El 11 de septiembre millones de telespectadores contemplaban atónitos y en directo los atentados perpetrados contra las Torres Gemelas de Nueva York. La fuerza del directo y la repetición de las imágenes quizás pueda haber sugerido a esos millones de personas una proximidad a los hechos que está muy lejos de ser real. Desde el primer momento las imágenes eran percibidas bajo la significación que les atribuían los discursos mediáticos. Dichos discursos orientaban nuestra atención, seleccionaban los interrogantes, ofrecían respuestas a las preguntas que ellos mismos planteaban, etc. El primer esfuerzo de todo intento interpretativo que quiera ser crítico ha de estar dirigido, pues, a analizar dichos discursos, a liberar nuestra mirada del filtro que establecen, a desvelar y contrastar sus supuestos. Ésta es la condición de posibilidad de una mirada distinta, de una interpretación que busque unas claves diferentes a las dominantes.
Como es evidente, cuestionar las interpretaciones y ofrecer referencias que puedan dar razón de las posibles causas de los atentados, o al menos del contexto en el que se producen, no debe ser confundido de ninguna manera con una justificación, aunque sea remota, de los mismos. Sin embargo, la condena no puede identificarse con una renuncia al pensamiento crítico, ni con la aceptación de las alternativas absolutas formuladas desde el poder en los términos de que, quien condene los atentados, ha de asumir la interpretación Oficial de los mismos y respaldar las respuestas que los gobiernos occidentales, con EE.UU. a la cabeza, están dando.
Los medios de comunicación tienden a la espectacularización de la realidad, es decir, imprimen un diseño a los acontecimientos que los hace aparecer como únicos, como insuperables, como decisivos, etc. Se trata de vender un producto a una audiencia y, por tanto, de amplificar la significación de lo acontecido para captar su atención. Su lógica interna tiende a acentuar lo extraordinario, a transformar el evento en algo monstruoso, realimentando la insaciable necesidad de lo sensacional que ellos mismos contribuyen poderosamente a generar. Los acontecimientos que por su carácter pueden ser sometidos más fácilmente a esta lógica tienen asegurada una presencia especial en los medios, por el contrario, los que sin dejar de ser monstruosos o de tremendas dimensiones carecen de esta facilidad para los medios, tienden a desviarse hacia géneros narrativos menos sensacionalistas y con audiencias más reducidas. Pensemos, por ejemplo, en el drama de las muertes por SIDA o por hambre en África y en su tratamiento mediático.
Podría pensarse que en el caso de los atentados de Nueva York la realidad ya es de por sí suficientemente espectacular y que los medios de comunicación sólo han reproducido la espectacularidad propia del acontecimiento. Pero, si lo pensamos más detenidamente, pronto nos daremos cuenta de que la retórica apocalíptica con la que han sido tratados posee un valor añadido con una evidente significación social y política. A los pocos días del suceso se nos ha dicho que representa un corte histórico, una especie de punto de inflexión que dividirá la historia en un antes y un después: una catástrofe sin precedentes. Sin embargo, basta pensar en Hiroshima o Desde, para darnos cuenta que el mundo ha asistido ya a muertes masivas de población civil de dimensiones mucho mayores. Nadie contaba ciertamente con la posibilidad de un atentado semejante y menos en el centro del poder mundial, pero se esperaba en su momento que una potencia mundial arrojase bombas atómicas sobre ciudades habitadas por cientos de miles de ciudadanos?
