Una reflexión como la que me ha propuesto la Fundación Hugo Zárate obliga a arrancar de lo que, desde H.Lefébvre, se denomina el derecho a la ciudad y que tiene tintes más complejos que los unilaterales que nos enseñara H. Pirenne a propósito de la transición desde el feudalismo a la edad moderna que supone la aparición de las ciudades: el aire de la ciudad hace libre, era la clave de su aparición, el gancho de atracción para aquellos a quienes la vida encajaba de por vida en la condición de siervo, en la inmovilidad social, en la esclavitud. Una clave que sigue teniendo sentido, por más que la geografía social, el urbanismo, la sociología, nos han enseñado acerca de la capacidad de desigualdad, de segmentación social de las ciudades. Y esa ambigüedad tiene mucho que ver con un hecho constitutivo del fenómeno de las ciudades, su condición heterogenética , destacada por la escuela de Chicago, desde Wirth, o Park, a Thomas, o Burgess. La primera conclusión es que el acto de emigrar/inmigrar es connatural a la ciudad, y ello nos obliga a romper algunos tópicos y prejuicios, sobre todo cuando la vis atractiva de la ciudad (el caso de las megápolis en el tercer mundo, pero ya en todos) es evidentemente imparable.
Y aún más, como ha destacado Delgado , a quien sigo atentamente en esta introducción, la concepción de la ciudad «como un ecosistema, como sistema biótico, subsocial, a imagen del modelo de evolución de las ciencias naturales… La historia (natural) de las ciudades es también, como la vida, la de un proceso de diferenciación y especialización, hacia grados superiores de complejidad, en el que la función de invasión de nuevas especies la desempeñan las oleadas migratorias, que son los nuevos ingredientes asociativos». Pero quizá, como sugiere el mismo delgado, más que el modelo de Darwin habría que pensar en el de Carnot o, más aún, el de Prigogine y Stengers. Abandonar la hipótesis básica del equilibrio para reconocer que ese proceso tiene un carácter heteróclito e inestable, más próximo al orden de fluctuaciones del que habla la termodinámica no lineal: sobre todo si pensamos en un ente vivo tan ajeno a la estabilidad, tan caótico, tan autoorganizado como es la ciudad, resultado directo de movimientos migratorios que son designados en el lenguaje ordinario como ondas, corrientes, flujos.
Continuando con esa imagen, la ciudad engulle, es decir, como un impresionante ejercicio de deglución de asimilación en el que todo lo que no mata contribuye a crecer: la ciudad atrae a los alógenos sin tasa. Quizá por eso acierta Delgado cuando propone la imagen de un delta al que cada oleada de inmigración aporta nuevos sedimentos…En ese sentido, nadie puede ser considerado intruso, extranjero, inmigrante en la ciudad, porque no hay nadie que no lo sea: el inmigrante es digerido por el orden urbano, no ha de ser integrado porque integra él mismo el orden urbano.
Pero esta ambigüedad de la ciudad exige un planteamiento decidido por la apuesta hacia la integración plural o hacia la jerarquización y segregación. Hay un modelo de ciudad que enfatiza la segregación y en la que el conflicto es virtual porque ni siquiera hay convivencia sino mera yuxtaposición, coexistencia. Los conflictos en ese modelo son «puntuales», pero apenas rozan a la clase dominante que voluntariamente se aísla, se desplaza. El otro modelo postula precisamente el roce, el encuentro, el contacto y con ello, sí, el conflicto, pero un conflicto que es la dinámica misma de la vida., no la guerra sin cuartel, porque hay cuarteles.
Esto se advierte con claridad incluso en lo que constituye probablemente el proyecto más global y sistemático de las ciudades como redes, como redes de integración de la diversidad, que ha cristalizado en el proyecto de «ciudades educativas».
El modelo educating cities tiene precisamente como uno de sus ejes básicos el de integrar la diversidad: esto es, las ciudades como núcleos de creación cultural, ante el incremento de los flujos migratorios (cuyo destino es precisamente la ciudad) que parece ofrecer -en opinión de muchos- el riesgo de desagregación, de pérdida del vínculo de solidaridad, de traducción de las diferencias en factores de marginación, de compartimentación de las ciudades en diferentes ghettos correspondientes a las diversas identidades culturales dominantes en cada uno de ellos, con la destrucción no sólo de los círculos concéntricos, sino de los espacios comunes (comenzando por la calle), acelerando o multiplicando exponencialmente una tendencia tan vieja que ya fue advertida entre los primeros estudiosos de los procesos de constitución de las sociedades industriales (por ejemplo, Durkheim).
El problema es que, como ha señalado Ursula Stein, la ciudad se construye sin contar con las necesidades elementales de quienes no son la mayoría. Ese juicio, que sirve a la urbanista alemana como exponente de la discriminación que sufren mujeres, niños y ancianos en el diseño urbanístico (la ciudad tiene nombre femenino pero sus formas son masculinas), puede extenderse hoy a una minoría especialmente marginada: los inmigrantes procedentes de culturas ajenas a la occidental. La reconstitución del vínculo de solidaridad pasa por hacer viable el proyecto de interculturalidad (diferente de la multiculturalidad), tarea en la que las ciudades adquieren un papel de primer orden, empezando por aspectos urbanísticos, pero que va más allá, pues no cabe confundir ciudad y arquitectura; ni siquiera, aun cuando ésto haya sido un buen paso adelante, ciudad y problemas urbanísticos. La ciudad es mucho más: hoy la ciudad es el modus vivendi del europeo, y esto resulta de enorme importancia, pues la forma de vida conforma la vida del hombre, aunque sea su fruto. El objetivo, en mi opinión, sería lograr un medio social urbano basado en coordenadas de cooperación y pluralismo, que atienda a potenciar la persona, los grupos y sus peculiaridades.
