El sistema democrático es el más extendido por todo el planeta, pero plantea en la actualidad, en el mundo desarrollado, serias preguntas que ponen en cuestión la idoneidad del modelo para cubrir las exigencias de representatividad de la ciudadanía y para lograr la cohesión social. Y es que, vistas desde nuestra perspectiva, las realizaciones de la democracia son en verdad muy insuficientes.
Antes de esbozar la problemática que viven las democracias de fines del s.XX, es indispensable empezar por señalar que cuando hablamos de democracia, generalmente utilizamos como punto de referencia un modelo que es el de la democracia liberal representativa que indudablemente ha supuesto, y supone en muchos casos, un avance político importante en la historia de la humanidad, pero que hoy tiene puntos débiles que producen importantes déficits democráticos.
Así, nos estamos refiriendo a un sistema de organización de la convivencia y del control del poder que significa básicamente la participación de la ciudadanía en la estructuración del poder a través de elecciones periódicas, la división de poderes y la subordinación de todos ellos así como de todos los ciudadanos a un orden jurídico-positivo, y el reconocimiento y garantía de los distintos tipos de derechos y libertades. Asimismo, pensamos en un sistema en el cual los ciudadanos tienen derecho a hacerse oír por quienes les gobiernan, gozando así de ciertas posibilidades de control y corrección de la actuación de los poderes públicos a través de la opinión pública.
Estamos viviendo una profunda crisis del modelo de la democracia representativa. Esta crisis se percibe en diferentes ámbitos:
La ciudadanía se siente progresivamente alejada de los políticos y de la política, considerada cada vez más como propiedad-monopolio de una elite que hace de la política una profesión distanciada de la realidad y busca la defensa corporativa de sus intereses, desfigurándose, por otra parte, la consecución del bien común.
La única política posible parece ser la de la lógica que el sistema económico proporciona. La eficacia se mide por los votos alcanzados, y toda actuación acaba convirtiéndose en política electoral: ya no se concibe como proyecto sino como programa y planificación a corto plazo. Además, el economicismo hace que la política se conecte a cuestiones relativas a la economía, especialmente a cuestiones técnicas, que quedan lejos de la ciudadanía. Sólo entienden de ellas los tecnócratas, los expertos: las elites, en definitiva, piensan por el pueblo en una especie de despotismo tecnocratizador que tiene mucha similitud con el despotismo ilustrado; hoy, como antaño, se continúa gobernando para el pueblo pero sin el pueblo. Además, esta colonización de la vida política por la economía ha hecho que el estatuto del consumidor se haya afirmado sobre el del ciudadano, lo que ha supuesto la mercantilización de la vida política. En estas circunstancias, el mercado gobierna y el gobierno gestiona.
Vivimos inmersos en un proceso de deserción ciudadana. Bajos niveles de información e implicación; escasa identificación con los partidos políticos, altas tasas de abstención… todo lo cual parece corresponderse más con una cultura política de súbditos que de ciudadanos responsables y participativos. La desmotivación en la participación política es un hecho que se pone de manifiesto en las consultas electorales, de forma que se ha podido decir que la crisis que recorre las viejas democracias es una crisis de inobservancia.
La democratización del estado liberal así como el sistema de partidos han conducido, paradójicamente, a la posibilidad de una recuperada concentración de poderes en manos del partido o de la coalición gobernante, que desvirtúa la independencia orgánica del Parlamento respecto del Gobierno, y puede hacer tanto o más presidencialistas los sistemas denominados parlamentarios que los nominalmente presidencialistas.