Como ha puesto de relieve F. Fernández Buey, la retórica de la novedad absoluta no es nueva en absoluto (Le Monde, 28-9-2001). Ha sido empleada en otras ocasiones, por ejemplo, en el momento de la guerra del Golfo o los bombardeos de Belgrado o Bagdad. Se trata de una retórica que pretende crear una sensación de excepcionalidad absoluta capaz de legitimar o hacer plausibles medidas también excepcionales de respuesta. Pero ni el número de muertos, ni el terrorismo, ni la visión en directo de la catástrofe, etc. poseen el carácter de novedad absoluta. Quizás la novedad relativa tenga otra causa: el derrumbe de la supuesta invulnerabilidad de la que parecía gozar Estados Unidos, una especie de ilusión compartida por los ciudadanos estadounidenses guiados por un gobierno que prepara un escudo antimisiles supuestamente capaz de dotar de máxima seguridad al gendarme del mundo, pero de facto incapaz de detener un atentado suicida dentro del propio territorio. No cabe duda que los atentados han obligado a despertar de ese sueño.
Otra de las formas de intentar hacer plausible la retórica de la novedad absoluta es presentar los atentados como una irrupción violenta en medio de un escenario presidido por la distensión y la estabilidad después del final de la guerra fría. Pero esta visión es, cuando menos, tremendamente parcial. Basta con mirar a África, escenario en la última década de un sinfín de guerras. En 30 de los 53 países del continente han tenido lugar enfrentamientos bélicos: Sudán, Argelia, Liberia, Sierra Leona, República Democrática del Congo, Angola, Ruanda, Somalia, Chad,… nombres que podemos asociar a cientos de miles de muertos y millones de refugiados, en gran medida ignorados por la comunidad internacional. Se trata, en la inmensa mayoría, de muertes que afectan a la población civil. Y lo mismo puede decirse de otros continentes. Como es evidente, recordar esta realidad no tiene la finalidad de relativizar unas víctimas por medio de otras, sino reclamar la atención que merece toda víctima y desmitificar la imagen de seguridad y paz ahora perturbada por los atentados, cuando el mundo poseía tantas heridas abiertas ya antes del 11 de septiembre.
Otro de los medios más eficaces para sustentar la retórica de la absolutización es el recurso a las categorías religiosas y los dualismos sin término medio. Esto es lo que el presidente Bush realizaba en una de sus primeras alocuciones después de los atentados: Ha ocurrido una desgracia nacional (…) Ha sido un acto de guerra. La libertad y la democracia están siendo atacadas (…) El terrorismo contra nuestro país no quedará impune. Quienes cometieron estas acciones, y aquellos que les protegen, deberán pagar por ello. (…) La guerra que nos espera es una lucha monumental entre el bien y el mal (…) Va a ser larga y sucia (…) Aquellos que nos hacen la guerra han elegido su propia destrucción (…) O se está con nosotros o con el terrorismo (…) Dios está con nosotros (…) Dios bendiga a América. Ya que se ha identificado al fundamentalismo islámico como el inspirador de los atentados y a los ejecutores de los mismos como fundamentalistas religiosos, es importante prestar atención a esta referencia religiosa.
En discursos sucesivos hemos visto como el presidente Bush empleaba términos con una fuerte connotación religiosa como Cruzada o Justicia infinita para hacer sonar los tambores de guerra. Es más, también desde la prensa considerada seria se ha contribuido a la esquematización de la confrontación como un choque de civilizaciones. Los atentados representan el rechazo a la civilización occidental y sus valores culturales nos decía el New York Times al día siguiente. Y El País hablaba ese mismo día de una agresión integral: un ataque al sistema político de EE.UU., contra la democracia y la libertad de mercado (…), contra todos los que compartimos unos mismos principios democráticos que tanto costó conseguir en nuestro país. El ataque terrorista… lo es a la esencia de nuestra civilización política.
Todos estos términos lanzados por los medios de comunicación deben ser sopesados serenamente. Podemos ver en el Pentágono el centro del poder militar estadounidense y el cerebro de las estrategias de dicho poder. También las Torres Gemelas podrían ser vistas como lugar y símbolo del poder financiero y económico de EE.UU. Y Manhattan bien puede ser considerada como lugar que representa ante el mundo el modo de vida americano. Pero, )pueden sin más ser identificadas estas tres realidades como exponentes de la civilización occidental, de sus valores democráticos y de su cultura de la tolerancia? Si nos remitimos a los hechos, más bien podrían ser vistas como exponentes privilegiados del imperialismo militar, económico y cultural de la potencia hegemónica en occidente, que, cuando habla de civilizar, en realidad lo que hace es dominar. Parece paradójico que, por un lado, se alabe la capacidad de crítica racional como uno de los elementos clave de la cultura occidental y, por otro lado, se caiga en simplificaciones y dualismos reductores. El maniqueísmo político, más que índice de una cultura crítica, es índice de fanatismo, aunque se pretenda que los fanáticos son sólo los otros.