Pero antes quisiera recordar algunas consideraciones elementales respecto a los problemas que la propia estructura urbana plantea en orden a esos objetivos. En efecto, es bien sabido que la condición que ha alcanzado en nuestras ciudades lo que se conviene en llamar gigantismo urbano (la hipertrofia de las ciudades), entraña, entre otras, estas consecuencias adversas:
a) Alejamiento correlativo entre lo que suele denominarse círculos concéntricos : así, la familia, el trabajo, las amistades, las zonas de ocio. Parece verosímil la afirmación de que el hombre vive su intimidad en esos círculos concéntricos, que van del yo al matrimonio, la familia, el vecindario, el barrio, la ciudad, la comunidad nacional. Sin embargo, el diseño urbano predominante presenta al respecto dos importantes limitaciones: en buena parte, considera la ciudad como el último -si no el único- nivel de convivencia, pues se plantea sin tener en cuenta otros entornos. Y, sobre todo, en cuanto a los mencionados círculos de intimidad o, si se prefiere, los subsistemas dentro del sistema urbano, se desconoce la correlación, y ello por el papel de la especulación y por la incidencia de otros factores que no voy a examinar aquí.
b) Extrañamiento mutuo entre los habitantes de la ciudad: las oportunidades de convivencia son mínimas allí donde en teoría deben ser más intensas: en la vivienda, en el barrio, étc.
c) Por fin, hay que considerar la situación que inicialmente se daba sobre todo en las zonas de extrarradio/suburbios, y que ahora se ha extendido, por ejemplo, a los cascos antiguos de las ciudades: son el destino de alojamiento, en su gran mayoría, de una población «de aluvión» consittuida sobre todo -en primera generación, siempre- por la inmigración, interna o procedente del extranjero. No me refiero ya al argumento tópico del proceso de despoblamiento de los núcleos rurales, al tiempo que se fuerza la concentración de la gente en esos conglomerados urbanos, con la ilusión de encontrar una vida más fácil, más cómoda, más parecida a lo que la publicidad les hace ver como necesario, con el resultado, en un porcentaje muy amplio, que es justamente el contrario. Lo que tiene más relevancia para nuestra discusión es que esto se agrava con la presencia de minorías culturales o nacionales, respecto a los que se refuerza el fenómeno de marginación, según el modelo del ghetto, que apunta directamente a la discriminación por la diferencia. Esto es lo que más interesa a los efectos de mi intervención aquí.
Quizá sea necesario recordar que la diferencia cultural sirve para que la ciudad desempeñe esa función básica -para algunos la función política por excelencia-, la de gestionar la inclusión/exclusión y, a ese respecto, conviene recordar algunas consideraciones que tratan de arrojar algo de luz en lo que se ha llamado (Cohn-Bendit/Schmid) el «laberinto de equívocos de la cotidianidad multicultural» . Creo conveniente detenerme en algunas precisiones relativas, en primer lugar, a la relación entre multiculturalidad, interculturalidad y respuestas normativas, para abordar después los procesos de marginación que se basan en esas diferencias.
Ante todo resulta necesario, en mi opinión, un esfuerzo de claridad terminológica y conceptual. En efecto, al leer los cada vez más numerosos trabajos dedicados a estos problemas, no es raro encontrar (II.1.) algunas reducciones en el planteamiento, y (II.2.) ciertas confusiones en el uso como sinónimos de términos como multiculturalismo, pluralismo cultural, interculturalismo, sociedad multiétnica, étc. Creo, por el contrario, que no se trata de conceptos idénticos sino que, más bien, traducen a su vez concepciones ideológicas muy distintas, programas y proyectos sociales y políticos diferentes e incluso contradictorios. Eso, como ha mostrado Sami-Naïr, se advierte sobre todo cuando se analizan algunos conflictos culturales, o, mejor, normativos en sede jurídica.
II.1. Comenzaré por recordar lo que calificaba como reducciones en el planteamiento: así, la vinculación de los problemas asociados al pluralismo cultural únicamente con el impacto de las nuevas migraciones, es decir, con el incremento de los flujos migratorios que acuden hacia los países de la Unión Europea procedentes de lo que seguimos denominando como «Tercer Mundo», es decir, América Latina, Africa y Asia (especialmente los que proceden de países del Magreb o del Africa subsahariana), a lo que hay que añadir el contingente que procede de los antiguos países de Este de Europa. Junto a ello, la presentación de esos problemas como si se tratase de un fenómeno completamente novedoso y ajeno a nuestra realidad, a nuestra historia.
La verdad es que esa es sólo una de las dimensiones del fenómeno del pluralismo cultural, pues con frecuencia se olvida que en el interior de no pocos de los países de la Unión Europea existieron -existen- grupos minoritarios (minorías culturales, y en no pocos casos nacionales) que están detrás de la (re)aparición de un nuevo modelo de sociedad plural y, por consiguiente, que la realidad de una sociedad multicultural (o al menos el futuro inmediato, si se quiere pensar a un ritmo más lento), no procede sólo de los movimientos demográficos desde terceros países, sino que, en no pocos casos, las mismas sociedades en las que vivimos albergaban en su seno, en forma latente (fruto de un proceso de homogeneización impuesta) esa pluralidad. Esa nueva situación modifica, por ejemplo, si hablamos en términos familiares a los juristas, el punto de vista tradicional acerca del pluralismo jurídico, que era considerado como un fenómeno propio de sociedades poco desarrolladas, en las que el sistema jurídico (por seguir a Hart y Bobbio) es semicomplejo, es decir, en las que aún no se había producido el monopolio del Derecho por el Estado.
