Repensar la democracia con Simone Weil – Emilia Bea

Repensar la democracia con Simone Weil

Emilia Bea

Universitat de València
Ante todo quiero expresar mi agradecimiento a la Fundación Hugo Zarate por la invitación y a Marita Macías por la idea de hablar sobre Simone Weil. La proximidad de las elecciones nos pareció un buen momento para tomarla como referente del cambio de perspectiva en la vida política a que estamos asistiendo y, como quisimos expresar gráficamente en el título, para repensar la democracia. La pregunta que nos planteamos con Simone Weil es si otra democracia es posible, es decir si el concepto de democracia se agota en la concepción de la democracia liberal representativa, y, en todo caso, si la única representatividad posible es a través de los partidos políticos.

Uno de los escritos de Simone Weil más críticos respecto a la concepción vigente de democracia es el titulado “Nota sobre la supresión general de los partidos políticos”, reeditado recientemente en varios países junto a un artículo de André Breton titulado “Desterrar los partidos políticos”. Frases de este trabajo ilustran las reflexiones en Italia de los políticos Willer Bordon, de Beppe Grillo (movimiento Cinque Stelle) en Quebec (por ejemplo Jean Laliberté), en Francia y Alemania (por ejemplo Huguette Bouchardeau o Daniel Cohn-Bendit –su último libro Pour supprimer les partis politiques!?. Réflexions d’un apatride sans parti tiene como página inicial una frase de Simone Weil y el recuerdo de su texto sobre los partidos políticos). Y en España, Barcelona en Comú (principalmente a través de Teresa Forcades que acaba de escribir un libro sobre Simone Weil y Dorothy Day y que ha impartido dos cursos anuales sobre Simone Weil en el Monasterio de Sant Benet en los que he tenido la suerte de participar) y Ahora Madrid (como puede verse en las últimas entrevistas a Manuela Carmena). En la Puerta del Sol, el movimiento de los indignados del 15-M exhibió diferentes carteles con frases de este artículo de Simone Weil.

Si no a los partidos políticos en su totalidad, al menos la crítica a la partitocracia es dominante, el bipartidismo, los partidos tradicionales de la casta, frente a los que se alzan los partidos emergentes, las plataformas ciudadanas, como nuevos modos de hacer política y de profundizar y abrir nuevas vías de participación democrática. Se intenta ampliar los espacios democráticos, crear canales de comunicación entre la política y el mundo de la cultura, se propugna la democracia radical o antihegemónica, una democracia de alta intensidad (como dice por ejemplo De Sousa Santos) o un nuevo populismo (como propugna Laclau), una democracia emancipatoria no meramente procedimental, que no reduzca a los electores a meros consumidores, que se limitan a depositar un voto. Participar no puede reducirse a procesos electorales, el principio de la comunidad debe estar por encima del principio del mercado, hay que inventar –o mejor reinventar, partiendo de los movimientos sociales y populares de muchos lugares en el mundo- nuevas categorías y prácticas epistemológicas y sociales.

En esta línea, el pensamiento poscolonial, los Subaltern Studies de la India, la teoría crítica, la filosofía y teología latino-americanas de la liberación… todas estas corrientes, situadas de un modo u otro al margen del sistema, constituyen tentativas de articular un contra-discurso que comienza por rechazar las categorías modernas de la subjetividad a fin de reincorporar a los excluidos del contrato social: las minorías, los vencidos, los pobres de la tierra, los oprimidos, las víctimas… En este marco, Simone Weil aporta elementos muy valiosos para contribuir a pensar el mundo a partir de la vulnerabilidad del ser humano, de su dolor, de la desnudez de su miseria, y no de un sujeto genérico y abstracto. La filosofía de la historia –vinculada tanto al liberalismo como al marxismo- con su lógica sacrificial en nombre del bienestar futuro, no comprende que el nacimiento, la muerte, la desgracia no son figuras de la totalidad sino heridas en el cuerpo de la singularidad. A través de la atención creadora –noción central del pensamiento de Simone Weil- es posible devolver a la vida a lo que estaba reducido a cosa inerte; ver la dignidad donde ya no era visible; restablecer la humanidad real que la sociedad no percibe. Creo que este es el eje de la alternativa radical que el pensamiento de Simone Weil plantea a nuestra cultura política. El carácter profético de sus aportaciones ha de medirse en contraste con un mundo globalizado suspendido en el abismo de la desigualdad económica, de la exclusión social, del trabajo precario, las lagunas de la participación democrática, la ausencia de referentes éticos comunes, y, por tanto, en un total desamparo frente a poderes cada vez más lejanos e inexorables.