Así, se ha desdibujado la división de poderes, garantía de la democracia, produciéndose una acentuación del poder del Ejecutivo, verdadero motor del estado, y una progresiva autonomización de la burocracia. La tendencia es ir hacia Gobiernos fuertes, favorecidos por la existencia de normas constitucionales y legales, como las mociones de censura constructiva, las cuestiones de confianza fáciles de ganar por los Gobiernos, leyes electorales que potencian las formaciones políticas más importantes o el bipartidismo, todo lo cual lleva a una concentración de poder. De esta manera la estabilidad de los Gobiernos se transforma en un fin en sí mismo en vez de serlo el servir al pueblo. Se gana así en eficacia, pero a costa de un cierto estatismo autoritario. Además, se ha de tener en cuenta que el Ejecutivo es más difícil de controlar y más fácilmente permeable a la presión de los grupos de interés, especialmente económicos, por lo que se ha podido hablar de privatización del estado en el sentido que la gran empresa ha penetrado en el poder político del Estado-Nación.
El Parlamento, en teoría expresión de la soberanía popular, se ha transformado en realidad en una caja de resonancia de decisiones tomadas en otro lugar. Asimismo, ha visto mermadas también sus facultades reales de control del Ejecutivo.
Nuestras democracias son partitocracias o democracias de partidos. Estos, cada vez más centralizados y burocratizados, se han convertido en instrumentos destinados a crear consenso alrededor del programa de una elite, y han perdido buena parte de sus funciones de socialización política. Los partidos políticos en realidad filtran la voluntad ciudadana y contribuyen a ciertas formas de alienación política. La vida política a menudo no es el reflejo de los conflictos sociales sino de los conflictos entre las elites dirigentes, que van distanciándose de las bases y de las necesidades reales de la población. Y en realidad cada vez hay menos coincidencia entre legitimación popular y legitimación representativa.
Se produce una desparlamentarización de la vida política y su sustitución por la representación de intereses y las negociaciones sectoriales. Así se fijan, por ej., aspectos clave de la política económica por parte de las organizaciones empresariales, sindicales y representantes del gobierno. Ello lleva a la toma de decisiones políticas utilizando una vía procedimental ajena a los mecanismos parlamentarios de la democracia clásica y, por tanto, ajena también a los mecanismos tradicionales de control democrático, llevados a cabo en sede parlamentaria.
Asimismo, estas prácticas de negociación y concertación tienen como consecuencia verdaderos monopolios en la representación de intereses, al ser preferidas unas organizaciones a otras. Por otra parte, el interés general no se ve como bien común, sino como interés particular, de grupo.
Todo ello conlleva el progresivo paso de una representación política a una representación de intereses y al ascenso del neocorporativismo, con la consiguiente dificultad para tener una visión global de los problemas. En estas condiciones, se favorece la insolidaridad global y quien sale perdiendo siempre es el más débil.
Ante la pluralidad de intereses y demandas, el Gobierno-Administración ve dificultada su capacidad de respuesta. Además, cada grupo considera irrenunciables las suyas y no establece ningún tipo de prelación. Los deseos se confunden así con las necesidades. El Estado queda entonces desbordado, y ello conlleva una pérdida de legitimación.
Las relaciones e interacciones entre estado y sociedad civil han ido evolucionando a lo largo de la historia del estado moderno. Éste se ha ido configurando como el gran expropiador del poder, que ha ido concentrando y asumiendo en él cada vez más funciones, acentuándose este proceso incluso en el estado liberal, momento en el que desaparecen los cuerpos intermedios. El estado expropia a los grupos sociales, a los individuos, a las entidades territoriales. Este proceso llega a su culminación con el Estado del Bienestar.Pero en la actualidad se está invirtiendo este proceso expropiador del poder, porque parte del poder del estado vuelve a ser asumido por los individuos y los grupos y organizaciones. Y por ello podemos concluir que asistimos a un nuevo retorno de la sociedad civil, que muestra así su potencial. El estado se ve invadido por grupos o entidades que mediatizan su libertad de acción y de decisión.
Pero ¿qué sociedad civil está ganando terreno? Porque este proceso se puede hacer acentuando el protagonismo mercantil, que tiene su propia lógica (sectores procedentes de la empresa), o bien a través de los MS, ONG, Movimientos ciudadanos…, es decir, a través de sectores que representan a los ciudadanos de una manera diferente a como lo hacen los partidos políticos clásicos, y que son otra forma de participación democrática.