II.2. Además, es preciso realizar algunas precisiones sobre el alcance y sentido de los términos «pluralismo cultural», «multiculturalismo», «interculturalismo». Cada vez es más urgente la necesidad de distinguir entre multiculturalidad (multietnicidad) e interculturalidad en sociedades como las nuestras caracterizadas por la presencia de grupos establemente asentados con una identidad cultural diferente y con la voluntad de preservarla, pese a su carácter minoritario. Es una insistencia que puede encontrarse en los argumentos de quienes más lúcidamente se han ocupado de mostrar la necesidad de formular una respuesta a la sociedad multicultural compatible con los derechos humanos, sin dejar de mostrar, a la par, las dificultades que ello entraña, como han hecho Losano, Enszerberger, Cohn-Bendit o Schmid, que han afirmado la necesidad de abordar previamente un esfuerzo de claridad conceptual: la sociedad multicultural seguirá siendo un lema confuso mientras las dificultades que plantea sigan considerándose un tabú en lugar de ser esclarecidas.
Pues bien, si atendemos a las tesis de quien ha escrito algunos de los trabajos más interesantes sobre el problema, las de Garzón Valdés , podemos encontrar una caracterización del multiculturalismo que me parece incurrir en una confusión que considero particularmente importante y que puede resumirse con sus propias palabras: «La tesis que quiero proponer es que una sociedad multicultural en sentido fuerte es éticamente inaceptable, mientras que un multiculturalismo en sentido débil reduce las peculiaridades culturales éticamente respetables al rango de deseos secundarios o preferencias personales» (por más que concluya que en ese sentido débil el multiculturalismo «no sólo es éticamente aceptable sino incluso deseable»). Como trataré de mostrar, esa alternativa en torno al concepto de multiculturalismo se basa en su identificación restrictiva con las propuestas formuladas desde la concepción comunitarista más «dura» (en mi opinión, y, desde luego, se trata de una concepción que no comparto), la versión holista sostenida por Taylor . En efecto, para Garzón , el multiculturalismo en sentido fuerte viene definido por «la aceptación de todas o al menos alguna de las siguientes tesis»: (a) la diferencia étnica es un dato natural que debe ser respetado, so pena de etnocentrismo; (b) toda persona privada de su marco Comunitario pierde su identidad personal; (c) no es posible someter a juicio externo o comparativo los valores de cada comunidad: el universalismo ético es imperialismo axiológico. Por contra, el multiculturalismo en sentido débil se concretaría en las siguientes propuestas: (a’) No hay sociedad democrática sin un mínimo grado de homogeneidad que viene dado por la plena vigencia de los derechos humanos, que garantizan la satisfacción de las necesidades básicas, naturales y derivadas; (b’) Hay creencias «diferentes» (propias de ciertas comunidades) relativas a los medios idóneos para la satisfacción de esas necesidades, que obedecen a ignorancia o prejuicio; el respeto de esas «diferencias» significa en realidad una lesión en los derechos fundamentales; (c’) El mínimo de homogeneidad puede exigir medidas paternalistas y acciones positivas dirigidas a erradicar esas diferencias lesivas; (d’) La heterogeneidad a proteger es la que se manifiesta en deseos secundarios, entre los que Garzón destaca tres: la práctica de la propia religión; el cultivo de los valores estéticos; los vinculados a la lengua propia.
Ya he tratado de poner de relieve que, a mi entender, esa caracterización del multiculturalismo resulta parcial. Trataré de indicar algunos errores o, mejor, simplificaciones, que permiten ese juicio:
(1) El punto de partida es la confusión entre multiculturalismo y concepción natural de la etnia o cultura: por el contrario, es perfectamente posible, como luego sostendré, una concepción multicultural que no se apoye en la visión «etno-naturalista» de la cultura (la que arranca, entre otros, de Herder o Möser y se concreta, como sabemos los juristas, a través de Fichte, en la Escuela Histórica o, como es conocido por los antropólogos culturales, en Boas). Dicho de otra manera, hay un sofisma en la identificación entre multiculturalismo y «balcanización» cultural, porque no existe un nexo causal de necesidad entre multiculturalismo y aislacionismo o reivindicación de identidades etno-culturales «puras», entre multiculturalismo y la «superstición de las cosas primeras» de la que hablara Adorno y a la que me referiré más adelante.
(2) Hay otra reducción engañosa, la que consiste en omitir que el riesgo de confusión entre las diferentes modalidades de homogeneidad y heterogeneidad, esto es, entre las diferentes dimensiones cultural/étnica/ética/social/política, es un peligro que acecha no sólo al multiculturalismo, sino también a las tesis universalistas. También desde esas concepciones es posible sostener erróneamente que la homogeneidad abarca dimensiones no sólo valorativas o normativas, sino «objetivas», «naturales», y de ello tenemos suficientes ejemplos en la tradición iusnaturalista. Otra cosa es hablar de la homogeneidad deseable y de la heterogeneidad compatible con ella. La trampa argumentativa, además de la definición de homogeneidad , consiste en pensar en términos de una alternativa ya argumentada de forma parecida por los iusnaturalistas cuando se enfrentaban con el problema de la mutabilidad del contenido del Derecho Natural y a la que ofrecían casi idéntica solución, como puede adevrtirse releyendo a Suárez:
(a) o bien las diferencias reivindicadas desde el multiculturalismo afectan a aquello que constituye el «coto vedado», el núcleo mismo de lo que no podemos someter a discusión sin violar la dignidad individual, en cuyo caso esas diferencias son éticamente rechazables, porque las diferencias relevantes sobre satisfacción de necesidades primarias sólo pueden obedecer a ignorancia o prejuicio, es decir, forman el núcleo de lo intolerable,
(b) o bien son irrelevantes, en cuyo caso no hay problema en admitirlas, siempre que su satisfacción no se imponga como un derecho que debe ser garantizado al mismo nivel que las necesidades primarias.