Minutos después del atentado los dirigentes estadounidenses ya hablaban de Acto de guerra. Lo primero que el sentido común suele hacer cuando escucha esta palabra es pensar en una confrontación bélica entre Estados o, en caso de guerra civil, entre facciones enfrentadas dentro de un mismo país. El objetivo final es doblegar y someter a la otra parte de modo completo. La guerra busca no tal o cual objetivo político, ni llamar la atención de la opinión pública sobre tal o cual problema más o menos colectivo, sino que busca la rendición total del contrario. Y las acciones bélicas han de encadenarse de tal modo, que ese objetivo finalmente se alcance. Aunque los atentados del 11 de septiembre hayan sido organizados desde el exterior, sin embargo no resulta posible identificar a un Estado que haya declarado la guerra a EE.UU. y al que se le pueda atribuir la autoría de los mismos. Tampoco unos atentados, a pesar de sus dimensiones terribles y sus consecuencias fatídicas, constituyen por sí mismos una guerra. Parece que una cosa es el terror y otra la confrontación bélica. Si, como se afirma, la autoría de los atentados correspondiese al grupo al-Qaeda y a su líder Bin Laden, )podemos imaginarnos una guerra contra un solo hombre o contra una red terrorista?
Pero una cuestión así no va a detener la voluntad política estadounidense de llevar a cabo una campaña bélica. Como no hay un Estado o nación a quien inculpar, la atención se ha dirigido hacia los países que dan asilo a los terroristas, que serán tratados como terroristas (C. Powell). El discurso político y estratégico-militar está cargado de ambigüedad calculada. Se trata de una ambigüedad apoyada en la más reciente doctrina militar de EE.UU. Por un lado, se viene hablando desde hace unos años de guerra asimétrica para referirse a la amenaza que proviene no de un Estado-nación enemigo, sino de oponentes aglutinados en torno a una ideología o una religión. Quizás sea una ironía de la historia el que los analistas políticos encuentren un paralelismo entre el proceso de deslocalización empresarial promovido por la globalización neoliberal y la deslocalización de la amenaza terrorista. Pero, por otro lado, también se habla de Estados delincuentes para referirse a Estados que sirven de cobijo, base logística, reclutamiento de efectivos, etc. de las redes terroristas. La doctrina militar pretende mantener abiertos dos frentes de acción: el de los grupos y organizaciones y el de los Estados.
Esta doctrina militar permite justificar y desarrollar una serie de medidas de vigilancia y control de ONGs, comunidades expatriadas, comunicaciones por Internet y, lo que es todavía más grave, poner públicamente precio a la cabeza de personas, que es lo mismo que conceder a los Estados el derecho de llevar a cabo o auspiciar asesinatos selectivos de supuestos terroristas. En este sentido, resulta sintomático que la opinión pública estadounidense parezca estar dispuesta a aceptar desde el 11 de septiembre que se atente contra civiles. Pero, además, la misma doctrina militar también permite intervenir en países declarados delincuentes y llevar a cabo acciones bélicas de carácter tradicional.
