nos hace una recomendación: «primero es necesario comprender a fondo la fascinación de sus efectos», el más relevante de los cuales es, sin duda, su capacidad de crear una apariencia de realidad. Con otras palabras: los movimientos sociales deben ser capaces de contar otra historia, de dar otra versión de la realidad.

En esta tarea es fundamental la capacidad de los movimientos sociales de imaginar futuros posibles. De esta manera, rompen la apariencia de normalidad/naturalidad del orden social y proponen otra forma de mirar/concebir ese orden social, explicitando sus contradicciones, sus riesgos, sus debilidades. Son la mirada que permite descubrir y explicitar la desnudez del Emperador.
Se trata de reivindicar eso que Paulo Freire llama en su libro Pedagogía del oprimido el inédito viable. Se trata de descubrir posibilidades de transformación viables, pero cuya viabilidad no era percibida. Esto no tiene nada que ver con operaciones de ilusionismo o con miradas de color de rosa hacia la realidad; la capacidad de descubrir el inédito viable de la realidad es todo lo contrario del simple voluntarismo, por más bienintencionado que este sea.

Ciertamente, descubrir el inédito viable, imaginar futuros posibles, tienen mucho que ver con la voluntad que se deriva de mantener una visión esperanzada (no restringida) de la realidad. «Aquellos cuya esperanza es fuerte ven y fomentan todos los signos de la nueva vida y están preparados en todo momento para ayudar al advenimiento de lo que se halla en condiciones de nacer» (Fromm). Sin esta visión, difícilmente se podrán descubrir posibilidades de futuro.

De lo que se trata es de que nuestras propuestas de transformación se planteen como procesos que combinen la opción por una realidad distinta con el conocimiento de las posibilidades contenidas por la realidad actual. Una propuesta utópica no es una propuesta que aún no existe, sino una propuesta que todavía no puede existir. No es utópico lo que aún no es pero ya puede ser. Y la mejor manera de hacer aflorar lo inédito viable de la realidad es haciéndolo realidad ya, aún cuando sea a pequeña escala.

El reto de la eficacia politica

Como señala Melucci: «El impulso innovador de los movimientos no se agota en una transformación del sistema político por obra de los actores institucionales; sin embargo, la posibilidad de que las demandas colectivas se expandan y encuentren espacio depende del modo en que los actores políticos logren traducir en garantías democráticas las demandas procedentes de la acción colectiva».

Ciertamente, de poco servirían los esfuerzos de un movimiento social si todo su trabajo quedara limitado al reducido espacio del testimonio personal o colectivo. Los movimientos sociales deben asumir el reto de la eficacia política. Para ello es preciso: ampliar al máximo los apoyos («procesos de alineamiento de marco») y constituir bloques sociales emancipatorios.

Pero aquí surge una evidente contradicción para los movimientos sociales, cuya resolución está lejos aun. En términos de Riechmann, si bien es claro que «los parlamentos no son fuente de cambios revolucionarios», al mismo tiempo y en las modernas democracias de masas, «no parece que ningún movimiento con significación social pueda permitirse a la larga ignorar el nivel de la representación parlamentaria».

Porque si hablamos de eficacia política, la cuestión más importante tiene que ver con la constitución de bloques sociales amplios comprometidos con la transformación social. Con la máxima claridad Taylor nos advierte de que perder la capacidad de construir mayorías políticamente efectivas es como perder los remos en medio del río: si esto nos ocurre, no hay forma de evitar verse arrastrado por la corriente, lo que viene a significar, en este caso, «verse arrastrado cada vez más por una cultura encuadrada en el atomismo y el instrumentalismo». De ahí su conclusión: «Una política de resistencia significa una política de formación democrática de voluntades» (Taylor, 1994).

Oportunidades culturales para los movimientos sociales

En la actualidad, son varios los procesos y fenómenos sociales que ofrecen una posibilidad a los movimientos sociales para conectar sus reivindicaciones con marcos culturales más amplios. Vamos a detenernos en tres de ellos, tal vez los más significativos: el nuevo énfasis en la identidad y el desarrollo personal, la eclosión de las identidades colectivas y el fenómeno de la sociedad del riesgo. Se trata de procesos ambiguos, que pueden servir tanto a la emancipación como a la reacción conservadora.

Identidad y desarrollo personal

Se ha definido el proceso de individualización como un proceso histórico y social en el transcurso del cual los valores, las creencias, las actitudes y el comportamiento de las personas se basan cada vez más sobre la elección personal, siendo cada vez menos dependientes de la tradición y las instituciones sociales. Un variado conjunto de tendencias que están poniendo de manifiesto este cambio cultural hacia una creciente valoración de lo personal: la valoración creciente de la realización personal; la expresión más libre de la propia identidad; el auge de la realización de los deseos y gustos propios; la necesidad de sentido de mayor autoconocimiento y cuidado del «yo mismo»; el deseo de lo natural frente a lo artificial; un cierto «presentismo» hedonista, la búsqueda individual de placeres inmediatos; la búsqueda de marcos de vida gratificantes; la preocupación por la salud y la apariencia personal; un cierto descenso, en la vida cotidiana, de lo racional en favor de lo sensible; un declive de la valoración de lo colectivo.

Diversos ensayistas han reflexionado sobre este individuo hijo de la modernidad capitalista. Así, Argullol y Trías dicen al respecto que tal individuo tiene las siguientes características: «1) es capaz de acumular muchas vivencias, pero carece de experiencia; 2) es capaz de acumular muchas redes complejas de «información», pero carece de formación, de Bildung; 3) sólo reconoce la alteridad en la medida en que define su propia forma de ser y de sentir; es incapaz, por tanto, de un genuino encuentro con el otro.(…) ¿Cuáles son los escenarios de cohesión del hombre actual? ¿Aquellos espacios en que cada hombre sabe que comparte con los demás una misma actividad e, incluso, una misma pasión? Los grandes almacenes, las autopistas, los estadios, las concentraciones turísticas… También, desde luego, en la aparente privacidad de sus casas, las largas horas televisivas. En todos los casos lo masivo se presenta como individual y lo disgregador como congregador». Parecida opinión es mantenida por Pietro Barcellona: «En la sociedad postmoderna parece que el destino de la ciudad se cumpla definitivamente en la desaparición de sus funciones tradicionales. El último «subrogado» de la polis ha cumplido su misión de liberar a los individuos de todo vínculo comunitario: al destruir todo espacio específico, todo lenguaje especial, al disolver toda forma de pertenencia estable y duradera a una clase, a un rango, a un partido o a una idea, la ciudad se ha convertido en un sistema puro de objetos y estructuras funcionales, y, correlativamente, de individuos aislados que se mueven en todas direcciones sin otra meta que los flujos del consumo y del espectáculo». Se cumple la paradoja de la muchedumbre solitaria (Riesman).