Hay que tener en cuenta que las sociedades de los países desarrollados son muy plurales y diversificadas, integradas por asociaciones, corporaciones, grupos de presión, MS… que se estructuran alrededor de intereses muy diversos, velando por ellos. Ello provoca fragmentación social y solidaridad entre los miembros de cada colectivo, pero también insolidaridad intergrupal, así como una pérdida de la perspectiva global: el bien común se ve como un interés particular, de grupo. De esta manera, el corporativismo penetra en el tejido social, y el más débil siempre sale perdiendo. Por tanto, no hay que caer en la ingenuidad de alabar sin más a una sociedad civil transparente y eficaz, en contraposición a un estado burocrático e ineficaz. La sociedad civil es también el reino de lo particular, del egoísmo, de la insolidaridad centrada
La formación histórica del Estado a través de un largo proceso de concentración del poder político culminó con el monopolio y la racionalización de las potestades públicas, y con la centralización de la producción del Derecho. Pero hoy, a pesar del crecimiento imparable del aparato estatal y de la ampliación de sus campos de actuación, el estado se encuentra a la hora de actuar cada vez más condicionado. Acabamos de ver como los poderes del estado se encuentran limitados por la compleja actuación de la sociedad civil; vamos ahora también a dejar constancia de la limitación e incluso superación del estado como consecuencia del proceso acelerado de interdependencia y transnacionalización de la vida económica, cultural y social que se ha producido en las últimas décadas, y que hace que principios y categorías sobre los que se asentaba la organización y el ejercicio del poder político, no puedan ser consideradas plenamente vigentes en la actualidad.
Las grandes transformaciones tecnoeconómicas y en la información han incidido en las relaciones de poder, que han sufrido también un profundo cambio, haciendo entrar en crisis al Estado-Nación como entidad soberana. Y hay que tener en cuenta que la democracia política se basa en la idea de estado soberano, de ahí que ello haga entrar en crisis al propio modelo de democracia, puesto que el desdibujamiento de las fronteras de la soberanía conduce a una incerteza en el proceso de delegación de la voluntad del pueblo. En realidad, lo que nos está pasando es que «el estado se ha hecho demasiado grande para las cosas pequeñas y demasiado pequeño para las cosas grandes» (D. Bell).
Ciertamente, pensemos en los grandes problemas de supervivencia (ecología, paz…) que escapan al dominio de los estados, mientras que otros agentes aparecen como sus portavoces (por ej., los Movimientos Sociales), produciéndose así una desestatalización de las relaciones internacionales; muchos entes subestatales (ONG, instituciones privadas, etc.) se han convertido de esta suerte en auténticos actores de la vida internacional por su capacidad de participación en los eventos internacionales.
Por otra parte, y como efecto de la mundialización de la economía y de las tecnologías de la información, el Estado-Nación ha quedado pequeño para solucionar muchos de los problemas que tenemos planteados y se muestra demasiado pequeño y rígido para poder controlar los flujos globales de poder y de dinero (M. Castells). La globalización de la economía pone en cuestión el concepto mismo de economía nacional y el modelo Keynesiano que se sustenta en el marco estatal. Ahí está una de las más importantes causas de la quiebra del Estado del Bienestar. Hoy los estados no son ya soberanos para determinar las políticas sociales y económicas y se muestran incapaces no sólo de controlar los flujos financieros, verdaderas fuentes de poder, sino también los flujos de información, o la economía criminal y el terrorismo internacional.