Pero la importancia de hablar de guerra va todavía más allá. Dependiendo de que estemos ante un acto terrorista o un acto de guerra, será pertinente aplicar el derecho penal o el derecho de guerra. El primero supone para el país que ha sufrido los atentados entrar en un largo proceso de aportación de pruebas, la apelación a tribunales internacionales, negociaciones con el país o países donde supuestamente se ocultan los organizadores de los atentados para que los entreguen, etc. Pero el mensaje que se quiere dar es otro. Lo decisivo no es el aporte de pruebas concluyentes de la autoría, sino la mera sospecha de deseo o intención de atentar. De lo que se trata es de mostrar un poder disuasorio por medio de acciones de represalia a aquellos que se cree dispuestos a volver a atentar.
Con todo, ni siquiera el derecho de guerra supone absoluta discrecionalidad del que pretenda aplicarlo. El art. 51 de la Carta de Naciones Unidas habla del derecho a la autodefensa como el derecho Temporal de un Estado a repeler un ataque, mientras el Consejo de Seguridad toma medidas. Dicho derecho de autodefensa no incluye derecho a represalias. Si atendemos a lo acordado por el Consejo de Seguridad tras los atentados del 11 de septiembre nos encontraremos con una condena unánime de los atentados y unas vagas declaraciones sobre la supresión legal del terrorismo y su financiación y el establecimiento de noventa días de plazo a los Estados miembro para que presenten informes de cara a la adopción de medidas pertinentes. Así pues, los ataques a Afganistán no están cubiertos por las resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Desde el punto de vista legal, las víctimas de dichos ataques poseen el mismo carácter que las víctimas de los atentados. Y la costumbre de que las grandes potencias mundiales atenten contra la legalidad internacional cuando ésta no responde a sus intereses no nos debe impedir afirmar con Michael Mandel que esta guerra es ilegal (Toronto Globe & Mail, 9-10-2001).
Como hemos visto, junto a la definición de actos de guerra y en cierta contradicción con ella, se viene hablando también de atentados terroristas contra la democracia. Pero uno de los problemas que presenta esta interpretación es la ausencia de reivindicación de la autoría. De los grupos terroristas convencionales estamos acostumbrados a lo contrario. Si el objetivo es conseguir determinadas reivindicaciones, forzar negociaciones políticas o reforzar la posición de organizaciones políticas, que por las razones que sean no pueden conseguir sus objetivos por las vías democráticas convencionales, entonces resulta de importancia capital que quede bien claro qué organización ha perpetrado el atentado. El efecto propagandístico es inherente a los atentados terroristas. Sin embargo, en las declaraciones del 7 de octubre de Osama Bin Laden, señalado por EE.UU. como el cerebro de la organización que ha llevado a cabo los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, si bien puede leerse su conformidad con los mismos y su alegría por el sufrimiento que han supuesto para la sociedad norteamericana, sufrimiento en el que según él queda vengado el sufrimiento de la repetidamente vejada nación musulmana, no encontramos, al menos en el sentido convencional, un reconocimiento de la autoría, que más bien es atribuida a Dios Omnipotente.
Independientemente de que Bin Laden lo reconozca o no, las autoridades estadounidenses repiten machaconamente que existen pruebas de dicha autoría. Pero resulta sorprendente, si ése es el caso, que no se pongan en manos de los jueces. La división de poderes, como pilar fundamental de nuestro sistema democrático, exige que no sea el poder político ejecutivo el que se encargue de analizar las pruebas, sino el poder judicial. Es bueno recordar en relación con esto el caso del atentado a la discoteca La Belle de Berlín en 1986. Entonces fue la administración Reagan la que aseguraba disponer de pruebas precisas e irrefutables. Se bombardeó Trípoli y Bengazi en represalia, porque era supuestamente Libia el estado terrorista que había llevado a cabo el atentado. Diez años más tarde los jueces alemanes han dictado sentencia y puesto fuera de duda que Libia era ajena al atentado. Con esto no pretendo afirmar que Bin Laden y al-Qaeda sean inocentes. Pero es necesario que la justicia internacional establezca la culpabilidad. Lo que resulta inaceptable es apelar a pruebas contundentes, negarse a hacerlas públicas y tomarlas como justificación de represalias ejecutadas por la misma instancia que dice poseer dichas pruebas. Si algo ha aportado la cultura democrática en occidente es que el respeto a los procedimientos constituye un pilar fundamental de nuestros sistemas políticos y no una especie de inconveniente para la efectividad de la justicia.