Un individuo así es el que está en la base de ese idiota moral (Bilbeny) que ha protagonizado y protagoniza algunos de los episodios de barbarie más trágicos de nuestro siglo. De ahí que haya autores que se refieran a la época actual como a la época del crepúsculo del deber, paradójicamente, en medio de un aparente rebrote del compromiso moral: «En la actualidad son raros los lugares y momentos en que vibre la obligación de consagrar la vida al prójimo: mientras que las conminaciones categóricas a hacer el Bien han sido suplantadas por las normas del amor a sí mismo, los valores altruistas han dejado de ser evidencias morales a los ojos de los individuos y de las familias» (Lipovetsky). Sin duda las acciones humanitarias ocupan la primera plana de los periódicos y los donativos altruistas alcanzan sumas innegables: los rockeros ofrecen sus decibelios a los «parias de la tierra», las estrellas se comprometen con las buenas causas, la televisión multiplica las emisiones de ayuda. Tras un ciclo dominado por la fiebre política y la desmitificación de los valores, el espíritu de la época hace afluir buenas intenciones: la moral parece ocupar de nuevo el primer plano de la escena. Pero ¿de qué moral se trata? En casi todas partes está en auge la idea de restauración de la moral sin que nos interroguemos demasiado sobre la naturaleza de ese fenómeno. En opinión de Lipovetsky, si en la actualidad la ética se beneficia con un nuevo periodo de legitimidad, ello es debido al surgimiento de una regulación ética de tipo inédito: «A través de la efervescencia caritativa y humanitaria, lo que actúa una vez más es el eclipse del deber; bajo los viejos hábitos de la moral se organiza en realidad el funcionamiento posmoralista de nuestras sociedades. Lo que con muy poca precisión se llama el »regreso de la moral» no hace sino precipitar la salida de la época moralista de las democracias instituyendo una »moral sin obligación ni sanción» acorde con las aspiraciones de masas de las democracias individualistas-hedonistas». Es un altruismo indoloro, característico de un individuo instalado precariamente en el mundo.

La existencia de un ser humano así, de un individuo precario, puede tener como consecuencia la aparición de movimientos sociales igualmente precarios. Las tecnologías de la información y de la comunicación permiten en la actualidad a millones de activistas potenciales conectarse rápidamente entre sí: informados casi al mismo tiempo de un determinado hecho, millones de personas en todo el planeta pueden sentirse llamadas a la movilización de protesta y, mediante el teléfono, el fax, el módem o Internet, dar nacimiento a una campaña o sumarse a alguna ya existente. En pocos días pueden proliferar las manifestaciones en diversas capitales o realizarse una recogida de firmas a nivel internacional, pueden surgir líderes locales, etc. Pero la cuestión de fondo es: ¿favorecen las condiciones culturales vigentes los rituales de una adhesión comprometida a largo plazo? Probablemente no, y tal vez esta precariedad cultural sea la que explique en buena parte el fenómeno de zapping que experimenta la movilización social en nuestros días: siempre a la zaga de la última tragedia retransmitida vía satélite, hoy se trata de Etiopía, mañana de Bosnia, pasado de Ruanda… Parecemos incapaces de campañas a largo plazo.

Esto es algo que, ciertamente, hemos de tener en cuenta con el fin de no sobrevalorar la realidad de muchas movilizaciones. Pero sin llegar al extremo de despreciar, desde un catarismo purista, las iniciativas de movilización existentes.
Hoy vivimos una situación paradójica: la izquierda está redescubriendo el valor del individuo, mientras la derecha lo percibe como una amenaza a su proyecto cultural. El proyecto (neo)conservador, que ha celebrado el matrimonio entre individualismo y capitalismo, hoy observa con temor cómo entre ambos se genera una escisión crítica, una tensión entre los valores que exige la economía -el trabajo, la disciplina, la productividad, etc.- y aquellos otros a los que incita la cultura del «desmadre», el subjetivismo y la experimentación sin límites. Por el contrario, los movimientos sociales están haciendo de la persona el eje fundamental de su reivindicación, planteando otra forma de compromiso colectivo por la emancipación en la que la persona, cada persona, cuente de verdad; y ello tanto como sujeto cuanto como objeto de la acción.

Hay que distinguir, por tanto, entre el individualismo burgués y esa otra reivindicación profunda del valor de cada persona individual presente en tantos socialistas (por supuesto, no sólo en ellos). Y así como hay que distinguir entre estas distintas reivindicaciones de lo individual, de igual modo hay que distinguir entre muy distintas críticas de la actual irrupción del individuo en la escena sociocultural. Y ni es aceptable la crítica neoconservadora, que sólo busca recomponer las condiciones culturales para un mercado libre de toda traba, ni la de algunas tradiciones de izquierda que sólo ven tras esta irrupción una añagaza más del capitalismo o como un divertimento pequeño-burgués.

El nuevo énfasis en lo personal, en lo individual, no tiene por qué ser analizado sólo negativamente. Por supuesto que tiene muchos aspectos criticables, pero ¿acaso hay algo que no los tenga? El reto que se nos plantea es ser capaces de descubrir, entre toda la ganga que siempre rodea toda veta de metal precioso, las posibilidades que existen de ir afianzando nuestro empeño transformador sobre el terreno, siempre inestable, que la nueva propuesta sociocultural nos pone delante.

Identidades colectivas y política del reconocimiento

«En la época en la que el proceso de internacionalización del capital es máximo y la universalización del modelo capitalista liberal se proyecta a escala planetaria, al mismo tiempo y coincidiendo con las múltiples zonas de resistencia a la tan comentada globalización, surge una lógica de los derechos, ya no ligada a la dinámica de la promoción individual, como había acontecido en los sesenta, sino una lógica de los derechos de los grupos, de los colectivos, de las etnias, que asumen cada vez más connotaciones culturalmente homogéneas» (Jarauta). En efecto, si bien es cierto que las naciones y los nacionalismos están en la base de algunos de los más crueles conflictos de este siglo (incluidas las dos guerras mundiales), no ha sido sino hasta la ruptura de la URSS cuando en Europa se ha abierto paso definitivamente la idea de que el nacionalismo continúa siendo, contra todo pronóstico, una fuerza movilizadora de enorme e incontrolada potencia. Según el conocido analista John Naisbitt, las 184 naciones que en la actualidad forman la ONU serán más de 300 para el año 2000. ¿Cuáles serán las consecuencias de esta proliferación (seguro que no pacífica) de nuevas agrupaciones nacionales? No hay forma de saberlo, aunque la mayoría de los pronósticos, tal vez como consecuencia de la tragedia que se está viviendo en los Balcanes, son pesimistas.

Y es que, en opinión de Touraine, el siglo que se abre estará dominado por la cuestión nacional, como el siglo XX lo ha estado por la cuestión social. «En todas las partes del mundo -señala- es visible el desgarramiento entre un universalismo arrogante y unos particularismos agresivos. El principal problema político es y será limitar ese conflicto total, restablecer unos valores comunes entre intereses opuestos».

Pero, ¿acaso es posible restablecer unos valores comunes para encauzar un potencial conflicto cuya principal consecuencia parece ser, precisamente, la disolución radical del principio universalista, condición sine qua non para la construcción de un discurso ético compartido?

Ciertamente, la concepción ilustrada del individuo abstracto supuso un indudable avance hacia una ética universalista en la que la persona, cada persona, se constituyera en el centro de cualquier proyecto social. Características fundamentales de la universalidad son, según Savater, la aplicación de unas mismas pautas éticas sea cual fuere la situación, el lugar, la persona, que soliciten nuestra acción; la afirmación de que las personas merecen cierto respeto y apoyo en cuanto tales, más allá de cuáles sean las normas positivamente vigentes en su colectividad; y sobre todo, el énfasis en que los hombres se parecen entre sí más de lo que sus culturas dejan suponer, e incluso contra lo que sus culturas hagan suponer.