Una conocida frase de Simone Weil puede servirnos de entrada para sintetizar su pensamiento político y para mostrar desde el principio la originalidad y el carácter provocador de su aportación: “Por encima de las instituciones destinadas a proteger el derecho, las personas y las libertades democráticas, hay que inventar otras destinadas a discernir y a abolir todo lo que, en la vida contemporánea, aplasta a las almas bajo la injusticia, la mentira y la fealdad”. La democracia será interrogada como mecanismo para acceder al bien y a la justicia. La democracia no es en sí misma un fin sino solo un medio para un fin más alto. En el texto sobre los partidos políticos antes citado nos dice: “La democracia, el poder de los más, no son bienes. Son medios con vistas al bien (…) Si la República de Weimar, en lugar de Hitler, hubiera decidido por vías rigurosamente parlamentarias y legales meter a los judíos en campos de concentración y torturarlos con refinamiento hasta la muerte, las torturas no habrían tenido ni un átomo de legitimidad más de la que ahora tienen (…). Sólo lo justo es legítimo. El crimen y la mentira no lo son en ningún caso.” ¿Cómo casar estas afirmaciones con el ideal democrático? Simone Weil lo hace a través de una peculiar lectura de la voluntad general de Rousseau, una lectura polémica a la que nos referiremos después brevemente pero en la que sobre todo queda claro que una democracia reducida a mera cuestión de procedimientos no es por sí misma susceptible de otorgar plena legitimidad a un régimen.

En el panorama de la filosofía jurídica y política española hay dos autores de referencia que con distintos acentos han subrayado el acierto de esta perspectiva y han insistido en la posibilidad de encontrar en ella elementos valiosos para una profundización de la democracia en sentido material: Juan-Ramón Capella y Francisco Fernández Buey con los que he tenido la gran suerte de compartir proyectos e intercambiar puntos de vista. El primero de ellos destaca tres diamantes en Simone Weil que le parecen particularmente valiosos para la filosofía política: la idea de la sacralidad del ser humano, la primacía de los deberes y su planteamiento de la relación entre legitimidad y democracia. Por su parte, Fernández Buey selecciona cuatro calas, cuatro cosas de las que escribió Simone Weil, que, como él mismo dice, “desde el punto de vista de la filosofía política todavía conmueven hoy y que, por su carácter innovador, insólito o radical, merecerían una reflexión pormenorizada”. La primera de estas cosas es la orientación de su crítica al marxismo; la segunda, lo que escribió por carta a Georges Bernanos sobre su experiencia en la guerra civil española; la tercera, su contundente afirmación de que el Estado no tiene derecho a separarse de toda religión, y la cuarta, su radical propuesta de supresión general de los partidos políticos.