Por otro lado, los atentados contra las Torres Gemelas han provocado una profusión de discursos antiterroristas no exentos de problematicidad. Hablamos de terrorismo como forma de violencia extrema cuya finalidad es infundir terror en la población o en una parte de ella y a fortiori en sus representantes políticos. Los gobiernos y las instituciones internacionales se encargan de confeccionar listas de grupos y personas terroristas, que no siempre obtienen un consenso unánime. Lo sorprendente es la facilidad como se puede pasar de héroe a villano, dependiendo no del carácter de la acción, sino de la coyuntura política y de los intereses de las grandes potencias. Los mismos Talibán, antes de ser vistos como terroristas, han sido calificados de héroes y aliados (freedom fighters) contra el imperio del mal, es decir, contra la extinta URSS. El poder que golpea a mi enemigo es un ejército de liberación, pero cuando ese mismo poder me golpea a mí, entonces se trata de una organización terrorista.
Pero si, con razón, calificamos los atentados a las Torres Gemelas de terrorismo, )qué calificación merecen entonces los bombardeos de Belgrado o Bagdad? )Se puede realizar un ataque aéreo a una planta farmacéutica en Jartum (Sudán) con muerte de civiles como represalia a los atentados contra las embajadas estadounidense en Tanzania y Kenia? )El mismo tipo de acción llevado a cabo por al-Qaeda es terrorismo, pero realizado por las tropas estadounidenses es defensa del orden democrático? )Cambiaría algo que definiésemos el terrorismo a partir de las características de la sociedad contra la que se atenta, es decir, cuando se atenta contra un poder y una sociedad sustentados en un orden democrático? Este criterio quizás podría valer, si no fuera porque Estados supuestamente democráticos han financiado y financian grupos terroristas o actúan con métodos terroristas contra otros Estados reconocidos internacionalmente. Conviene recordar aquí que la Corte Internacional de Justicia condenó en 1986 a EE.UU. por el ataque contra Nicaragua, dando por probada la colocación de minas en sus puertos por unidades del ejército estadounidense y la financiación a la contra. Washington en vez de reconocer la condena, lo que hizo fue retirarse de dicha Corte.
Por último, y apoyándose en la condena casi unánime de los atentados de las Torres Gemelas en todas las opiniones públicas de las sociedades desarrolladas, muchos políticos han empezado a lanzar un discurso que iguala todas las formas de terrorismo y convoca a una especie de frente patriótico contra el terror. La conclusión parece entonces palmaria: quien condene los mencionados atentados ha de cerrar filas con los respectivos gobiernos en todas las luchas que en el mundo se llevan a cabo contra las distintas organizaciones terroristas.
Pero, es verdad que todas las formas de terrorismo son iguales? Da igual que se trate de movimientos separatistas, de lucha contra regímenes totalitarios o de respuesta a un terrorismo ejercido desde el Estado? Hacerse estas preguntas no es justificar el terrorismo, sino intentar contribuir a un abordaje serio del mismo. No se puede tomar el terrorismo como excusa para validar todo tipo de política antiterrorista y mucho menos para justificar recortes importantes de derechos y libertades fundamentales. Con el USA Patriot Act, votado a finales de septiembre, se han puesto en manos del presidente estadounidense las principales atribuciones del Congreso y del Senado. La Ley patriótica del ministro de Justicia John Ashcroft, permite detener y encarcelar por tiempo indefinido y sin asistencia de abogado a cualquiera que sea acusado y originario del Próximo Oriente. Se han establecido tribunales militares para juzgar a extranjeros sospechosos de terrorismo, que van a emplear procedimientos secretos y sumarísimos y podrán condenar a muerte por mayoría simple. Se ha levantado la orden que prohibía a la CIA el asesinato de dirigentes extranjeros. La guerra total contra el terrorismo empieza a convertirse en una amenaza contra la democracia. Es lo que U. Beck ha llamado el triunfo de la política del autoritarismo democrático, porque son gobiernos elegidos democráticamente los que llevan a cabo políticas de corte autoritario con el aparente respaldo de las diferentes opiniones públicas (El País, 19-10-2001).