En esa argumentación, además, se sitúa al mismo nivel, sorprendentemente, las diferencias relativas al catálogo mismo de las necesidades y a su satisfacción, cuando -como ha mostrado muy bien Añón – es obvio, en primer lugar, que se trata de cuestiones muy distintas y, además, que la pretendida evidencia sobre el catálogo de las necesidades primarias (no digamos nada respecto a las secundarias) no es tal. No deja de ser curioso, finalmente, el elenco de los deseos secundarios compatibles con la homogeneidad: respecto a las prácticas religiosas, dejando a parte la polémica sobre el fundamento racional de su carácter de necesidad primaria o secundaria, parece obvio que, de acuerdo con las propias tesis de Garzón, forma parte de los derechos definidos en los documentos de las Naciones Unidas que utiliza como referencia, luego es superflua su inclusión (el problema no es ése, sino el conflicto entre esas prácticas o creencias y el contenido mismo del coto vedado, lo que constituye un magnífico ejemplo de que los conflictos no se producen sólo entre los valores contenidos en esa «caja de caudales» y otros externos, aspiren o no a entrar en ella, sino entre los que según Garzón son intocables). Algo similar ocurre con los derechos vinculados a la lengua.
(3) Finalmente, señalaré otras dos simplificaciones relacionadas con el vínculo entre cultura y derechos: ante todo, la reducción que consiste en sostener como únicos titulares de derechos a los individuos, cuando también los grupos (los colectivos) pueden serlo , siempre que ello no suponga anular el respeto a la autonomía individual (lo que podríamos caracterizar, con Raz y Kymlicka como el respeto del grupo a la cláusula de free choice de la que es titular todo miembro del grupo). La verdad es que uno de los déficits de la teoría liberal-democrática es el no haber resuelto adecuadamente las relaciones entre los derechos individuales y el grupo al que los individuos pertenecen (y los derechos de esos grupos o colectivos). Además, en estos planteamientos la cultura (los derechos culturales) aparece como algo secundario, muy lejos de las necesidades básicas, cuando, por el contrario, no hace falta leer a Rawls, Dworkin o Kymlicka para reconocer que la cultura es un bien primario, y una condición para el ejercicio de la autonomía individual.
Y Quizá fuera más útil comenzar por distinguir entre multiculturalidad e interculturalidad, a partir de la distinción entre las etapas o manifestaciones en las relaciones derivadas del pluralismo social y cultural y las respuestas normativas a las mismas:
En efecto, frente a la constatación de esa pluralidad, caben diferentes respuestas: las más comunes, como muestra un repaso de las políticas culturales existentes (con notables excepciones) y de su traducción normativa, son las reactivas o negativas, representadas por las políticas de asimilación impuesta y de segregación que, en realidad, tratan de negar, ocultar, reducir o reconducir la realidad multicultural. Son las que vamos a considerar como obstáculos básicos al proyecto intercultural. Para ello, trataré de mostrar que esconden algunas simplificaciones, que se apoyan en una noción de cultura difícilmente sostenible y que sirven como argumentos para justificar las políticas conservadoras, si no reaccionarias, frente al pluralismo cultural.
Ambas respuestas -la asimilación impuesta y la segregación-tienen un elemento común, el rechazo de la pluralidad cultural; se mueven, como ha señalado en varias ocasiones el prof.Melotti, entre el universalismo etnocéntrico y el miedo a la diversidad. A partir de ahí se distinguen en la alternativa ofrecida a esos grupos, que es o bien el abandono de su identidad para acoger la cultura hegemónica (la del país de acogida) o bien la institucionalización de ghettos, de islas incomunicadas (como mónadas) donde cada grupo tendría derecho a practicar su propia identidad, sólo en las relaciones internas de la comunidad. Es importante destacar también que en uno y otro modelo subyace el argumento de la superioridad de la cultura (y, sobre todo, de los elementos normativos de ella derivados) del país de acogida, si es que no se afirma lisa y llanamente que esa cultura -o, insisto, al menos las exigencias normativas fuertes: las jurídicas- es universal, y eso exige revisar el concepto de cultura subyacente. En efecto, detrás de propuestas como estas, encontramos algunos equívocos y reduccionismos, relacionados a su vez con una noción de cultura que parece superada. Trataré de explicarlo resumidamente.
La lógica reduccionista presente en esas respuestas se manifiesta en primer lugar en la falacia que denominaría «patologización de la diversidad» y que se traduce en la ignorancia de que la diversidad, la pluralidad cultural (y del mismo modo, el conflicto), antes incluso que un valor en sí (positivo o negativo), es un fenómeno «natural», o, mejor, un hecho social. El problema es si resulta posible (y justificable), el juicio de valoración de las diferentes culturas o, al menos, de su traducción normativa fuerte, es decir, si efectivamente existe un criterio universal de juicio, como parecen sostener quienes se refugian en los derechos humanos como Etica universal, como el ámbito donde podemos formular los límites a la traducción normativa de la pluralidad cultural.