En opinión de Hobsbawn, después de un declive secular que se extendió a lo largo de un periodo de unos ciento cincuenta años, la barbarie ha ido en aumento durante la mayor parte del siglo XX, sin que existan indicios de que tal progresión esté cercana a su fin. Entiende por «barbarie», específicamente, la revocación del proyecto ilustrado dirigido al establecimiento de un sistema universal de reglas y pautas de conducta moral. «Estoy convencido -afirma Hobsbawn- de que una de las pocas cosas que nos mantienen a distancia de un descenso acelerado a las tinieblas es el conjunto de valores heredados de la Ilustración del siglo XVIII. Esta opinión no está de moda en este momento, en que se puede cuestionar la Ilustración por cualquier cosa, desde considerarla superficial e intelectualmente ingenua hasta considerarla una conspiración de unos antepasados blancos que llevaban peluca para proporcionar una base intelectual al imperialismo occidental. Puede ser o no ser todo eso, pero es también la única base de todas las aspiraciones de construir sociedades aptas para todos los seres humanos que viven en cualquier lugar de esta Tierra, y de la afirmación y la defensa de sus derechos humanos como personas».

El mito moderno por excelencia es el de la ciudadanía universal. Viéndose su realización imposibilitada por la desigual distribución de la riqueza, el liberalismo se refugió en una asunción formal del mito. El socialismo -no sólo marxista- es una reacción contra el formalismo liberal en nombre del mito original de la ciudadanía universal: hay que transformar radicalmente la base económica para que la ciudadanía sea realmente universal. Como ha indicado Jarauta, da la impresión de que la crisis del socialismo ha arrastrado consigo la promesa de una emancipación universal, abriendo por el contrario la espita a toda clase de críticas, tanto intelectuales como militantes, que consideran el proyecto universalista de la modernidad como un proyecto etnocéntrico, construido por y para un sujeto cultural fuertemente homogéneo de matriz europeo-occidental.

En esta situación, la eclosión de los nacionalismos se vive desde la preocupación. La perspectiva asumida para analizar estos fenómenos parece ser la de la guerra civil (Enzensberger). El nacionalismo aparece adjetivado como «excluyente», «intolerante» e «insolidario», asociado a fenómenos como la «limpieza étnica», el integrismo o el terrorismo.

Es cierto que el nacionalismo, todo nacionalismo, se ve confrontado con el riesgo de la exclusión. Como ha señalado Gellner, parece inevitable que el nacionalismo base toda su propuesta en lo que denomina clasificaciones entropífugas, es decir, clasificaciones de las personas basadas en atributos que presentan la tendencia a no diseminarse uniformemente por la sociedad, no siquiera con el paso del tiempo: la etnia, la voluntad, el lenguaje (con ciertas limitaciones, pues en principio cualquier lenguaje puede ser aprendido y utilizado por cualquier persona). No hay nacionalismo si no hay un «otro», si no hay una diferenciación irreductible.

Esta tendencia es visible desde el mismo momento en que el primer problema al que se enfrenta la reivindicación nacionalista es el problema de determinar, o definir, quiénes son los miembros que integran en realidad un pueblo. Es lo que se conoce como derecho de autodefinición, paso previo y fundamental para el ejercicio de la autodeterminación. Nace este problema del hecho de que en toda colectividad humana, junto a algunas personas en las que no cabe duda razonable sobre su pertenencia a dicho pueblo pueden encontrarse otras en las que su situación a este respecto no sea tan clara. En opinión de los defensores de la autodeterminación, «la colectividad determina por sí misma quiénes son las personas cualificadas para constituir el grupo. Se trata de un derecho absolutamente fundamental, ya que a fin de cuentas un pueblo no es más que una colectividad de personas humanas con determinadas características» (Obieta). Sin entrar en juicios de intenciones, la defensa coherente del derecho de la autodeterminación parece exigir, inexorablemente, el establecimiento de distinciones entra las personas que habitan un determinado territorio.

Este es el tremendo riesgo que anida en el nacionalismo: el de constituirse en un proyecto de exclusión, en una masiva operación de etiquetamiento-estigmatización, incluso hasta el extremo de negar, no ya la condición de «nacional» a determinados grupos de personas, sino la misma condición de personas.

Pero, ¿debe esto ser necesariamente así? Claramente digo que no puedo aceptar sin discusión la afirmación de Enzensberger de que a los nacionalistas de nuestros días sólo les mueve la fuerza destructiva que emana de las diferencias étnicas, de modo que «el tan invocado derecho a la autodeterminación se reduce a determinar quiénes deben sobrevivir en determinado territorio y quiénes no».

Creo firmemente que en la reivindicación nacionalista no se incuba -al menos no necesariamente- el virus del rechazo y la intolerancia, sino la angustia del reconocimiento (Taylor). Fátima Mernissi ha escrito que si se enfoca la cámara sobre la violencia del integrista, la estrategia lógica será abatirlo; pero sí, por el contrario, se enfoca sobre su angustia y su miedo a ser olvidado por la modernidad y sus promesas, entonces la solución será permitir su participación en ella.

El deseo de alcanzar reconocimiento constituye un hecho antropológico fundamental. Posiblemente la irresistible fuerza de atracción ejercida por los regímenes nacionalistas, integristas y totalitarios en muchos casos, del siglo XX, pueda explicarse en buena parte por el hecho de que todos ellos habían prometido a los humillados que lograrían, aunque fuera recurriendo a la fuerza, que se los reconociera: como comunidad nacional, como sociedad sin clases, como umma de los creyentes. Pero todos ellos han acabado por cumplir sus promesas negando a todos por igual dicho reconocimiento (Enzensberger).

Pero siendo esto cierto, no es menos cierto el fracaso del proyecto ilustrado a la hora de ofrecer reconocimiento; y es que, como señala Touraine, «¿no es en nombre de la razón y de su universalismo como se ha extendido la dominación del hombre occidental varón, adulto y educado sobre el mundo entero, de los trabajadores a los colonizados y de las mujeres a los niños?».

Seyla Benhabib señala que el punto de vista del otro generalizado es la perspectiva típica de la modernidad liberal. Según este punto de vista, cuya vertiente ética encuentra su paradigma en Kant, se trata de considerar a todos y cada uno de los individuos como seres racionales, con los mismos derechos y deberes que reivindicamos para nosotros mismos.

La hermeneútica feminista, en especial la alemana, ha puesto de relieve cómo el pensamiento kantiano sobre la razón práctica entra en conflicto con sus propias tesis universalistas cuando aborda la cuestión del género. Como ha señalado Angeles Jiménez, la universalidad kantiana muestra una fisura que excluye a las mujeres del ámbito ético. Hijo de su época, contagiado por una tradición cultural que, en beneficio del orden universal de las cosas, obliga a «poner al otro en su sitio», el llamamiento de Kant en 1784 a emancipar la razón humana de toda tutela externa a sí misma no puede entenderese sino como un llamamiento restringido al ámbito de los varones, los auténticos seres racionales, pues para las mujeres seguirían siendo necesarios unos tutores, sus propios maridos, que las guíen en su minoría de edad. «En el Kant de la razón práctica -señala Posada se impone el norte de un deber tan elevado, que justifica, no ya el inclumplimiento, sino el pisoteo incluso de todo derecho del otro de sí/del otro genérico». Esto ha llevado a diversas teóricas feministas a plantearse si los ideales modernos de la igualdad formal y la racionalidad universal no estarán tan marcados de un sesgo masculino acerca de qué significa ser humano que los invaliden para lograr una verdadera inclusión de las mujeres en los mismos.