Éste ha sido otro de los discursos dominantes a la hora de interpretar los atentados contra las Torres Gemelas. Se trata de un discurso disponible con anterioridad a los acontecimientos. S. Huntington había publicado el verano de 1993 un artículo en la revista Foreign Affairs bajo el título The Clash of Civilizations, artículo que gozó de una gran difusión y provocó un amplio debate. Su tesis fundamental es que con la caída del muro de Berlín no han acabado las confrontaciones y los antagonismos, como sugería la tesis del Afin de la historia, defendida con anterioridad en la misma revista por F. Fukuyama. El final de los antagonismos entre sistemas económico-políticos más bien permite que emerja con claridad un nuevo horizonte de confrontaciones culturales.
Para Huntington, la fuerza central en torno a la cual se estructuran y organizan las culturas es la religión. Basta con arrojar una mirada al auge mundial de la religiosidad tradicional o fundamentalista en todas las religiones para comprobar, según él, que se está produciendo una reacción planetaria frente al uniformismo funcionalista de la tecnociencia y el consumismo mercantilista. Mientras los intentos de agiornamento de las religiones al nuevo contexto de la cultura moderna están en franco retroceso, asistimos a un retorno a las raíces religiosas de las diferentes civilizaciones. De modo coincidente con la expansión de una cultura internacional unificadora de la comunicación y el consumo, crecen en numerosas regiones políticamente conflictivas la agitación popular y los conflictos religiosos.
Basado en este análisis, Huntington pronostica que los conflictos más importantes del futuro no se producirán entre naciones o grupos, sino entre diferentes civilizaciones. Las razones de este cambio serían múltiples. Según él, las diferencias entre civilizaciones son mucho más fundamentales que las existentes entre ideologías políticas o formas políticas de gobierno. Junto a esto habría que considerar que en un mundo mucho más intercomunicado, como es el actual, también han aumentado las interacciones entre pueblos que pertenecen a diferentes civilizaciones. Sobre esto y de manera simultánea los procesos de globalización han socavado el poder de los nacionalismos seculares como referentes identitarios y han desintegrado las identidades locales. De esta manera, el retorno de antiguos elementos religiosos de la identidad colectiva o su nuevo papel político hacen aparecer con más fuerza las diferencias intercivilizatorias.
A todo esto se une la posición especial de occidente. Por un lado, ha resultado ser el bando ganador de la guerra fría, pero, por otro, debido a su hegemonía económica, militar y política, despierta en otras regiones del mundo una especie de reacción consistente en la recuperación y revitalización de las propias raíces: un giro >asiático= en Japón, una nueva conciencia hindú en la India, el nuevo islamismo en los países árabes y el retorno del debate entre occidentalistas y defensores de lo eslavo en Rusia. Dado que Rusia ha quedado completamente debilitada tras el triunfo del bloque OTAN en la guerra fría, las civilizaciones que se dibujan como especial amenaza en el nuevo marco de relaciones internacionales son el Islam y el Confucionismo.
Más allá de aspectos muy cuestionables de la teoría del choque de civilizaciones, desde la debilidad de su definición de civilización, el carácter ciertamente arbitrario que a veces adoptan sus líneas divisorias, la manera estática, estanca e incomunicada como quedan caracterizadas la culturas, el culturalismo que respira todo el planteamiento, la artificialidad como quedan integrados en el esquema continentes enteros, como el africano, etc., la importancia política de ensayo de Huntington reside en haber servido para extrapolar a todo el mundo musulmán interpretaciones elaboradas a partir de casos específicos. Se comienza señalando a Irán, Sudán, Líbano o a ciertos países del Magreb como origen de la amenaza para occidente y se termina identificando todo el Islam como amenaza. El resultado es la demonización del Islam en su conjunto.