Un segundo ejemplo de reduccionismo lo encontramos en la proyección como universal de un determinado modelo cultural. Es el discurso etnocéntrico tantas veces denunciado como eje de la ideología imperial-colonialista de Occidente. Con frecuencia, las críticas al universalismo no son sino críticas a la imposición de una versión histórica determinada como único modelo cultural y valorativo válido, como «auténticamente universal». Desde esas concepciones, se ridiculiza la diferencia, la pluralidad, sometiéndola a un auténtico «dilema cornudo»: si esas diferencias son relevantes, resultan incompatibles con los rasgos de la identidad universal, y por lo tanto han de ser rechazadas; si son compatibles, es que carecen de importancia: las únicas diferencias admisibles con las relativas al folklore o la gastronomía. Frente a esas pretensiones, hay que reafirmar que la universalidad como un prius, como un hecho a descubrir, es una hipótesis que no resiste la carga de la prueba. La aspiración a la universabilidad (a la universalización, mediante la aceptación universal) de una propuesta histórica concreta es un objetivo muy distinto: un universalismo más prudente, más cauto, como he propuesto en otros trabajos.
Pero hay un tercer modelo de reduccionismo que, partiendo de la afirmación «fuerte» de la pluralidad cultural como valor, paradójicamente conduce a conclusiones similares. Es el propio de ciertas versiones del comunitarismo, el de quienes equiparan pluralismo cultural y pluralismo valorativo y de ahí extraen la consecuencia normativa de la igualdad de derechos de todas las pretensiones normativas derivadas de cada identidad cultural: no habría posibilidad de contrastar y juzgar los códigos valorativos propios de las diferentes culturas porque no hay ningún código universal ni tampoco una especie de baremo que sirva para comparar y establecer preferencias. Cada código es inseparable de comunidad e incomprensible fuera de ella. El resultado es que debemos mantener la vigencia de cada escala de valores, incluso por lo que se refiere a sus pretensiones normativas fuertes (sus versiones de derechos) si no queremos destruir las diferentes identidades culturales.
En realidad, tras esas propuestas se encuentra un reduccionismo básico, bien conocido: el que sostiene el carácter imprescindible de la homogeneidad social como requisito para la pervivencia y estabilidad de cualquier grupo social. Así formulado parece difícil negar que un cierto grado de homogeneidad es necesaria , pero la reducción viene dada cuando se interpreta la homogeneidad en términos de uniformidad demográfica, étnica, racial, lingüística, cultural. Es la falacia de lo que Adorno llamaba «la superstición de las cosas primeras», ligada, como se ha argumentado, a un uso «enfáticamente instrumental de la identidad cultural». Se trata de sacrificar las diferencias internas del grupo en beneficio de una unidad que aumente su poder de negociación, de imposición frente a otros, de lucha y/o de resistencia. Por eso el gran enemigo es la libertad de opción de los individuos, el reconocimiento de su auotnomía para dejar el grupo. Se olvida así que no hay tal homogeneidad como «hecho original», y que el precio que hay que pagar por ese ideal es la desaparición de la libertad, la criminalización de la disidencia, de la heterodoxia, de la pluralidad, la negación de la diferencia, tanto dentro del grupo como frente a otros grupos que no pueden ser vistos más que en clave de la dialéctica amigo/enemigo. Se olvida además que la configuración de la identidad es un proceso abierto, dinámico, evolutivo. Finalmente, pero no es lo menos importante, se olvida que no hay ningún proceso de asimilación que sea unidireccional, en un único sentido: no cabe asimilar a un grupo sin que esa incorporación altere al grupo que realiza la asimilación, que la recibe.
Lo curioso es que hoy ese reduccionismo es denunciado sobre todo como un riesgo presente en ciertas versiones comunitaristas, de los nacionalismos integristas, estatalistas, como sucede en el caso del imperialismo serbio, en la reacción de la nueva república letona frente a la minoría rusa, o en el conflicto entre tutsis y hutus, y, sin embargo, paradójicamente, este riesgo atribuido como signo de identidad exclusivo, como una tentación característica de la eclosión actual de los nacionalismos, es el rasgo básico de la construcción del Estado nacional y se apoya de nuevo en una incomprensión de lo que es el proceso de aparición de toda cultura, de toda identidad cultural, al mantener la «ingenua» creencia en el modelo de culturas «puras».
Aun a riesgo de que se me interprete mal, que sumo un grano de arena a la fobotipica vision de la inmigración como fuente de conflicto, insistiré en que efectivamente el incremento de los flujos de inmigración significa conflicto. Pero eso no comporta incremento de riesgo, patologías, desestabilización. No es así. Al menos no lo es como fobotipo, porque no creo que se pueda mantener una visión patológica del conflicto, como tampoco es cierto que la inmigración sea la única fuente de diversidad en la ciudad.
Pero sucede que no se puede hablar hoy y aquí de ciudad, diversidad y conflicto sin hablar de inmigración, aunque solo sea para recordar que la inmigración no es sólo fuente de conflicto sino también de riqueza cultural por mor entre otras cosas de la diversidad, y que el conflicto no es patología.
Aunque hay quienes, como hemos visto que hacía el poeta Alberto Savinio, elogian precisamente la ciudad como civiltà, en cuanto cerrada, homogénea, una actitud melancólica, la de los old good times en los que la ciudad era nuestra, reconocible, homogénea, buenos y viejos tiempos que solo existieron en el imaginario de la clase que impuso esa -para ellos- idílica visión.