En opinión de Benhabib, asumir la perspectiva del otro generalizado implica hacer abstracción de la individualidad y la identidad concreta del otro. «Suponemos que el otro, al igual que nosotros mismos, es un ser con necesidades, deseos y afectos concretos, pero que lo que constituye su dignidad moral no es lo que nos diferencia a unos de otros, sino más bien lo que nosotros, en tanto que agentes racionales que hablan y actúan, tenemos en común. Nuestra relación con el otro es regida por las normas de igualdad formal y reciprocidad: cada cual tiene el derecho a esperar y suponer de nosotros lo que nosotros podemos esperar o suponer de él o de ella».

Por el contrario, lo que nos demanda el punto de vista del otro concreto es «considerar a todos y cada uno de los seres racionales como un individuo con una historia, una identidad y una construcción afectivo-emocional concretas».

Al asumir este punto de vista -continúa Benhabib- hacemos abstracción de lo que constituye lo común. Intentamos comprender las necesidades del otro, sus motivaciones, qué busca y cuáles son sus deseos. Nuestra relación con el otro es regida por las normas de equidad y reciprocidad complementaria: cada cual tiene el derecho a esperar y suponer de los otros formas de conducta por las que el otro se sienta reconocido y confirmado en tanto que ser individual y concreto con sus necesidades, talentos y capacidades específicas. En este caso, nuestras diferencias se complementan en lugar de excluirse mutuamente. Al tratarte de acuerdo con las normas de amistad, amor y cuidado, no sólo confirmo tu humanidad sino tu individualidad humana. Las categorías morales que acompañan a tales interacciones son responsabilidad, vinculación y colaboración. Los sentimientos morales correspondientes son amor, cuidado y simpatía y solidaridad.

Con esta perspectiva no se trata de contraponer el otro generalizado al otro concreto, sino de mostrar las limitaciones y sesgos ideológicos que encierra la moralidad universalista. «El otro concreto es un concepto crítico que designa los límites ideológicos del discurso universalista. Significa lo no pensado, lo no visto y lo no oído de esas teorías».

Desde la experiencia de las mujeres, la consecuencia de esta visión «neutra» del otro es la incapacidad para reconocer una igualdad que contemple la diferencia de los sexos. De este modo, el concepto de ciudadano se identifica con la figura dominante de la subjetividad del ciudadano-varón-propietario-blanco. «Frente a esta universalización del concepto de ciudadano, que intenta englobar de forma uniforme a todos los sujetos, nosotras afirmamos que existe una diversidad de sujetos colectivos -según la clase, raza,…- todos ellos atravesados por un diferencia fundamental, constituyente de la especie humana, que es la existencia de dos sexos y con ello una subjetividad masculina y otra femenina. Subjetividades colectivas fundamentadas en experiencias de género que son diferentes y deben actuar en un doble plano: en el seno de cada género y entre los dos géneros. Debemos reformular, pues, el concepto de igualdad de modo que ésta se construya a partir de las diferencias, y que las diferencias no sean motivo de desigualdad» (Grupo Giulia Adinolfi).

Una reformulación del concepto de igualdad que de ninguna manera se agota en el género, sino que implica el reto de asumir la diversidad cultural, étnica, etc. Una reformulación del concepto de igualdad que, lejos de permitirnos tomar distancia de los otros, elevarnos sobre las diferencias para captar lo universal, nos impone la cercanía al otro, su reconocimiento como prójimo-próximo, su aceptación como diferente y, sin embargo, igual.

Sociedad del riesgo y participación democrática

Afirma Norberto Bobbio que el índice de democratización de una sociedad no se debe medir atendiendo sólo al criterio de cuántos votan, sino al de en cuantos sitios se vota, es decir, cuántos y cuáles son los espacios de participación existentes en esa sociedad. La verdad es que esos espacios no son tantos en las sociedades industriales avanzadas.

Como señala Gurutz Jauregui, tradicionalmente ha predominado en la teoría política la tendencia a separar la actividad política de otras manifestaciones sociales, considerando que estas últimas pertenecían al ámbito de lo privado, y por tanto no eran susceptibles de un control equiparable al de la actividad política. Actualmente política, economía, investigación, tecnología, etc. aparecen íntima y estrechamente relacionados, y lo que es más importante, muchas decisiones no estrictamente políticas afectan al conjunto de los ciudadanos tanto o más que otras muchas decisiones políticas. Es ésta una realidad que muy pocos pueden poner en duda en el momento actual. Sin embargo, tal constatación no va acompañada de lo que debiera ser su corolario lógico, a saber, la necesidad de aplicar a esas actividades, formalmente no políticas, controles democráticos.

Esto es especialmente cierto en relación con el ámbito de la tecnología, paradigma de especialización y alejamiento de la vida «normal», en el que se consuma la escisión entre el ciudadano y el técnico.

Pero esta visión «técnica» de la técnica se revela, cada vez más, como una falacia. Como dijo Marcuse: «La técnica es en cada caso un proyecto histórico-social; en él se proyecta lo que una sociedad y los intereses en ella dominantes tienen el propósito de hacer con los hombres y las cosas». O, en términos de Gorz: «Las elecciones entre distintas alternativas de sociedad nos han sido impuestas constantemente a través de unas elecciones entre alternativas técnicas».

El problema estriba en la concepción del cambio tecnológico dominante en nuestras sociedades: como un fenómeno autónomo, que responde a su propia lógica interna, siendo por lo tanto necesario e inevitable; como la consecuencia de una revolución tecnológica aparentemente ajena a las fuerzas y poderes sociales, ante la cual sólo cabe tratar de aliviar sus posibles consecuencias negativas y aprovechar al máximo sus potencialidades, como si de un fenómeno natural se tratara.

En los últimos años, las ciencias sociales han visto como irrumpía en el escenario la categoría de riesgo como característica definitoria de las sociedades industriales avanzadas en los finales del siglo XX y que constituye el lado sombrío de la modernidad. En palabras de Beck, el riesgo puede ser definido como una situación por la cual entramos permanentemente en relación con amenazas e inseguridades inducidas e introducidas por la modernización misma.

Una de las consecuencias más relevantes derivadas de la configuración de las sociedades industriales avanzadas como risk society es la relevancia que adquiere la elección entre posibilidades de futuro abiertas, no predeterminadas. Dice Giddens: «La actividad social moderna tiene un carácter esencialmente contrafáctico. En un universo social postradicional, individuos y colectividades disponen en cualquier momento de una serie indefinida de actuaciones potenciales (con sus correspondientes riesgos). La elección entre esas alternativas es siempre un asunto de »como si», un problema de selección entre »mundos posibles»».

Pero el riesgo en la fase actual de modernidad tardía tiene poco que ver con la concepción tradicional de riesgo: limitado, medible, cuantificable, relativamente controlable, hasta el punto de ser la base de una importante actividad económica (la de los seguros). El riesgo se ha vuelto objetivamente incalculable, de modo que nuestras vidas se han convertido en una gran experimento en el que todos y todas estamos atrapados: «No se trata de un experimento del tipo de lo de laboratorio, pues no podemos lograr que sus resultados se mantengan dentro de unos parámetro determinados; se trata más bien de una especie de aventura peligrosa en la que todos, nos guste o no, nos vemos obligados a participar» (Giddens). Pensemos en tecnologías como la nuclear, o en la ingeniería genética, o en las nuevas tecnologías de la información… ¿para qué modelo de sociedad están pensadas? ¿al servicio de que tipo de persona están? ¿qué consecuencias van a tener sobre nuestras vidas? ¿cómo van a afectar al destino de las personas, grupos y regiones más empobrecidas?
Por ello Beck dirá con toda rotundidad que «no hay expertos en riesgos», negando taxativamente la posibilidad de investigar objetivamente las amenazas potenciales derivadas de decisiones tecnológicas. Esta incalculabilidad es la que niega legitimidad alguna a los expertos para diseñar nuestro futuro, reclamando por el contrario nuestra participación. Si resulta que la elección de un programa de investigación se convierte en una apuesta cuyo resultado final no puede ser comprobado, y si esta apuesta es pagada por los ciudadanos (puede afectar a sus vidas y a las de generaciones futuras), la conclusión más lógica es afirmar que, en una democracia, la elección de programas de investigación en todas las ciencias es una tarea en la que deben poder participar todos los ciudadanos (Feyerabend).