Muchos medios de comunicación han tratado los atentados del 11 de septiembre como si se tratase de la prueba irrefutable de la tesis del choque de civilizaciones. Hemos podido ver cómo se ha identificado unilateralmente a las sociedades islámicas con sociedades en las que el poder de la religión no ha sido cuestionado. De modo genérico e impreciso se las califica de sociedades tradicionales o premodernas y se atribuye a la religión islámica la capacidad de configurar no sólo la vida privada de los que se consideran creyentes, sino la esfera pública de dichas sociedades, lo que alcanzaría máxima expresión en los llamados Estados islámicos o en los movimientos fundamentalistas y en los grupos terroristas que éstos inspiran. La imagen política de las sociedades islámicas dominante en estos discursos las dibuja como unas sociedades en las que no se ha llevado a cabo una separación entre autoridad política y autoridad religiosa, en las que la misma sociedad civil estaría sustancialmente configurada por la religión, sin que se haya podido desarrollar en ellas un uso público autónomo de la razón como fuente de legitimidad independiente de aquella.
Frente al poder de la religión en las sociedades islámicas hemos visto cómo se hacía valer la secularización de las sociedades occidentales modernas, caracterizadas por tres rasgos fundamentales: economía de mercado, democracia liberal y pluralismo cosmovisional. En dichas sociedades la religión habría dejado de servir de soporte ideológico del Estado y del poder político para convertirse en un asunto privado o en todo caso en una oferta particular de sentido junto a otras ofertas cosmovisionales. De este modo quedan definidos dos frentes irreconciliables. El occidente democrático, liberal, tolerante, por un lado, y el mundo islámico, fundamentalista, fanático, terrorista, por otro.
Pero el Islam no es una realidad monolítica ni identificable con el fundamentalismo, como veremos. 1.200 millones de seres humanos de todos los continentes profesan la religión musulmana y difícilmente puede adscribirse este ingente número de fieles a las corrientes fundamentalistas. Tampoco cabe confusión entre pueblo árabe e Islam, ni entre fundamentalismo islámico y confrontación con occidente. Dónde encajarían en ese esquema los diferentes regímenes fundamentalistas islámicos aliados de EE.UU.? Es más, ni el fundamentalismo es patrimonio exclusivo del Islam, ni el protagonismo político de la religión se limita a los ejemplos siempre aducidos de Irán o Arabia Saudí. Basta pensar en el movimiento Solidaridad en Polonia, los movimientos de liberación y la revolución sandinista en Latinoamérica, el renacer del fundamentalismo protestante en EE.UU. y su protagonismo en las elecciones presidenciales. El discurso del choque de civilizaciones ha conducido a una peligrosa identificación de Islam, islamismo y terrorismo que resulta inadmisible y que sólo se explica desde del interés por construir un enemigo como estrategia para alcanzar objetivos de carácter económico, político y militar.
Convendría mirar más allá de los límites que trazan los discursos dominantes. La realidad suele ser más compleja de lo que pretenden hacernos creer los medios de comunicación y los poderes políticos. A veces es tan importante lo que se silencia, lo que se oculta, como lo que se muestra. Y cuando miramos más allá, nos damos cuenta que no son las civilizaciones las que chocan, sino los fundamentalismos. Pero no sólo el fundamentalismo islámico, sino también el fundamentalismo arrogante del poder económico, político y militar, un fundamentalismo que, por cierto, también vive sumido en la convicción de una elección divina y mesiánica. Como ha señalado Vicenç Fisas, no hay choque de civilizaciones, pero sí un verdadero choque entre un sistema mundial hegemónico y radicalidades desesperadas (El País, 19-10-2001).