Aunque ahora no podemos entrar en todos estos aspectos, para aproximarnos mínimamente a ellos creo importante subrayar que están profundamente interrelacionados y que, aunque pertenecen a diferentes periodos de la obra de Simone Weil, proceden de su actitud filosófica fraguada de la mano de su maestro, Alain, en los cursos preparatorios para la entrada en la Escuela Normal Superior. Dicho sea de paso, allí también cursó sus estudios su hermano André, que llegaría a ser uno de los matemáticos más importantes del siglo XX. Sin duda, los hermanos Weil fueron dos personalidades geniales, que destacaron desde niños por su extraordinaria inteligencia y cultura. Aunque Simone Weil sea muy conocida por su activismo social, su pensamiento político o su experiencia mística, es ante todo una filósofa en el sentido más estricto del término. La exigencia de lucidez será una constante que nunca cederá nada del rigor inculcado en las clases de Alain. El pensamiento es lo único que tiene el individuo; en lo demás, la fuerza de la colectividad siempre es mayor. Esta soledad necesaria es una soledad radical, pues no sólo implica que aquello que se piensa debe pensarse en soledad, sino que requiere que todo sea pensado. El primero de los deberes es “contemplar la diferencia entre saber y saber con toda el alma”. Solo es un pensamiento riguroso el que nace de una práctica moral de la escritura que consiste en dejar ser la realidad en lugar de fabricarla a beneficio propio, dejar ser el texto, lo real, el otro, la necesidad. Para ella la acción y la reflexión se mantienen en una constante tensión entre la intención de cambiar las condiciones de la existencia y la adhesión a la realidad para no caer en vanas esperanzas creadas por nuestra imaginación. Nuestra debilidad puede impedirnos vencer pero no dejar de comprender la fuerza que nos aplasta. “Nada en el mundo puede impedirnos ser lúcidos”. “Desear la verdad es desear un contacto directo con la realidad”. Como en Rosa Luxemburgo, de cuyas cartas de la prisión hace una bella reseña, la revolución es ante todo una acción metódica que a través del trabajo supone un contacto directo con la realidad. En caso contrario, se convierte en una esperanza engañosa y en el auténtico opio del pueblo. El materialismo de Simone Weil, del que nunca abjura haciéndolo plenamente coherente con su metafísica religiosa y mística, implica una exposición sin reservas a la realidad y un trabajo crítico para denunciar todas aquellas ideas, credos, doctrinas e ideologías que en lugar de desvelar, velan lo real. Solo el contacto directo con los límites impuestos por la realidad puede ser un antídoto contra entidades imaginarias, abstracciones convertidas en absolutos, palabras vacías que tienen efectos mortíferos. Como veremos, este es el trasfondo de su crítica a los partidos políticos y a toda colectividad embarcada en la mera lucha por el poder.

Esta actitud inicial está estrechamente ligada a su temprano compromiso con la causa pacifista, sindicalista y obrerista. En este sentido afirma: “a los 18 años sólo me atraía el movimiento sindical”. Y, en efecto, desde muy joven militó activamente en el movimiento sindicalista revolucionario y manifestó abiertamente su simpatía por el anarquismo, hasta el punto de unirse posteriormente a la columna Durruti como voluntaria durante la guerra civil española. Su interés se centra en una acción sindical libre e independiente de los partidos, fuertemente obrerista y preocupada, sobre todo, por la educación popular. La desigualdad más injusta no es la del dinero ni la del poder sino la de la cultura. Esta preocupación está estrechamente relacionada con el tema que nos ocupa pues la educación es el núcleo de la cultura democrática: la resistencia al poder solo puede nacer del pensamiento, de la capacidad de tener un criterio propio que oponer a la fuerza alienante de lo colectivo. Hay que transmitir la herencia cultural a sus verdaderos destinatarios, el pueblo, frente a la mentalidad tecnocrática que prefiere técnicos competentes a espíritus libres. En este contexto se encuadra su temprana afirmación de que “los trabajadores deben prepararse para tomar posesión de toda la herencia de las generaciones anteriores. Esta toma de posesión es la Revolución misma”. Y posteriormente uno de sus proyectos más queridos: la traducción de tragedias griegas para su publicación en revistas obreras, con el propósito de hacer que las obras maestras de la literatura fueran accesibles a las masas populares.