Alguien puede cuestionar: ¿pero, es realmente posible implicar a la ciudadanía en el análisis y debate de las decisiones tecnológicas? ¿No existen razones derivadas de la apatía y desinterés de los ciudadanos en las democracias por la cosa pública, de la complejidad del tema y hasta de la seguridad y competitividad de la nación que limitan las posibilidades reales de democratización de estas cuestiones?

El desinterés es mucho más consecuencia que causa de la no participación efectiva en la sociedad y, en cualquier caso, la participación se fomenta ofreciendo posibilidades para la misma, no limitándolas. En lo que se refiere a la complejidad de los contenidos de las decisiones, no faltan experiencias que han posibilitado la intervención ciudadana en ámbitos en principio reservados a expertos. En cuanto al reparo de la seguridad, está íntimamente ligado al propio núcleo del debate: en este caso, la propia concepción de la tecnología, el para qué de la misma, y el modelo de sociedad y de vida a cuyo servicio se pone.

Recrear los espacios

Apostar por el desarrollo personal, por la defensa de las identidades, por la profundización en la democracia, tiene que ver en el fondo con la tarea de recrear los espacios en los que todo ello sea realmente posible.

El conocido politólogo Robert A. Dahl afirma taxativamente que los ciudadanos corrientes participamos poco o nada en muchas de las decisiones que tienen fundamental importancia en nuestras vidas, a la vez que señala, entre las muchas dificultades para la participación democrática, una que por obvia puede pasar fácilmente desapercibida: existen graves limitaciones para la efectiva participación en las decisiones democráticas originadas en la simple cantidad de personas involucradas en las mismas. Con otras palabras: siempre que una gran cantidad de personas se vean afectadas por dichas decisiones, es altamente probable que se den diferencias en las oportunidades de participar en ellas a pesar de que todos estén dispuestos a democratizar los procedimientos. El tamaño es condición de posibilidad (o de imposibilidad) para la participación democrática.

Dahl propone dos principios básicos para abordar este problema: 1) Si un tema se aborda mejor a través de una sociedad democrática, inténtese siempre que sea abordado por la sociedad más pequeña que pueda hacerlo satisfactoriamente. 2) Al considerar si una sociedad mayor sería más satisfactoria, considérense siempre los costos adicionales de un mayor tamaño, incluida la posibilidad de que aumente sensiblemente la sensación de impotencia individual.

Esta reflexión sobre los espacios no es nueva, y recientemente se ha planteado señalando las insuficiencias del Estado-nación clásico, demasiado grande para responder satisfactoriamente a los pequeños problemas, y demasiado pequeño para hacerlo con los grandes.

Rubert de Ventós analiza los orígenes del Estado moderno a partir de la reforma política de Clístenes (en el año 508 a. C.), que consistió en sustituir la pertenencia genética (de la gens o linaje) por la pertenencia democrática (del démos o barrio) como principio organizador de la ciudad. «La primera formulación de la igualdad democrática consiste en decir que cada uno es de donde está, de su barrio, y no de donde es o procede -del clan o culto doméstico al que pertenencia. Democracia no significa pues el gobierno del pueblo (entonces su nombre sería laiocracia), sino el de estas agrupaciones intermedias que están entre el individuo y el poder, pero que remiten a un lugar a un domicilio más que a un culto u origen ancestral». Se trata de una auténtica barriocracia.

El problema no es teórico, sino de orden práctico, y es así planteado por Dahl: ¿podemos preservar o crear unidades más pequeñas que los estados-nación o las gigantescas megalópolis, que posean suficiente autoridad como para que la participación en sus decisiones sea verdaderamente importante? El propio Dahl plantea algunas posibles soluciones, optando por los vecindarios y las ciudades de proporciones humanas como espacios privilegiados para una participación realmente democrática.

Por mi parte, creo y apuesto por construir espacios donde sea posible la máxima eficacia, la máxima justicia, la máxima democracia y la máxima solidaridad. Espacios -también geográficos- donde sea posible la máxima participación ciudadana, la máxima corresponsabilidad en los asuntos comunes, la máxima implicación de cada persona. Espacios donde ninguna riqueza humana se pierda -espacios, por tanto, también culturales. Espacios desde los cuales podamos ejercitar realmente la solidaridad, a través de mediaciones controlables. Espacios -también de poder- en los que los ciudadanos y las ciudadanas podamos participar en la toma de decisiones, donde los procesos políticos, económicos, tecnológicos, no parezcan incontrolados, sino que en todo momento podamos distinguir sus responsabilidades, evaluar sus consecuencias y reprogramar su dirección y ritmo. Espacios, en definitiva, donde sea realidad ese principio de que lo que pueda hacerse en un nivel (geográfico, de decisión) no se haga en un nivel superior, recordando siempre, eso sí, que el criterio de fijación de tales niveles no es la eficacia económica, sino la solidaridad. Espacios que siempre, porque así somos los seres humanos, se articularán empezando por lo más cercano a cada uno de nosotros.

Cuáles deban ser esos espacios -comarcas, regiones, comunidades autónomas, nacionalidades históricas o cualquier otra clase de agrupación humana- no creo que pueda definirse de antemano. Además, siempre se tratará de espacios relacionados entre sí, comunicados, pues habrá solidaridades, participaciones y eficacias posibles en determinados espacios, pero donde otras serán imposibles.

Ensanchando el terreno de lo posible

«Lo real no nos basta. Nos sostiene, nos impulsa, nos limita, nos da alas, pero no nos basta. La inteligencia inventa sin parar posibilidades reales, que no son fantasías, sino ampliaciones que la realidad admite cuando la integramos en nuestros proyectos. El mar, gran obstáculo, puede convertirse en medio de comunicación. Y el ligero aire puede soportar nuestro peso y nosotros volar. El agua del río puede convertirse en luz y la imponente montaña en catedral. La realidad entera queda en suspenso esperando que el ser humano acabe de darla a luz» (Marina).

El actual énfasis en lo personal, el ansia de reconocimiento, la exigencia de controlar nuestro destino, son posibilidades reales para los movimientos sociales mediante las cuales estos pueden ensanchar la realidad existente. Se trata de valores ampliamente sentidos, impulsores de cambios de vida, que permanecen contenidos por la férula del orden social dominante, que los pervierte: de modo que la búsqueda de identidad se convierte en hedonista autoexaltación, la demanda de reconocimiento en rechazo de lo diferente, los retos del riesgo y la complejidad en delegación y retraimiento a la esfera privada.

No existen recetas para combatir esta perversión de las posibilidades contenidas en la realidad. No existen garantías de que podamos lograrlo. Nuestra única posibilidad es intentarlo. Esa es, además, nuestra única obligación.

Movimientos en acción

Hace ya mucho tiempo escribió Garaudy que en el principio de toda acción revolucionaria hay un acto de fe: «la certeza de que el mundo puede transformarse, la de que el hombre tiene el poder de crear de nuevo y la de que nosotros somos responsables personalmente de tales cambios».