Ante esta situación, estamos asistiendo a un doble proceso. Por un lado el estado en muchas ocasiones busca la integración económica y política en organizaciones internacionales, como la UE, lo que ha comportado la transferencia a estas nuevas instancias supraestatales de competencias que hasta entonces habían sido ejercidas por los estados que, de esta suerte, ya no disponen de un poder absoluto y ejecutivo sobre su territorio. Por otra parte, el estado busca legitimarse acercándose a los ciudadanos y ello comporta la puesta en práctica de formas de descentralización más o menos profundizadas (estados federales, estados regionales, estados de autonomías). Los Gobiernos locales y regionales surgen así como entidades flexibles, arraigadas en su identidad, capaces de negociar una adaptación continua a la geometría variable de los flujos de poder. De otra parte, surgen o resurgen reivindicaciones nacionalistas que utilizan estos poderes descentralizados para afirmarse contra el Estado-Nación existente. De este modo, muchos estados van siendo deslegitimados por la pluralidad conflictiva de identidades que a veces difícilmente se reconcilian en el marco del Estado-Nación.
En definitiva, se ha producido una división territorial de poderes en una doble dirección: supra-estatal y infra-estatal. Y si los fenómenos transnacionales (globalización, interdependencia) han llevado a replantear la soberanía externa del Estado-Nación, los fenómenos infranacionales (democracia concebida como autogobierno cercano a la ciudadanía, nacionalismo, multiculturalismo) llevan también a repensar la soberanía interna del propio Estado-Nación.
A todo ello hay que añadir que se ha producido una quiebra de la ciudadanía por diferentes motivos:
Hay que tener presente que la economía global es a la vez un sistemaextraordinariamente dinámico y expansivo y un sistema segregante y excluyente de sectores sociales, segmentos de países y grupos de personas. En realidad, se trata de un sistema en el cual la creación de valor y el consumo se concentra en unos segmentos conectados a escala mundial, mientras que con relación a otros amplios sectores de la población (a veces países enteros) se produce una transición de la anterior situación de explotación a una nueva de irrelevancia estructural desde la lógica del sistema (M. Castells).
En consecuencia, el proceso de dualización social se va consolidando en las sociedades desarrolladas, donde se produce una segmentación del mercado de trabajo, polarización social en las ocupaciones, en la educación, en la desigualdad, en las retribuciones, en los ingresos… Ello conlleva que ante la crisis económica se tienda a dar respuestas de exclusión social, en vez de inclusión.
Así, la pobreza y la desigualdad se sigue manteniendo en un sector importante de la población, e incluso aumenta con las llamadas nuevas pobrezas. Todo ello incide directamente en la negación de facto del principio de igualdad, de los derechos humanos básicos y de la posibilidad de poder tener un nivel de vida digna. La pobreza se transforma de esta manera en una dura interpelación al sistema democrático, y la exclusión social se traduce en una quiebra del principio democrático de ciudadanía.
En realidad la participación electoral se limita a menudo a legitimar un sistema que, de hecho, es una especie de «democracia censitaria», porque prácticamente sólo vota la mayoría solvente económicamente, o la más integrada en los patrones mayoritarios, es decir, la mayoría satisfecha (J.K. Galbraith).
El sistema cultural gira alrededor de la calidad de vida y del bienestar, y hay una creciente dificultad para introducir perspectivas globalmente solidarias. El propio interés prima sobre la participación en actividades de transformación social y servicio colectivo.
De hecho, la cultura del Estado del Bienestar se basa en un paradigma marcadamente individualista y economicista, que potencia el hedonismo narcisista, la competitividad, el culto a la riqueza, al éxito y a las apariencias, y tiende a mantener a los individuos en su papel de masa separada de la minoría privilegiada.
La sociedad se encuentra alienada por el consumo, que se ha convertido en un hecho cultural y genera conformismo social, favorecido especialmente por los medios de comunicación. Así, el estilo de vida viene configurado en gran parte por los mensajes televisivos y depende de la integración del individuo en el mercado de trabajo.
Este predominio de valores individualistas (claramente insuficientes y contrarios para conseguir profundizar en la democracia), impide detectar los retos colectivos y hace difícil un proyecto político que limite las aspiraciones egoístas del individuo.