Un año después de incorporarse a su puesto de profesora de instituto en la ciudad de Le Puy, en 1932, la joven sindicalista viaja a Alemania para comprobar in situ los efectos del nacional-socialismo sobre la clase obrera. Frente a muchos otros que aún abrigaban esperanzas, predice la victoria rotunda de Hitler y la caída del movimiento proletario alemán. También frente a una gran parte de intelectuales de izquierda de la época, toma conciencia de la subordinación de los partidos comunistas occidentales al aparato estatal soviético, que ya no puede considerarse un estado obrero dada su degeneración autoritaria y burocrática. Critica la inacción de la socialdemocracia y la incapacidad de la izquierda de ponerse de acuerdo ante la catástrofe que se avecina. En esta situación se requeriría una alta dosis de coraje intelectual pero “faltan hombres audaces, decididos e inteligentes a la cabeza del proletariado alemán”. Su decepción ante los mecanismos democráticos y ante el funcionamiento de los partidos encuentra aquí otro punto de no retorno.

Aunque acababa de escribir uno de sus ensayos más importantes, Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, en que desarrolla su famosa tesis sobre la opresión en nombre de la función, su análisis alcanza el mayor grado de autenticidad a partir de su experiencia de fábrica, realizada entre diciembre de 1934 y agosto de 1935, y que se verá reflejada en las páginas de la obra La condición obrera. Esta experiencia obedece una vez más a su vocación de exponerse y de someter sus ideas a la prueba de la realidad. La importancia de una prueba semejante para la reflexión filosófica y la acción política aparece en las siguientes palabras: “Cuando pienso que los grandes jefes bolcheviques pretendían crear una clase obrera libre y que seguramente ninguno de ellos… había puesto los pies en una fábrica y por tanto no tenían ni la más ligera idea de las condiciones reales que determinan la servidumbre o la libertad de los obreros… la política me parece una broma siniestra”. Simone Weil describe con gran crudeza la desgracia callada, el cansancio, el miedo, la humillación, la angustia y la muerte de las facultades mentales a las que conduce la moderna servidumbre industrial.

La experiencia obrera la hizo traspasar un umbral en su propia evolución interior. En una carta a una amiga sindicalista afirma que “esta experiencia ha significado que todas las razones exteriores (antes las creía interiores) en las que para mí se basaba el sentimiento de mi dignidad, el respeto hacia mí misma, en dos o tres semanas han sido quebradas radicalmente bajo el golpe de una opresión brutal y cotidiana”. Y, posteriormente, en una carta al padre Perrin señala que en la fábrica la desgracia de los demás entró para siempre en su carne y en su alma y que en este estado de ánimo sintió por primera vez el parentesco existente entre la desgracia, la compasión y la cruz de Cristo. De este modo, nos dice, el contacto con la desgracia, como “marca de la esclavitud”, “ha cambiado en mí no esta o aquella de mis ideas (al contrario, muchas se han confirmado), sino infinitamente más, toda mi perspectiva sobre las cosas, el sentimiento mismo que tengo de la vida”. A partir de este momento, su reflexión política adquiere sentido “a la luz de lo sagrado”, considerando que una vida pública inspirada por el Bien debería crear, como requisito fundamental frente al ruido de la propaganda, “una atmósfera de silencio y atención” en la que quepa escuchar la voz del desgraciado, el grito del dolor.