Eso nos ayuda a entender cómo la noción de inmigrante es una producción social una denominación de origen que no se aplica a todos los inmigrantes reales sino sólo a algunos, para cumplir dos funciones:
a) la estratificación/segmentación social. Eso permite la discriminación semántica, la jerarquización social y por tanto política y jurídica entre autóctonos ciudadanos e inmigrantes, los que no son de la ciudad, no son ciudad.
b) y en el plano lógico simbólico, cognitivo, cultural para dos objetivos: ante todo, afirmar nuestra homogeneidad (falsa: no hay una cultura homogénea ni una ciudad homogénea que recibe al inmigrante: la ciudad como delta) frente al retrasado, al sujeto colonizado. Además, convertir al inmigrante en un operador simbólico de mediación entre nosotros y los totalmente ajenos (Simmel), entre proximidad y alejamiento, de ahí su condición insegura, incierta: nunca es claramente de ningunos de eso mundos, condenado a vivir siempre en el umbral, como uno de esos monstruos híbridos de los que habla Sperber, como el personaje protagonista creado por Scott en la última novela del cuarteto del raj Los Desplazados.
La inmigración, permanente rasgo de la ciudad, y aún más de las ciudades europeas, que están en continuo movimiento, desplazamiento de espacios y de sujetos, en perpetua reorganizacvión. . La heterotopia de la que habla Foucault y que ejemplifica el Los Angeles de Blade runner es cada vez más la ciudad, frente al modelo claro, sencillo, de una pieza, de las viejas ciudades amuralladas donde cada uno ocupa su lugar sin moverse. Pero sus habitantes son infraciudadanos, también en el sentido de infrahabitantes de la ciudad.
Las dos líneas básicas de actuación pasan, en mi opinión, por una redefinición de la categoría de ciudadanía, y por una mejor comprensión y una reorientación de las políticas en orden a la multiculturalidad. En uno y otro orden, la labor que pueden desempeñar las ciudades es importante. Trataré de indicar algunas sugerencias.
Bien podría decirse que a la ciudad, a semejanza del Estado, y como otras tantas instancias públicas, le corresponde el trabajo de gestionar la inclusión/exclusión legítima y tiene en cierta medida, como él, en feliz expresión del politólogo francés Sami-Naïr, «la llave de la diferencia», o al menos es quien carga con ella, como fiel mayordomo, aunque no ignoremos que la gestión básica de la diferencia corre a cargo del Derecho: por eso puede decir Facchi que «el trabajo cotidiano del juez consiste en definir lo semejante y lo diferente…problema que se torna más complicado cuando se trata de deslindar no ya comportamientos diferentes, sino comportamientos de individuos que pertenecen a categorías sociales «. El grado de exclusión que deriva de la condición de no ciudadano es el más acusado, y no sólo por la difícil justificación de la diferencia de títulos para el reconocimiento de derechos entre ciudadanos y extranjeros, sino incluso dentro del propio Estado, si, como consecuencia de los flujos migratorios, se produce lo que los estudiosos llaman zonas intermedias, dando lugar cada vez más a situaciones de penumbra desde el punto de vista de la certeza en la definición del status jurídico, y a los conflictos propios de la convivencia entre sujetos no estrictamente homologables, que se refleja, por ejemplo, en la tensión entre universalismo y reivindicación de los propios códigos de identidad. Así, se desdibujan las fronteras entre los ciudadanos y los extranjeros, esa categoría de cierre social, esa dicotomía perfecta, funcional para el supuesto del Estado-nacional, y cabe distinguir hasta cinco tipos de situaciones entre los extremos de ciudadano y extranjero, cuyo prototipo es el extranjero denized.
El problema, como he tratado de explicar en otros lugares, es la «confusión» entre pertenencia (digamos nacionalidad) y ciudadanía, que permite establecer una exclusión institucional, la de los extranjeros. Y aquí, la solución del pretendido universalismo puesto en pie por el formalismo jurídico propio del liberalismo, hace agua por momentos. La solución, en realidad, consistía en negar el problema o ignorarlo: no hay exclusión porque por definición los extranjeros no pueden entrar en el reparto. Y la pregunta es si una exclusión que, de hecho o institucionalmente, abarca a toda una categoría de sujetos, puede dejar de afectar a la estabilidad social. Una versión de la ciudadanía que no sea, al menos tendencialmente, un proyecto universal, no puede dejar de constituir, para emplear los términos de Dahrendorf , «una penosa cobertura del privilegio». Todo ello se agrava ante la crisis del Estado-providencia, cuya primera consecuencia es el aumento de la exclusión, y el modo de empezar es por los extranjeros, aunque no se detiene ahí. Ha comenzado un proceso de vulnerabilidad cuyo primer elemento es la precarización del trabajo y las políticas que tienen como resultado el cierre de los cauces que permitían lo que Hoggart denominara la porosidad progresiva entre las dos clases antagónicas, los mecanismos transversales que permitían un puente: la propiedad de la vivienda, la asistencia contra los riesgos sociales (enfermedad, vejez, desempleo), el acceso a la educación. étc. El aumento del desempleo afecta no sólo a los jóvenes sino a un porcentaje de adultos para los que la recuperación del empleo se torna casi imposible. Todo eso significa, como ha advertido por ejemplo Gaullier, la desestructuración de los ciclos de vida social, configurados en gran medida por la sucesión de las etapas laborales y que conducen a la gestión del tiempo de ocio y de retirada de la vida activa también como factores de estabilidad social; eso es tanto como decir que las consecuencias no se reducen al ámbito laboral, que alcanzan no sólo a la integración social que el trabajo produce, sino a la estabilidad social misma, a la integración social en un orden en el que estén suficientemente garantizados las necesidades y derechos básicos. Se crea así -la expresión es de Castel- una especie de «no-man’s land social » que, además, comienza a heredarse; se potencia un proceso de vulnerabilidad que amenaza con extender de forma insoportable los estados de exclusión. Como advierte Walzer , son ellos quienes «participan sólo en una mínima parte en el bienestar de sus países, soportan el peso de la crisis económica, son expulsados de las mejores escuelas y de los mejores puestos, llevan por todas partes los signos de los perdedores. Así reproducimos las exclusiones internas del mundo antiguo: los sin-derechos, los sin-poder, los parados, los marginados». Que se sostenga frente a ello el mito de la exclusión justa (justificada al menos como inevitable, como exigida por las reglas de la «racionalidad económica» contradice la noción misma de justicia.