Así es. Decidir hacer es la única manera de empezar a transformar la realidad. Esto depende de cuál sea nuestra postura ante esa misma realidad. Anthony Giddens distingue cuatro posibles tipos de «reacciones adaptativas» en relación con las condiciones de civilización de la modernidad tardía:

  1. La aceptación pragmática o, en otros términos, el simple «sobrevivir».
  2. El optimismo sostenido, es decir, la persistencia de la fe en el progreso, fundada básicamente en la capacidad científico-técnica de las sociedades modernas.
  3. El pesimismo cínico, una suerte de «supervivencia hastiada» o «irónica».
  4. El compromiso radical, o la actitud de contestación práctica contra lo que se percibe como riesgos para la vida. Quienes adoptan esta postura confían en las posibilidades de evitar o, cuando menos, de reducir el impacto de las amenazas para la vida. «Esta es una postura optimista, pero que a su vez va estrechamente ligada a la acción contestataria en lugar de a la fe en el análisis y la discusión racional. Su principal vehículo es el movimiento social».

El compromiso radical no es irracional, pero no depende en primera instancia del análisis y de la discusión racionales, sino de la misma acción transformadora. Decidimos hacer porque creemos que es posible hacer, y lo hacemos de manera organizada, con otras personas.

¿Cómo puede hacerse algo así? Me parece sugerente el planteamiento de Villasante, reflexionando sobre los mecanismos para construir la acción colectiva.

En su opinión, cada conjunto de acción es una aventura, un suceso de nuestra historia colectiva que muestra una de las formas posibles de relacionarse, de comunicarse, de hacer algo. Es lo que el socio-análisis llama un analizador histórico, es decir, algún suceso destacado, vivido y recordado, que puede marcar nuestro aprendizaje colectivo. Ejemplos internacionales pueden ser Mayo del 68, o la caída del Muro de Berlín o la Guerra del Golfo; en cada localidad serán muy diferentes: una manifestación reivindicativa, unas fiestas muy sonadas, la remodelación de un barrio, etc. «Algo que haya afectado colectivamente a las redes sociales en su vida cotidiana».

La construcción de la acción colectiva supone transmutar determinados acontecimientos en «analizadores históricos», en ocasión para el desarrollo de modelos de pedagogía de la acción que ayuden a los protagonistas de tales acontecimientos a convertir la acción puntual, que en sí misma se reducirá a convertirse en grato recuerdo compartido, en oportunidad para el aprendizaje de habilidades movilizadoras. Los acontecimientos vividos colectivamente dejan de ser sólo motivos para la evocación del pasado y se transforman en ejemplos para el futuro. Se pasa así de la anécdota al modelo. El análisis de esos acontecimientos que permitieron la movilización colectiva nos va a permitir plantear una «campaña» en torno a un nuevo «núcleo temático» para la acción.

Es en base a la reflexión colectiva sobre esos acontecimientos convertidos en «analizadores históricos» como los participantes en un movimiento social aprenden a manejar la «caja de herramientas» de la movilización descubriendo que, si bien no existe un recetario para la misma, es posible señalar algunas claves más o menos estables para plantearla e impulsarla. Haciendo, vamos conociendo qué es lo que funciona y qué no. Pero sin rigideces, reivindicando siempre esa imaginación sociológica defendida con empeño por ese gran investigador social que fue Wright Mills.

Así pues, decidamos hacer. No es una invitación voluntarista, puesto que no pretende hacer surgir la acción colectiva de la nada, sino de otras experiencias previas de acción colectiva, de experiencias que, a primera vista, pueden parecernos absolutamente al margen de los grandes problemas políticos, económicos o sociales. Citando a Eduardo Galeano: «Son cosas chiquitas. No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Babá. Pero quizá desencadenen la alegría de hacer, y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable».

Proponer utopías realizables

El objetivo de estas acciones colectivas, de estas campañas, no es otro que el de desencadenar la alegría de hacer y traducirla en actos. Es decir, se trata de animar a la acción. Giddens propone crear modelos de realismo utópico, desde la convicción de que «los caminos para el deseado cambio social tendrán poco impacto práctico si no están conectados a las posibilidades inmanentes institucionales». Ya hemos hecho referencia a esta cuestión cuando hemos reflexionado sobre lo inédito viable contenido en la realidad.

Aún estamos muy lejos de tales propuestas, como lo demuestra el intento de Riechmann de proponer programas alternativos de alcance medio, pero el intento tiene valor por sí mismo: ofrece una propuesta concreta a partir de la cual trabajar, señalando un objetivo central, un plan sectorial de transformación profunda de la sociedad, y unos actores de la acción colectiva. Como él mismo dice, no basta con la mera resistencia, tenemos que decir cómo queremos vivir, y cómo creemos que es posible pasar de la situación actual a la que deseamos. Se trata de propuestas con muy diversos grados de concreción, pero que pueden servirnos para comprender la importancia de ir adoptando una estrategia propositiva. Es esta una tarea más complicada que la simple resistencia, ante la que las posturas en el seno de los diversos movimientos son diversas y hasta enfrentadas.

Desobedecer

En uno de sus ensayos, escribió Erich Fromm: «La historia humana comenzó con un acto de desobediencia, y no es improbable que termine por un acto de obediencia». En muchas ocasiones, la acción de los movimientos sociales no será posible si no es a partir de un acto de desobediencia. En muchas ocasiones, para abrir espacios a la participación hay que empezar por negarse a participar en lo existente. De ahí el valor intrínseco de la desobediencia civil, por más que en algunos casos pueda legítimamente ser cuestionada. La negativa a colaborar con la conscripción o con los gastos militares no es un simple rechazo de lo existente, sino una llamada pública y colectiva a trabajar por su transformación. De ahí el reto de toda propuesta de desobediencia: pasar de la elección personal a la elección social, de la postura individual a la acción colectiva.

Y no podemos olvidar tampoco el importantísimo valor pedagógico, socializador, de la desobediencia civil. Su llamamiento a cada ciudadano y cada ciudadana a tomar sobre sí la responsabilidad de sacar adelante su proyecto de sociedad es la principal vacuna contra esa apatía moral que en su extremo puede llegar a configurar esa personalidad aberrante que Bilbeny ha denominado el idiota moral, protagonista de tantos y tantos ejemplos de ese pecado capital del siglo XX, de ese mal característico de nuestro siglo, que es el asesinato de masas o el exterminio metódico. Apatía moral que no sólo es propia de regímenes autoritarios, sino que también se extiende en las sociedades democráticas.

Construir seguridades alternativas

¿Qué es lo que hace tan difícil cambiar, incluso después de pensar que el cambio es posible, incluso tras experimentar que es posible la movilización colectiva o contar con un proyecto factible de transformación? Creo que el impedimento fundamental es el miedo a la inseguridad.

Recordemos lo que hemos visto en la tercera parte de este trabajo. El mundo conocido es un mundo relativamente controlable. Aunque no sea nuestro mundo ideal, incluso en el caso de que no nos vaya demasiado bien en él, sabemos lo que podemos esperar y lo que no. Nos ofrece seguridad.

Una determinada situación social conseguirá ser reconocida como legítima cuando durante un tiempo mantenga el orden, lo que significa ante todo ofrecer una seguridad de orden. Esta seguridad de orden existe cuando las personas que participan en esa situación social tienen certeza de lo que pueden y deben hacer, certeza de que todos cumplirán con las «reglas del juego», de que se sancionarán las infracciones de estas reglas, y cuando pueden prever de antemano lo que hay que hacer para obtener una gratificación. El orden tranquiliza, aporta seguridad. El desorden cansa y acaba por ser percibido como una amenaza. Lo predecible (el pájaro en mano, lo malo conocido) cuenta con nuestro consentimiento.