Junto a la experiencia de la desgracia, vivida en la fábrica, la experiencia de la barbarie, vivida en el frente de Aragón en los inicios de la guerra civil, la condujo a desvelar la «fuerza» y la violencia como constantes de la condición humana. En la carta a Georges Bernanos, escritor situado en el bando contrario al de la joven miliciana pero capaz como ella de denunciar los crímenes cometidos por los correligionarios y no solo por los adversarios, leemos: “Lo esencial es la actitud con respecto al hecho de matar a alguien. (No) he visto a nadie expresar, ni siquiera en la intimidad, la repulsión, el desgarro ni tan sólo la desaprobación por la sangre vertida inútilmente… En cuanto a mí, tuve el sentimiento de que, cuando las autoridades temporales y espirituales han puesto a una categoría de seres humanos fuera de aquellos cuya vida tiene valor, no hay nada más natural para el hombre que matar… Hay ahí una incitación, una ebriedad a la que es imposible resistirse sin una fuerza de ánimo que me parece excepcional, puesto que no la he encontrado en ninguna parte” En este clima se colapsan nuestras mejores capacidades: el respeto al otro, la conciencia de los límites, el pensamiento libre y el juicio crítico, superados por la recurrente estrategia del “o conmigo o contra mí”. Estrategia de guerra que se proyecta a su juicio en la dinámica de los partidos políticos.

Simone Weil no rebajará su compromiso social ni dejará de tener voz en el espacio público, contra el colonialismo, contra la guerra, pero dice sentir “un desgarro cruel y sin remedio. Participar, aunque sea de lejos, en el juego de fuerzas que mueven la historia apenas es posible sin mancharse o sin condenarse de antemano a la derrota. Refugiarse en la indiferencia o en una torre de marfil tampoco resulta posible sin una gran inconsciencia”. La ocupación de París por las tropas alemanas acentúa este desgarramiento y la sitúa ante un callejón sin salida. A pesar de ser judía, no quiere huir, pero debe acompañar a sus padres en su exilio forzado a Marsella y después a Nueva York. Como buena pacifista, había querido evitar la guerra pero la resistencia ante el nazismo se convierte en un estado de necesidad al que ha de responder. Querría entonces asumir una misión peligrosa, como ser lanzada en paracaídas en la zona ocupada o que se llevara a la práctica su proyecto de una formación de enfermeras de primera línea, pero, cuando después de múltiples gestiones consigue regresar de Estados Unidos a Inglaterra, lo más que consigue es que se le asigne un trabajo como redactora y revisora de informes en el «Comisariado de Interior» de la Francia Libre. La muerte está próxima, pero aún puede escribir dos de sus mejores obras, Echar raíces y los Escritos de Londres.

Estos textos del último año de vida son los que incluyen una reflexión más directa sobre la democracia por el contexto en que se sitúan: un momento para Francia y para Europa de refundación de la vida política, un proceso o periodo transicional y constituyente, en el que, como algunos propugnan en la actualidad, puede promoverse un cambio de marco, un nuevo pacto social, un ejercicio amplio del poder popular que nunca más deberá ser secuestrado. Simone Weil pensaba que habría que imprimir un giro copernicano a las democracias occidentales después de la guerra. La resistencia al nazismo aparece como un kairós, un tiempo crucial, para una reconstrucción de la vida pública en términos de civilización, tras el triunfo de la barbarie. Hay que repensar la democracia, no podemos volver a nuestras viejas prácticas políticas. Hay que contribuir a un ensanchamiento de los procesos de democratización, frente a la mera vuelta a los regímenes políticos representativos, y a sabiendas de que el cambio que se exige es tan radical que la lucha por la justicia no puede limitarse a llevar el estandarte de la defensa de la democracia.

Como ya hemos anticipado, Simone Weil se reclama ante todo de Rousseau: “Nuestro ideal republicano procede enteramente de la voluntad general de Rousseau… Rousseau partía de dos evidencias. Una, que la razón discierne y elige la justicia y la utilidad inocente, y que todo crimen tiene como móvil la pasión. Otra, que la razón es idéntica en todos los hombres, frente a las pasiones, que, casi siempre, difieren. En consecuencia, si, sobre un problema general, cada uno reflexiona en soledad y expresa una opinión, y si después se comparan las opiniones entre sí, probablemente coincidirán por el lado justo y razonable de cada una y diferirán por las injusticias y los errores. Únicamente en virtud de un razonamiento de este tipo se admite que el consensus universal indica la verdad”.