El crecimiento de la vertiente asistencial del estado, como consecuencia de las demandas democráticas, ha llevado a una supeditación de los ciudadanos a los poderes públicos, objeto constante de las demandas sociales. Esto provoca una desincentivación ciudadana, pues todo se espera del estado. Desde esta perspectiva podemos por tanto señalar que estamos instalados en la cultura de la dependencia; somos clientes de la democracia, no constructores de la misma.
Asimismo, el factor corporativo ha entrado en el juego democrático para resolver necesidades particulares. Y los ciudadanos, en vez de llegar a ser libres y maduros, sustituyen el esfuerzo y la iniciativa individual por la sumisión dependiente, transformándose en una especie de súbditos o siervos (J.R. Capella) de un sistema que no es aristocrático, pero que se aleja del ideal de democracia participativa.
Hoy, el poder político se juega en los medios de comunicación social, que se han convertido cada vez más en principio de formalización del ejercicio del poder e influyen mucho en la opinión pública. Condicionan el consenso y las adhesiones y son, en realidad, importantes centros de poder.
No es que la política sólo opere en los medios, pero en las sociedades democráticas el proceso político se decide, esencialmente, en ellos. Eso quiere decir que, ya que nuestras sociedades están cada vez más centradas en la producción, distribución y manipulación de símbolos, el nivel simbólico de la política es más importante que nunca y, por tanto, los mensajes han de generar símbolos capaces de recibir apoyo, centrados en personalidades creíbles, fiables y, si es posible, carismáticas. Hoy no son los programas los que deciden la política, ni sólo una buena gestión es capaz de garantizar el apoyo popular. La política, más que nunca, es comunicación simbólica, expresada conflictualmente en el espacio mediático.
Por otra parte, la información se ha ido convirtiendo cada vez más en adoctrinamiento, y la opinión pública en opinión publicada, con el consiguiente menoscabo de la capacidad crítica del ciudadano.
Todo lo que hemos señalado nos sirve para ilustrar la crisis ante la que se encuentra el modelo de democracia liberal-representativa. En realidad, este modelo fue pensado para situaciones muy diferentes de las actuales y difícilmente puede aportar soluciones apropiadas a los nuevos problemas y expectativas de la sociedad post-industrial.
Lo que realmente ocurre es que la democracia representativa se nos está quedando pequeña. Y si en su momento fue funcional, al responder a aquello que el ciudadano entendía por democracia, hoy, en una sociedad con un alto nivel de información y conocimiento, se nos está mostrando claramente insuficiente. El ciudadano de nuestros días quiere tener voz e incidencia en todo aquello que le afecta y ya no está dispuesto a ser gobernado por un sistema que tiene sólo la cualidad de ser el menos malo (Churchill). Y ello porque entrevé posibilidades mejores, aunque por el momento no sepa aún como materializarlas. Se trata, en definitiva, de repensar creativamente la propia democracia en una línea de profundización democrática. Y en este sentido, hay que tener en cuenta que el concepto de democracia ha ido evolucionando dinámicamente a lo largo de la historia, y nada obsta a que el modelo actual se concrete de otra manera, más de acuerdo a las necesidades de los nuevos tiempos y con lo que se espera de ella.
En el análisis anterior se ha repetido una y otra vez la palabra crisis. Sería bueno concebir la crisis como una encrucijada, como un momento óptimo para resituarse, para optar. Un momento, pues, idóneo para que nos preguntemos por el modelo de democracia y de sociedad que queremos para el s. XXI. Esto es lo que vamos a hacer a continuación, no sin antes poner de manifiesto la necesidad de recuperar la utopía, pero no como quimera, sino una utopía enraizada en la realidad y en las necesidades concretas de nuestro hoy, pues sólo así podrá ser conciencia anticipadora de futuro. La utopía de lo inédito viable (Freire), porque en germen ya se encuentra en el presente su posibilidad de realización y hay que ayudar a que emerja y sea así fuente de historia y de transformación social. Y es importante que, reñidos con la ideología de lo inevitable, sepamos ver el presente como oportunidad, no como amenaza.