Precisamente es lo que se advierte en el nuevo tipo de conflicto para el que resulta funcional el mensaje de emergencia social que hoy se liga como una amenaza derivada de la inmigración: son concretamente los sectores más desfavorecidos de la población los que experimentan como un privilegio tanto su condición de ciudadanos como la de trabajadores: ya no se trata de una situación de derecho, y por ello el enfrentamiento con quienes pueden privarnos de ella es brutal: vale todo (es decir, las respuestas de violencia propias del racismo, por ejemplo). La coartada es, además, que tal presencia rompe o al menos es una amenaza respecto al mínimo de homogeneidad social imprescindible (no ya de la homogeneidad racial o cultural, sino de la posibilidad misma de que todos los nacionales puedan disfrutar de un mínimo de condiciones materiales: puesto de trabajo estable, prestaciones sanitarias, educativas, asistenciales, étc). Junto a ello, además, se aduce la puesta en cuestión del «patriotismo constitucional», en la medida en que -se dice- no comparten los valores y principios propios de nuestro ordenamiento jurídico constitucional (y es que, mal que pese a Habermas, resulta muy difícil disociar la dimensión étnico-cultural y la jurídica por lo que se refiere a las reglas de juego básicas). En el fondo de este planteamiento late el eco del mensaje rousoniano que exige desterrar del Estado a quien no acate la religión civil y que se manifiesta asimismo en la inscripción de los galeotes añorada también por Rousseau en el Contrato social: «obligar a ser libres». La homogeneidad impuesta no es el mejor terreno para la democracia que es un régimen con voluntad de inclusión. Vuelvo a Dahrendorf: «la auténtica verificación de la fuerza de los derechos de ciudadanía es la heterogeneidad. El respeto común a los títulos de acceso a los bienes fundamentales, atribuidos a personas diferentes por su origen, cultura o credo pone a prueba la combinación de identidad y variedad que es el núcleo de la sociedad civil civilizada…por eso…la ciudadanía no será nunca completa mientras no exista una ciudadanía mundial» . La idea de exclusión es incompatible con esa noción de la ciudadanía, con su condición de status del que quedarían excluidos por definición categorías sociales enteras.
La racionalización de la vida urbana puede aportar soluciones en ese sentido. En primer lugar, el planteamiento de la ciudad ha de efectuarse en un contexto territorial más amplio: una planificación que rebase las esferas municipales y tenga a la vista los niveles regional, nacional y estatal. Eso no implica necesariamente centralización, porque el proceso es, por cierto, inverso al sentido centralista. La descentralización no supone dispersión. Muy al contrario, no pocas direcciones en la arquitectura contemporánea tratan de investigar hasta qué punto son compatibles servicios para y por todos los habitantes de un bloque de viviendas o pequeño núcleo urbano(guardería, hemeroteca, gimnasio, etc). Se trata de experiencias de enorme interés, no sólo desde el punto de vista de ahorro de espacio, ni como mera solución económica, sino por cuanto significan una oportunidad de reencontrar cauces de vida solidaria. Así, por lo que se refiere a transportes y medios de comunicación, se propone la potenciación de los medios colectivos con preferencia, claro está, de los de corta distancia: todo ello en la línea de aumentar los recursos disponibles en el radio autónomo de acción en el que son necesarios. Las modalidades de comunicación y transporte individual y de larga distancia no serían necesidades vitales, sino meras posibilidades. Se apunta hacia un modelo autonómico de desarrollo: la mayor autosuficiencia posible en las dimensiones variaría según los sectores de autoabastecimiento: alimentación, asistencia médica, enseñanza, etc., de modo que comunidades autónomas a un nivel habrían de unirse para servicios comunes de un nivel superior. En todo caso, podría ser oportuno recordar que, en ese orden de cosas, el gran reto de las sociedades industriales de Occidente es el problema de la participación, o, dicho de otra forma, de la reapropiación de los medios de decisión. La solución, como se ha repetido una y otra vez, hay que buscarla por la vía de comunidades más pequeñas, en las que los grupos -el hombre, cada hombre-, sean responsables de las decisiones que le afecten, precisamente porque han intervenido en ellas.