Así, “el verdadero espíritu de 1789 consiste en pensar, no que algo es justo porque el pueblo lo quiere, sino que, bajo ciertas condiciones, la voluntad del pueblo tiene más posibilidades que ninguna otra voluntad de ser conforme a la justicia”. El quid de la cuestión está en las condiciones que resultan indispensables para poder aplicar la noción de voluntad general. Dos principalmente: una es que, “en el momento en que el pueblo tome conciencia de su voluntad y la exprese, no haya ninguna especie de pasión colectiva”, que siempre constituye un impulso al crimen y a la mentira y ejerce una presión casi irresistible sobre las personas. La segunda condición es “que el pueblo tenga que expresar su voluntad respecto de los problemas de la vida pública y no solo elegir a las personas. Y aún menos una elección de colectividades irresponsables”. Tales condiciones muestran por sí mismas que los sistemas democráticos realmente existentes están muy lejos del ideal republicano y que nada de lo conocido se asemeja a una democracia: “En lo que nombramos con ese nombre el pueblo no ha tenido nunca la ocasión ni los medios de expresar un parecer sobre un problema cualquiera de la vida pública; y todo lo que escapa a los intereses particulares se deja para las pasiones colectivas a las que alimenta sistemática y oficialmente”. En la democracia representativa, los ciudadanos desaparecen como tales en el momento electoral, cuando emiten su voto a un partido, y se desvinculan para siempre de ese mandato que resulta irrevocable. A lo largo de las páginas del artículo, Simone Weil no deja de interrogarse sobre estas dos cuestiones vitales para poder hablar de legitimidad republicana: “¿Cómo darles de hecho, a los hombres que componen el pueblo de Francia, la posibilidad de expresar a veces un juicio sobre los grandes problemas de la vida pública? Y ¿cómo impedir, en el momento en el que se interroga al pueblo, que a través suyo circule cualquier pasión colectiva?”

Las respuestas no son fáciles pero pasan en cualquier caso, a su juicio, por la supresión de los partidos políticos. Simone Weil no pide una transformación o mejora de los partidos, (transparencia, financiación, paridad, primarias…) sino su eliminación, ya que si el criterio del bien solo puede ser la verdad, la justicia, y la utilidad pública, “el mal de los partidos políticos salta a la vista”. Tres características esenciales justifican esta descalificación:

La primera: “un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva”. Presión sobre el gran público que se ejerce mediante la propaganda. “La finalidad confesada de la propaganda es persuadir y no comunicar luz. Hitler vio perfectamente que la propaganda es siempre un intento de someter a los espíritus”.

Segunda nota: “un partido político es una organización construida de tal modo que ejerce una presión colectiva también sobre el pensamiento de cada uno de sus miembros”. “Esa presión se ejerce de hecho. Se muestra públicamente. Se confiesa, se proclama. Nos horrorizaría, de no ser porque la costumbre nos ha endurecido”. “Es imposible examinar los problemas increíblemente complejos de la vida pública estando atento a la vez, por un lado, a discernir la verdad, la justicia, el bien público, y por otro, a conservar la actitud que conviene a un miembro de tal grupo”. Si el miembro de un partido estuviera absolutamente decidido a ser fiel, en todos sus pensamientos, tan solo a la luz interior y a nada más, no podría dar a conocer esa resolución a su partido y tarde o temprano sería considerado como un traidor. Los partidos son organismos públicos, oficialmente constituidos de manera que matan en las almas el sentido de la verdad y de la justicia. Un mecanismo de opresión espiritual y mental que según Simone Weil fue introducido en la historia por la Iglesia católica en su lucha contra la herejía. La antítesis de la lucidez irrenunciable que ella aprendió de su maestro.