Por otra parte, si nos disponemos a repensar la democracia, deberíamos tener claro un modelo ideal como horizonte adonde dirigirnos. En este sentido, es preciso que concibamos la democracia como algo más que una forma política de gobierno, o que unas reglas de procedimiento o unas reglas de juego o de control del poder. Democracia es también una forma de entender la vida y la organización social que posibilita al ser humano ser realmente persona; un sistema político cuyos miembros se consideran iguales entre sí y disponen de todas las capacidades, recursos e instituciones necesarias para el autogobierno (R.A. Dahl); un sistema de convivencia que permite, por tanto, la más amplia y más segura participación de la mayor parte de la ciudadanía, ya sea de forma directa o indirectamente en las decisiones que interesan a toda la colectividad (N. Bobbio). Asimismo, es importante contemplar la democracia como proceso de democratización progresiva: no hay que verla como punto de llegada, sino como punto de partida, permeable a las nuevas necesidades y retos, y que se mueve según criterios de justicia. En definitiva, debe tratarse de una democracia que pone a la persona como centro de la sociedad.
Y una última precisión: aunque este no sea el objeto de la presente intervención, no deberíamos olvidar que la democracia ha de estar presente en todos los ámbitos de la vida social, y ello significa democracia política, pero también, y muy especialmente, democracia económica, laboral, cultural, social. Sólo así podremos realizar una democracia en profudidad.
Habida cuenta que la apatía de las masas es una verdadera forma de desintegración de la soberanía popular, si queremos una ciudadanía activa y responsable es necesario reflexionar sobre el papel del ciudadano en los nuevos contextos democráticos. Ello obliga a repensar la condición del ciudadano, para lograr que sea un verdadero actor político.
Las sociedades post-capitalistas son, como hemos visto, sociedades complejas, con muchos problemas de difícil resolución. Para abordarlos se precisa una ciudadanía madura y responsable, que actúe en virtud de éticas autónomas. En consecuencia, si hasta hoy la ciudadanía ha sido una ciudadanía pasiva, reivindicadora del derecho a tener derechos frente al estado o en el seno de un estado protector, ello tendría que complementarse con el ejercicio activo de las responsabilidades políticas, económicas y de civilidad, es decir, deberíamos poder combinar los derechos con las responsabilidades o deberes, redistribuidos éstos entre los diversos actores sociales. Es necesario que los ciudadanos se sientan responsables de los problemas comunes de la sociedad y, por tanto, trasciendan sus intereses particulares, marcadamente corporativos. Urge, pues, la solidaridad no sólo administrativa, sino también del conjunto ciudadano. Por otra parte, es preciso fomentar la capacidad de autolimitación y autorregulación: aunque la ley no prohiba alguna actuación, a veces, en atención al bien común, es necesario no actuar. Esta es una de las muchas manifestaciones de la solidaridad.
El concepto de ciudadanía idóneo para estos nuevos tiempos ha de poder unir la racionalidad (universal) de la justicia y sus exigencias, con el sentimiento de pertenencia a una comunidad y su afán de participar en ella. Hay que tener en cuenta que sólo quien se siente reconocido por una comunidad como uno de los suyos y adquiere su propia identidad como miembro de ella, puede sentirse motivado para integrarse y comprometerse activamente con dicha comunidad concreta. Por eso la importancia de crecer en sensibilidad social y en sentirse miembro del colectivo, si queremos romper con el individualismo que nos invade. En realidad, los individuos deberían poder asumir su ciudadanía haciéndose cargo de la injusticia dentro y fuera de la propia comunidad política y cargando con su responsabilidad, para articular, desde ella, y con las mediaciones políticas pertinentes, una práctica solidaria eficaz (J.A. Pérez Tapias). La democracia sólo puede nacer desde un interior humano comprometido con el futuro de la comunidad.
Además, es necesario ampliar la noción clásica de ciudadanía para integrar el pluralismo de las sociedades actuales. Por tanto, la ciudadanía activa y social ha de ser también multicultural. La construcción de la identidad no ha de prescindir de las diferentes culturas que se hallan en el seno de una sociedad, sino integrarlas.