Hay iniciativas concretas que merece la pena tener en cuenta, en sentido de proyectar una «ciudad sin exilio». Dedicaré la última parte de mi intervención a una de ellas, la desarrollada en Frankfurt desde 1989, a partir del Gobierno de coalición SPD-Grünen, que desembocó en la Creación de un Consejo para Asuntos multiculturales, con una dotación presupuestaria cercana a los 2 millones de DM, bajo la dependencia directa del alcalde de la ciudad, y conforme al lema programático «La política de Frankfurt respecto a los extranjeros y refugiados se orienta hacia la realidad de una sociedad cada vez más multicultural y a normas humanitarias» . Las dos líneas de actuación de esa institución ratifican dos ideas guía en las que he insistido:
a) En primer lugar, la consideración de los extranjeros como adultos, ciudadanos de Frankfurt aun sin pasaporte alemán, que no son definidos como un «problema social», un objeto de «asistencia», sino como otros ciudadanos, con derechos y deberes iguales. Es precisamente una de las ideas clave de las Carta de las ciudades educativas, en cuyo primer principio se afirma que todos los derechos y objetivos a alcanzar se predican textualmente de unos titulares que no son definidos por su nacimiento ni por su pasaporte: «todos los habitantes de la ciudad».
b) Los extranjeros deben aprender a insertarse en las estructuras nacionales, en su sistema jurídico y de valores, con el objetivo de salvaguardar el pluralismo cultural y encontrar espacios de convivencia, a la par que encontrar un consenso sobre los valores vinculantes en el que todo esos grupos deben intervenir: todos. Es una necesidad evitar la reducción que, a imagen de la división dicotómica (ciudadano/extranjero) que pretendía abarcar el mundo, sigue manteniendo que se trata de un problema bilateral o, a lo sumo, trilateral: los ciudadanos, los extranjeros (o, en todo caso, los extranjeros comunitarios y los no comunitarios; como si las categorías «extranjero» o «extracomunitario» fuesen unívocas y bastasen de suyo para abarcar realidades homogéneas).
Todo ello comporta un cambio radical en el imaginario colectivo acerca de la representación del extranjero, pero también en la propia percepción de esos grupos culturales diferentes (el ejemplo más significativo es el de la comunidad Rom, algo que sucede también en mi país, donde los gitanos constituyen el ejemplo básico de racismo «latente»), y eso significa que el objetivo de instituciones como esa es complejo. Hay que comprender que es un trabajo a largo plazo, y a través de pequeños pasos. Hay que entender asimismo que su método es sobre todo la mediación, no la confrontación. Por supuesto, eso no excluye que funcione como organismo de defensa de derechos, especialmente frente a la discriminación y ante situaciones de conflicto para las que los instrumentos jurídicos disponibles no son suficientes o adecuados. En todo caso, es quizá en esta vía como se puede apuntar hacia el logro de la meta que, acaso, podríamos definir acogiéndonos a las sabias palabras de Charles Péguy: «pour une cité sans éxil».
Es indiscutible el interés de la experiencia de Frankfurt, una ciudad con el 28% de residentes extranjeros, sobre todo tras la entrada en vigor de la ley orgánica 8/2000 y de las escasas posibilidades que ofrece a la administración municipal a ese propósito en torno a dos instrumentos, el Secretariado de Asuntos Multiculturales de la ciudad de Frankfurt, y la Kommunale Ausländer und Ausländerinnen Vertretung (KAV).
El Secretariado fue creado por iniciativa de Die Grünen (Cohn-Bendit) en julio de 1989 a raíz de las elecciones municipales en el Estado de Hessen, siendo alcalde el socialdemócrata Volker Hauf y dirigido desde el comienzo por la Dra. Rosi Wolff Almanasresh, al frente de una «plantilla» de 15 personas . Tiene los mismos derechos y deberes que cualquier oficina municipal.
Se crea para responder al hecho de la inmigración y para tener un peso mayor en política de extranjería: objetivo simbólico y trata de asentar tres principios: primero, la igualdad de derechos de los inmigrantes y lo vital de su aportación; no precisan asistencia ni son un problema social. Segundo: los inmigrantes deben aprender a insertarse en las estructuras, sistema jurídico y forma de vida de la sociedad alemana. Tercero: rechazo de racismo y xenofobia. Presupuesto anual: 1.7 millones de marcos.
Las funciones de la Oficina del Secretariado son sobre todo las de un Centro de Mediación entre los 2 grupos , pero también interno de los inmigrantes. No es muro de lamentaciones de los alemanes. lobby de los habitantes de Frankfurt que no tienen pasaporte alemán. Es un servicio de comunicación, pero con un fuerte papel antidiscriminatorio. Podemos resumir esas tareas con el siguiente esquema:
Desde el punto de vista de la participación política ha de destacarse asimismo la creación de la KAV (Kommunale Ausländer und Ausländerinnen Vertretung), la Institución de Consulta de los extranjeros que tendría más que ver con lo previsto en el art.6.2 de la ley orgánica 4/2000. Una suerte de institución mediadora entre el estatuto de ciudadanía y derecho a sufragio municipal (que ya estaba indicado en la recomendación del Parlamento Europeo de Estrasburgo de 5.2.92 sobre participación de los extranjeros en la vida pública).
La KAV está compuesta por 51 miembros elegidos proporcionalmente entre ciudadanos de 11 nacionalidades y está institucionalizada en los barrios con más de mil habitantes extranjeros. Consta de un plenario o Asamblea y un presidium de 13 miembros. Designa los representantes que participan en las sesiones del Consejo Municipal y de sus comisiones, que tiene la obligación de comunicar formalmente a la KAV todas las cuestiones de la agenda y escuchar a la KAV preceptivamente en las que tengan relevancia para los extranjeros. La KAV tiene capacidad de iniciativa en la presentación de propuestas en esos asuntos y tendencialmente se ha extendido a todos.