Tercera característica: “la primera finalidad y, en última instancia, la única finalidad de todo partido político es su propio crecimiento y eso sin límites”. Esta tendencia expansiva proviene de la nota anterior pues el partido se encuentra, de hecho, debido a la ausencia de pensamiento, en un estado continuo de impotencia que atribuye siempre a la insuficiencia del poder de que dispone Precisamente porque la concepción del bien público del partido es una ficción, algo vacío sin realidad, se impone la búsqueda del poder total. Toda realidad implica por sí misma un límite. Lo que no existe en absoluto no es jamás limitable.

Por tanto, “todo partido político es totalitario en germen y en aspiración”. “Los partidos son un maravilloso mecanismo en virtud del cual, a lo largo de todo un país, ni un solo espíritu presta su atención al esfuerzo de discernir, en los asuntos públicos, el bien, la justicia, la verdad (…) Si se le confiara al diablo la organización de la vida pública, no podría imaginar nada más ingenioso”. La conclusión es que la institución de los partidos parece efectivamente constituir “un mal más o menos sin mezcla alguna”. Y por ello “la supresión de los partidos sería un bien casi puro”.

Tal vez lo más grave de la situación es que “cuando hay partidos en un país, más tarde o más temprano el resultado es un estado de hecho tal que es imposible intervenir eficazmente en los asuntos públicos sin entrar en un partido y jugar el Juego”. Además, la influencia de los partidos ha contaminado toda la vida mental de nuestra época. “Se ha llegado a no pensar casi en absoluto en ningún asunto si no es tomando posición «a favor» o «en contra» de una opinión. Después se buscan los argumentos que la justifiquen. Es exactamente la transposición de la adhesión a un partido”. “Incluso en las escuelas ya no se sabe estimular de otra manera el pensamiento de los niños si no es invitándoles a tomar partido a favor o en contra. Se les cita una frase de un gran autor y se les dice: «¿Estáis de acuerdo o no? Desarrollad vuestros argumentos”, en vez de pedirles algo tan sencillo como: “meditad este texto y expresad las reflexiones que se os ocurran”. “Se trata de una lepra que se ha originado a partir de los medios políticos y se ha extendido, a través de todo el país, a la casi totalidad del pensamiento. Y es dudoso que se pueda remediar esta lepra que nos mata sin antes suprimir los partidos políticos”.

La alternativa exige pensar la política contra el espíritu de partido y la lógica partidista. En esta nueva visión de la vida pública, los ciudadanos no se unirían por vínculos de adhesión incondicional y pertenencia sino por afinidad y de un modo flexible. El laboratorio de otras costumbres y prácticas políticas provendría en Simone Weil de su participación en diferentes revistas en las que colaboró libremente a lo largo de su vida no sintiéndose presionada ni coartada en su independencia de criterio. Una atmósfera de libertad espiritual que viene enriquecida por un medio en el que las ideas circulan y que es a su juicio la atmósfera que conviene a la inteligencia. Un pensamiento alcanza su plenitud encarnado en un medio humano abierto. Por tanto, como alternativa, Simone Weil sugiere que los electores se asocien y disocien “según el juego natural y cambiante de las afinidades”, coincidiendo y discrepando ya no en función de las adhesiones partidistas, sino por temas, asuntos y problemas que les afecten directamente: “Puedo perfectamente estar de acuerdo con el señor A sobre la colonización y en desacuerdo con él sobre la propiedad campesina”. En lugar de los partidos políticos, existirán medios de ideas y algunos círculos de afinidad “mantenidos en estado de fluidez”, y si alguno de sus miembros se presenta a las elecciones no lo hará como miembro de ese círculo ni recibirá su apoyo público. Los candidatos no dirán a los electores: “Tengo tal etiqueta”, sino: “Pienso tal y tal y tal cosa respecto de tal y tal y tal problema”, es decir, mostrarán ante el público su actitud concreta ante problemas concretos. Es la fluidez la que hace distinto del partido a un círculo de afinidad y le impide tener una mala influencia. La aspiración es clara, aunque Simone Weil reconoce que lo más difícil es la transición hacia estas medidas, la aspiración es crear espacios de sociabilidad no unificados por una doctrina y no cerrados por fronteras, espacios de discusión, de deliberación, en los que al final cada uno está solo con su pensamiento.