Asimismo, en un mundo global, la idea de ciudadanía ha de exceder al ámbito del Estado-Nación: el marco último de referencia ha de ser una ciudadanía cosmopolita (A. Cortina), transnacional.
Para que la democracia arraigue son necesarios demócratas. Es decir, es preciso vivir unos determinados valores que, profundamente compartidos, generen un consenso activo a su alrededor y favorezcan la participación. Esta es una tarea pre-política, ineludible si queremos edificar una democracia de mayor calidad.
Por ello es muy importante socializarse en valores fundamentales para la democracia como son el pluralismo, el diálogo y la tolerancia y el respeto al otro, huyendo de todo relativismo, pues la asunción de estos valores no se ha de confundir con la renuncia a establecer criterios y preferencias o a comprometerse con determinadas opciones de vida. Asimismo, es importante educar y formar en un espíritu crítico y en el discernimiento, con el fin de fortalecer la conciencia de libertad y autonomía individual ante la multitud de ofertas y estímulos que nos asedian y presionan por todos lados. Así, es preciso crear una cultura democrática crítica frente al acriticismo del modelo capitalista, y recuperar el papel de la cultura como instrumento de cambio y transformación social.
En realidad, lo que hace falta es una verdadera revolución cultural que permita, a través de mecanismos políticos, una transformación en profundidad de las estructuras sociales.
La democratización de la sociedad civil es la premisa necesaria e ineludible para la existencia de un estado democrático y a la vez es el motor de su democratización y viceversa.
Por tanto, es preciso abordar la democratización del estado: de sus aparatos, de sus instituciones que se han de abrir a la sociedad, etc. Es necesaria así una profundización en la descentralización no sólo administrativa sino política a todos los niveles, con el fin de tener estructuras más ágiles, con unos niveles de decisión política más cercanos a los ciudadanos: los meso gobiernos pueden dar mayor satisfacción a sus deseos y necesidades.
Pero por otro lado es necesaria una democratización de la sociedad civil, esta amalgama de grupos y asociaciones diversas a través de las cuales se expresa el pluralismo social. No hay estado democrático sin sociedad civil democrática, como no hay estado justo, sin una sociedad civil justa.
La complejidad y la escala de los problemas han debilitado, e incluso anulado, la efectividad de la acción política tradicional. De ahí que urja explorar nuevas vías. Y para hacer frente a los nuevos retos hace falta ir más allá de los canales clásicos, tradicionales de participación, que se muestran claramente insuficientes para dar satisfacción a las necesidades ciudadanas y como cauce de expresión de la gran pluralidad social existente.
Por tanto, la democracia sólo de voto, aunque es indispensable, en realidad vacía las posibilidades de realización plena de la democracia. Y es que la democracia no se puede reducir a ir a votar. Pensemos que la democracia actual se ha transformado en una tecnocracia, en la que se sustituye la voluntad popular por la del partido elegido. Centrar la democracia en la votación de los representantes es negarle la posibilidad de llegar a ser una democracia más plena, en un sentido más profundo. Se hace necesaria pues una participación que vaya más allá de la votación de representantes cada X años, una participación que implique también participación en la vida social y política, así como en la distribución de la riqueza (democracia social y económica). Una participación, en definitiva, con sensibilidad social.
Por otra parte, hoy más que nunca es necesario ser conscientes que para transformar la realidad no basta con la acción estrictamente política, entendida como actuación de los poderes públicos. Transformar la sociedad es una tarea de todos, una tarea colectiva y, por tanto, no es lícito que los partidos políticos monopolicen la representatividad social, máxime cuando éstos en muchos casos se han ido configurando como realidades autistas con relación a la sociedad.