Alcanzado ese grado de seguridad los individuos, incluso los peor situados, comienzan por invertir intereses en el orden establecido. O sea, intentarán obtener una capacitación adecuada para un buen lugar de trabajo, que les asegure cierto ingreso, buscarán una vivienda y la confianza de sus superiores y, por lo demás, evitarán comprometerse. Todo esto exige innumerables pequeñas acciones cotidianas que nos van vinculando al orden establecido, pequeñas acciones que, si bien no suponen un apoyo activo al orden, sus consecuencias son grandes: «como nadie gusta perder sus inversiones, todos estarán interesados en mantener un orden social en el cual invirtieron esas acciones. Es lo que se denomina valor de inversión del orden vigente. Que la inversión sea grande o pequeña nada dice sobre su valor subjetivo. Lo decisivo es que las pequeñas inversiones cotidianas se compenetren con las condiciones establecidas. De ahí, que los proyectos de nuevos órdenes mejores convenzan tan difícilmente. Todo proyecto de cambio radical es un llamado a poner en juego el valor de inversión del orden vigente. Frente a tal exigencia incluso los más desposeídos descubren de pronto «nuestro orden» y quieren defender «nuestro estado» (Lechner).

El cambio implica inseguridad o, cuando menos, abandonar la seguridad de lo existente. Proponer una iniciativa de transformación social exclusivamente en términos de apuesta difícilmente nos permitirá llegar a colectivos sociales amplios. Son pocas las personas capaces de arriesgarlo todo (ni siquiera de arriesgar mucho).

Cada vez estoy más convencido de que no es posible promover compromisos fuertes en favor de la transformación si no somos capaces de construir seguridades alternativas capaces de convertirse en colchones de solidaridad que protejan el compromiso.

Recurriendo a un fácil juego de palabras, los movimientos sociales deben constituir «redes», pero no sólo en el sentido de articular relaciones entre sí formando plataformas amplias, sino también en el sentido de tejer entramados de solidaridad que hagan posible las tomas de postura fuertes. Un ejemplo de lo que quiero decir son las tradicionales y hoy en desuso cajas de resistencia de los sindicatos, destinadas a mantener solidariamente en el tiempo huelgas otras luchas obreras.

¿Hubiera sido posible la lucha de los insumisos sin el amplísimo colchón de solidaridad con que cuenta? Desgraciadamente, apenas si contamos con algún ejemplo más de esta solidaridad alternativa. Y el hecho es que, sin la misma, en la práctica muchos de los llamamientos y muchas de las propuestas de los movimientos sociales se ven reducidas a puros llamamientos al heroísmo.
Sólo este tipo de compromisos colectivos prácticos conformadores de seguridades alternativas harán creíbles muchos de los proyectos de los movimientos sociales.

Celebrar la práctica

En 1969, Harvey Cox reflexionaba en torno a la brecha existente entre quienes pretenden cambiar el mundo y quienes se dedican a cantar la alegría de vivir. En su opinión, «los radicales serían más eficaces si, de vez en cuando, se permitieran vivir -aunque sólo fuera ocasionalmente- como si todos los objetivos por los que luchan hubieran sido totalmente alcanzados». Celebración que desata la fantasía, que actualiza y comunitariza los proyectos, que confirma los vínculos, que valora los logros parciales, que relativiza los obstáculos, que anticipa el futuro; celebración que establece un hiato en la historia, que distingue y relaciona esferas vitales. Celebración festiva, explosión de alegría y de amor, fiesta de locos. ¿No es esta una de las señas de identidad de las movilizaciones de los movimientos sociales?

Esta es, además, la mejor vacuna contra la tentación represiva y el falso atajo de la violencia. El peligro de todo anhelar fervorosamente el futuro es que fácilmente puede convertirse en sentimiento de desprecio por el pasado y de odio por el presente, nos advierte Cox. No es posible, no es humanamente posible, soportar un compromiso transformador que radicaliza hasta tal punto sus objetivos que todo lo fía a un futuro totalmente distinto del presente, cayendo en el «todo o nada».

En una sugerente argumentación, Ernest Gellner considera que el fracaso histórico del marxismo estriba en su carácter de religión secular que pretendió, no tanto la eliminación formal de lo trascendente de la religión, sino la sobresacralzación de lo inmanente: «Al sacralizar todos los aspectos de la vida social, especialmente el trabajo y la vida económica, el marxismo privó a los hombres de una guarida en la que refugiarse durante los periodos de escaso entusiasmo y celo disminuido. Periodos así son inevitables, puesto que hay muy pocos individuos, y posiblemente ninguna colectividad, que puedan permanecer indefinidamente en un estado de gran exaltación … De modo que quizá el fracaso de la primera religión secular de la historia se explique no tanto porque privó al hombre de lo trascendente, sino porque le privó de lo profano. El marxismo pretendía liberar al hombre de la religión, que le obligaba a ver su vida a través de los prismas distorsionadores de una ideología fantástica. Al forzarle a conceder a la realidad concreta su peso e importancia absolutos, terminó haciendo esa realidad intolerable … Al sacralizar este mundo, y sobre todo sus aspectos más mundanos, privó a los hombres de ese contraste necesario entre lo elevado y lo terreno, y de la posibilidad de escaparse a lo terreno cuando lo elevado se encuentra en animación suspendida. El mundo no puede soportar el peso de tanta santidad».

Los movimientos sociales deben ser capaces de diferenciar con claridad los diversos planos de su acción, a la vez anticipadora de futuro y constructora de presente, con el fin de no caer ni en la sacralización de su práctica (pretendiendo así superar por elevación la dureza de la realidad y la precariedad de nuestras conquistas, que siempre desmerecerán de nuestros ideales) ni en el desprecio de la misma.

Los movimientos sociales como potencia débil

Hemos partido en esta reflexión de destacar la dimensión cultural de los movimientos sociales. Pero los movimientos sociales no son, ya lo hemos dicho, meros movimientos culturales, sino que están orientados a la acción transformadora. Cuando llegamos al final de este trabajo, advertimos que, si no se reducen a su dimensión cultural, tampoco lo hacen a su dimensión transformadora.

La eficacia de los movimientos no puede medirse solamente por sus éxitos políticos, por los debates sociales que ha logrado generar, por su penetración en los medios de comunicación o por los cambios legislativos que ha impulsado.

Los movimientos presentan fases de latencia y fases de visibilidad. La visibilidad supone la emergencia de los movimientos a través de acciones, luchas, campañas, organizaciones, plataformas, etc. La fase de latencia es un periodo de vida sumergida que permite experimentar nuevos modelos culturales, recomponer las redes de reclutamiento, evaluar lo realizado, pulir la identidad. Ambas fases están íntimamente relacionadas: «La latencia hace posible la acción visible porque proporciona los recursos de solidaridad que necesita y produce el marco cultural dentro del cual surge la movilización. Esta última a su vez refuerza las redes sumergidas y la solidaridad entre sus miembros, crea nuevos grupos y recluta nuevos militantes atraídos por la acción pública del movimiento que pasan a formar parte de dichas redes. Asimismo, la movilización favorece también la institucionalización de elementos marginales del movimiento y de nuevas élites que han sido formadas en sus áreas» (Melucci).