En los Escritos de Londres Simone Weil completa el cuadro con otras muchas medidas de regeneración democrática o de reconstrucción de la esfera pública o, en sus palabras, de una verdadera política en la que todo ser humano se sintiera arraigado frente a la desolación del presente. Por ejemplo, la ampliación del papel del referéndum popular, la posibilidad de revocación o no delegación incondicional del poder político a los representantes, que estos no sean conocidos a través de la campaña electoral sino por su papel cotidiano en la vida social y en el tejido asociativo, y que sean ante todo capaces de traducir en ideas claras, bajo la forma de ley, las aspiraciones, necesidades y pensamientos silenciosos del pueblo. También es importante destacar que en el nuevo marco, la responsabilidad, incluyendo la responsabilidad penal, ha de ser proporcional al poder que se ostenta. Es algo así como una regla de equilibrio social a tenor de la cual cuanto mayor sea el poder que se ejerza –poder de cualquier tipo: político, económico, social- mayor será la pena correspondiente por incumplimiento de las obligaciones. Por último, subrayar que como debe ocurrir con cualquier función, pero de forma particular, quienes desempeñen la función judicial deben ser personas con una preocupación absoluta y exclusiva por la justicia y la verdad. Asimismo, deben mostrar una atención extrema hacia quienes estén juzgando, con el fin de ser capaces de oír y entender el grito balbuceante y mal articulado de los más duramente golpeados por la injusticia.

En relación con este último aspecto, en una carta a sus padres días antes de morir a los 34 años de edad en el sanatorio de Ashford, Simone Weil escribe: “En este mundo sólo los seres caídos en el último grado de humillación, muy por debajo de la mendicidad, no sólo sin consideración social, sino mirados por todos como desprovistos de la primera dignidad humana, la razón –sólo ellos tienen de hecho la posibilidad de decir la verdad. Todos los otros mienten[…] El extremo de lo trágico es que, como no tienen ni título de profesor ni mitra de obispo, y como nadie piensa que haya que prestar atención al sentido de sus palabras, su expresión de la verdad ni siquiera es escuchada”.

Los jueces, los gobernantes, los parlamentarios, todos los ciudadanos, tenemos como última responsabilidad convertir la atención creadora, la escucha al grito del dolor, en el lugar de una justicia esencialmente ligada al amor y que, según Simone Weil, es siempre el puro reflejo de la luz sobrenatural, independientemente de las creencias religiosas o no de quien realice ese gesto. En una conferencia de Enrique Dussel, le oí decir que igual que un mínimo elemento en la secuencia del genoma nos diferencia como seres humanos, cualquier nuevo elemento introducido sabiamente en un sistema puede alterarlo por completo. Tal vez la única esperanza de los descartados por el sistema resida en la capacidad subversiva de lo imprevisible, es decir, en un potencial de cambio de acciones a veces solitarias y testimoniales o que a veces confluyen en un movimiento y pueden llegar a poner al sistema contra las cuerdas.

Pocos pensadores han confiado tanto como Simone Weil en esta capacidad transformadora y desconcertante de lo infinitamente pequeño (el grano de mostaza, la perla en el campo, la levadura en la masa, la sal en el alimento) , colocado en el punto justo de la balanza (en el corazón humano, en el centro de la vida social), capaz de invertir las relaciones de fuerza, capaz de operar la justicia y de hacernos justos, a pesar de que nuestras facultades sean casi nulas o, precisamente, gracias a ello, gracias a que lo único que nos queda entonces es la pura espera.

ÚLTIMOS ARTÍCULOS