Además, la complejidad de las sociedades actuales justifica la existencia de diferentes respuestas. En ello consiste asumir el pluralismo. Y los partidos políticos son una manifestación muy importante de este pluralismo, pero hay otros agentes que son también expresión del mismo. La soberanía popular se ha de poder manifestar también por estas otras vías. En este sentido, es necesario encontrar nuevas formas de participación ciudadana que puedan ayudar a elevar la calidad de la democracia y, por tanto, a garantizar una profundización de la misma.
Es necesario potenciar la vida asociativa y participativa, a fin de que ello pueda ayudar a vertebrar la sociedad. Sólo así podrá romperse la insolidaridad global propiciada por el neocorporativismo y habrá posibilidades de actuación según valores solidarios, con sentido social de la convivencia. En realidad, se trata de ir recuperando protagonismo por parte de los individuos y grupos sociales con la finalidad de ir construyendo la democracia desde los niveles inferiores de la sociedad, y así configurar una democracia participativa. Ello debería también equivaler a la recuperación de parcelas de soberanía por parte de los diferentes actores sociales, en la medida que se les retorne la voz. Y eso quiere decir que el estado ha de perder la centralidad en beneficio de la pluralidad de estos actores presentes hoy en la sociedad.
Es así como la sociedad podrá controlar eficazmente el poder político, ejerciendo a modo de contrapoder, y podrá ayudar a impulsar la acción de gobierno. Esto, por otra parte, está muy conectado con la formación de una opinión pública sensibilizada, activa y crítica. Si la sociedad civil abandona su responsabilidad política, fácilmente los poderes pueden extralimitarse. Se puede, pues, concluir que sin un fortalecimiento de la sociedad, no puede haber un fortalecimiento de la democracia.
Habida cuenta que la política se ha privatizado, es necesario buscar la conexión social y política, pues no podemos contar para ello con la ayuda institucional de las estructuras. Y es precisamente en el seno de las asociaciones de todo tipo donde podemos intentar reconstruir los vínculos sociales entre personas concretas y pueden posibilitar el aprendizaje de la solidaridad y vivir la democracia de la cotidianidad, verdadera expresión del poder social de los ciudadanos que, desde el servicio a la colectividad, son capaces de ir más allá de su inmediatez y sus intereses particulares.
Vivir humanamente implica tender hacia una redistribución del poder y de la responsabilidad en los diversos actores sociales, cuestión exigida por el propio pluralismo y complejidad existentes. De ahí que sea necesario ir hacia una redefinición del concepto de poder. Este ha de ser concebido y vivido no sólo desde una perspectiva vertical o jerárquica, sino también desde una perspectiva horizontal i descentralizada, porque la complejidad e interdependencia de los problemas que tenemos planteados hace que no se puedan resolver con una política dirigista. Al contrario, es necesaria la acción coordinada de los diferentes frentes con responsabilidades compartidas.
En eso consiste la gobernabilidad, en esta acción coordinada, complementaria y corresponsable que, partiendo del propio ámbito, se abre a la perspectiva global, de forma que el bien común no quede sólo en manos del estado sino que sea asumido también desde las iniciativas sociales y ciudadanas. Eso quiere decir también, como se ha apuntado antes, un reparto de la solidaridad: Tanto la solidaridad civil como la solidaridad administrativa son necesarias. Por otra parte, no debemos olvidar el papel del estado como corrector de las carencias de la sociedad. Por tanto, la reducción de la demanda de estado ha de venir acompañada de la creación de sociabilidad, si no se quiere que ello provoque más marginación y nuevas situaciones de desatención.
El nuevo concepto de democracia requiere y necesita de la aportación de todos los agentes sociales. En esta participación y constante construcción, todos son necesarios.
El reto de nuestro tiempo es realizar la democracia, llenando el concepto de contenido real y de proyección planetaria, porque la globalización económica nos empuja a dar también pasos hacia una globalización política y ética, que puede sentar las bases de un mundo más humano y justo. Y las que hemos señalado son algunas de las cuestiones que merecen ser abordadas si queremos profundizar en la calidad de la vida democrática. En nuestras manos está su futuro.