Es por ello que los movimientos sociales pueden ser considerados como una potencia débil.

Alberto Melucci ha denominado a los movimientos sociales en las sociedades desarrolladas como nómadas del presente (nomads of the present): no están guiados por una visión de un orden futuro totalmente abarcadora, sino que están orientados hacia el presente, de modo que sus objetivos son temporales y reemplazables; es por ello, también, que la participación misma es ya un objetivo.

De ahí la dificultad para juzgar el éxito o el fracaso de estos movimientos. Aunque planteen reivindicaciones concretas, en ocasiones muy concretas (eso del «actuar localmente»), ninguno de ellos se reduce a esas reivindicaciones concretas. No son movimientos lineales, sino movimientos fluidos, que plantean cambios en la forma de percibir la realidad y los valores, existiendo por ello más allá de la acción organizada.

Junto a las dimensiones cultural y práxica, hallamos en los movimientos sociales una tercera dimensión: la dimensión identitaria. Los movimientos sociales son escenarios para la construcción de imaginarios de identidad o, mejor, siguiendo a Villasante, de imaginarios de identificación.

La diferencia entre «identidad» o «identificación» es importante. El énfasis por la identidad tiende a afirmar de manera esencialista la propia verdad, y por lo mismo hace difícil la colaboración para la construcción colectiva de «imaginarios marco» y de plataformas amplias. En cambio, el planteamiento de las «identificaciones» abre más posibilidades de encuentro en torno a «imaginarios motores» que dan lugar a la constitución de movimientos y plataformas amplios y plurales.

Los movimientos sociales consisten normalmente en redes invisibles de pequeños grupos sumergidos en la vida cotidiana, manifestándose sólo con relativa frecuencia como fenómenos públicos. Los movimientos son sólo participantes a tiempo parcial en el dominio público precisamente porque practican nuevas modalidades de vida cotidiana. En este sentido, se trata de movimientos «débiles», muy alejados de las estructuras de organización y militancia propias del movimiento obrero clásico.

Como señala Capella, la idea de militancia, la de militar en una organización, tiene una clara procedencia militar. Esto es lo que hace que el concepto tradicional de «militancia» lleve aparejados otros, como son la disciplina, autoimpuesta o impuesta desde fuera, la unidad, la jerarquía, la obediencia, el sacrificio y la entrega, la adhesión fideista, etc. Esta concepción «fuerte» del compromiso explica la existencia de una suerte de rigorismo de izquierdas que ha sospechado de todo lo que sonara a individualidad, a disfrute, a goce, a ironía. La izquierda ha descuidado en demasiadas ocasiones a la persona individual, concreta, con sus necesidades (no sólo económicas), sus afectos, sus debilidades, sus anhelos.

Frente a esta concepción tradicional, pero también alejado del simple adherido o votante, Capella propone el modelo del trabajador voluntario: «Se concibe a sí mismo como un asociado entre iguales, que pone en común con los demás trabajo no pagado. El destinatario del producto de su trabajo es la sociedad, y por esto su actividad es pública aunque no estatal. Su actitud es la de un operario: no la de un soldado. No se siente autorizado a exigir el sacrificio de otros, sino a lo sumo el suyo. Trata de emprender modos de vida emancipatorios sin aplazarlos para después de la revolución. No se ocupa necesariamente de los aspectos más políticos de la emancipación social, sino también de transformaciones cotidianas necesarias y de aspectos extrapolíticos de las relaciones sociales. Se solidariza con personas, y no sólo con las ideas de las personas. No actúa sobre la base de creencias si puede evitarlo, sino sobre la base de conocimientos. Considera el proyecto ideal susceptible de rectificación en razón de la práctica misma, y explora autónomamente la realización de esa idealidad compartida. No establece una jerarquía de valores entre el fin y los medios. Busca adquirir consciencia de especie; no sólo consciencia de clase o de otro tipo de grupo social particular».

Podemos hablar, en este sentido, de los movimientos sociales como de comunidades emocionales, que son efímeras, locales, poco organizadas, pero con un profundo fondo de valores que garantiza su continuidad (Maffesoli).

Los movimientos sociales se asientan sobre persistentes subculturas activistas, capaces de mantener las tradiciones cognitivas necesarias para revitalizar el activismo que sigue a un periodo de inactividad del movimiento. Estas subculturas funcionan como reservas de elementos culturales de los que generaciones sucesivas de activistas pueden echar mano para forjar movimientos ideológicamente similares, aunque separados por el tiempo o el espacio (McAdam).

En esto consiste la potencia de los movimientos, que constituyen una fuerza permanente que sólo en ocasiones emerge frente al poder, común a las diversas formas de acción colectiva, y que permite comprender lo que Maffesoli llama el perdurar societal,la enorme capacidad de resistencia de las masas:
Esta capacidad no es forzosamente consciente: está incorporada; mineral en cierto modo, sobrevive a las peripecias políticas. Yo me aventuraría incluso a decir que existe en el pueblo un «saber de fuente segura» o una «dirección asegurada», a la manera heideggeriana, que hacen de él una entidad natural que supera con creces sus diversas modulaciones históricas o sociales. Es ésta una entidad un tanto mística; pero sólo de esta manera nos puede permitir explicar el hecho de que, a pesar y a través de las carnicerías y las guerras, de las migraciones y las desapariciones, de los esplendores y las decadencias, el animal humano siga prosperando.

En opinión de Gorz, hoy la sociedad no existe realmente allí donde proclama institucionalmente su existencia, sino en los intersticios del sistema, allí donde se elaboran nuevas relaciones y nuevas solidaridades, donde se crean nuevos espacios públicos; «no existe más que allí donde los individuos asumen la autonomía a la que la desintegración de los vínculos tradicionales y la quiebra de las interpretaciones transmitidas les condenan, y donde se dan como tarea inventar, partiendo de ellos mismos, unos valores, unos fines y unas relaciones sociales que puedan convertirse en los gérmenes de una sociedad por venir». Lo importante, en su opinión, no es ya tanto lo que sucede en la parte delantera de la escena social, sino lo que está ocurriendo en los resquicios y grietas de la realidad social.

Esta combinación de potencia y debilidad, esta caracterización de los movimientos sociales como potencia débil, no debe confundirse con fragilidad, y mucho menos con inconsistencia. Es bien sabido que la fortaleza es engañosa. Quien practique la escalada conoce la diferencia entre las cuerdas estáticas y las cuerdas dinámicas. En general, las primeras resisten más peso, pero se rompen más fácilmente en caso de una caída; las dinámicas, cuerdas con un cierto grado de elasticidad, resisten menos peso, pero absorben las caídas con menos riesgo de rotura. Con otras palabras: las cuerdas estáticas son aparentemente más resistentes, pero esto es cierto sólo en situaciones de normalidad; en situaciones de crisis (de caída), se rompen con más facilidad.

Pues algo de esto ocurre con los movimientos sociales en las sociedades industrializadas de occidente: aparentemente más débiles que los fenómenos de acción colectiva clásicos, sin embargo están mejor preparados para resistir en situaciones de crisis. Hoy, la propuesta emancipatoria avanza más segura encordada a la potencia débil de los movimientos sociales que al poder aparentemente más fuerte de las organizaciones clásicas. ¿Mañana? Ya veremos…

Bibliografia

Para ampliar los contenidos de la ponencia, lo mismo que para acercarse a las referencias bibliográficas citadas, ver: Imanol Zubero, Movimientos sociales y alternativas de sociedad, Ed. Hoac, Madrid 1996.

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