Ahondar en las razones de esa desesperación no significa justificar lo ocurrido, sino ayudar a entender las raíces profundas de las reacciones violentas y contribuir a trazar las líneas de política internacional que podrían aportar verdaderas soluciones a largo plazo. El sistema de dominación mundial genera dispositivos reactivos frente a su poder y brotes de violencia como los atentados a las Torres Gemelas, que resultan indisociables de la existencia de un poder sistémico, total, negador de toda transformación que lo cuestione o relativice, inexorable y, en cierto sentido, autista. Romper este autismo es condición necesaria para un futuro de paz y justicia verdaderamente universales.
Para ello es necesario fijarse en las desigualdades sangrantes que desgarran nuestro planeta y que tienen un peso enorme en la desesperación de millones de seres humanos. En relación con la pobreza absoluta que ellos viven, hablar de violencia estructural, de violencia asesina, no es servirse de un recurso narrativo dramatizador, sino describir con la máxima precisión los resultados de dicha pobreza.
El proceso de globalización económica al que hemos asistido en las últimas décadas se ha desarrollado bajo el dominio de fuertes asimetrías, la hegemonía de tres regiones económicas principales (EE.UU., UE y Japón), la polarización entre zonas productivas ricas donde se acumulan la información y la riqueza y zonas empobrecidas con economías devaluadas y fuerte exclusión social. Los mercados de bienes y servicios sólo se han liberalizado de modo incompleto y casi siempre de manera desventajosa para los países menos desarrollados. El proteccionismo que se combate siempre es el de los otros más débiles. En realidad se han mantenido y fortalecido las pautas de dominio heredadas históricamente a través de un emplazamiento diferencial en la división internacional del trabajo, que supone de hecho la exclusión de grandes regiones rurales, países enteros de todo el mundo, gran parte del continente africano y grandes sectores de población en países y regiones ricas. En cierto modo nos encontramos ante la paradoja de que nuestro mundo se ha vuelto más unitario y más desgarrado a la vez.
Los datos que ofrecen los últimos informes del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo hablan por sí solos:
DESIGUALDADES DEL CONSUMO 20% MÁS RICO 20% MÁS POBRE Consumo de carne y pescado 45% 5% Consumo de energía 58% 4% Líneas telefónicas 74% 1,5% Consumo de papel 84% 1,1% Flota mundial de vehículos 87% 1% GASTOS EN CONSUMO PRIVADO 86% 1,3% En los últimos 30 años, la participación en el ingreso mundial del 20% más pobre de la población mundial se redujo de 2,3% (1960) a 1,4% (1991) y a 1,1% (1997). Mientras tanto, la participación del 20% más rico aumentó de 70% a 85%. Así se duplicó la relación entre la proporción correspondiente a los más ricos y a los más pobres, de 30:1 (1960) a 61:1 (1991) y a 78:1 (1994). Hay en el mundo 358 personas cuyos activos se estiman en más de mil millones de dólares cada una, con lo cual superan el ingreso anual combinado de países donde vive el 45% de la población mundial. En los últimos tres decenios, la proporción de gente cuyo ingreso per cápita creció por lo menos a un ritmo de 5% anual se duplicó con creces, del 12% al 27%, en tanto que la proporción de los que experimentaron un crecimiento negativo se triplicó ampliamente, de 5% a 18%. La diferencia en cuanto al ingreso per cápita entre el mundo industrializado y el mundo en desarrollo se triplicó, de 5.700 dólares en 1970 a 15.400 dólares en 1993.
Pero no nos enfrentamos sólo a una pobreza relativa y una desigualdad creciente, sino a una situación alarmante de pobreza absoluta. Alrededor de un tercio de la humanidad, 1.300 millones de personas, viven con un ingreso inferior a un dólar diario. Según el Informe del PNUD de 1998, de los 4.400 millones de habitantes del mundo en desarrollo, casi tres quintas partes carecen de saneamiento básico. Casi un tercio no tiene acceso a agua limpia. La cuarta parte no tiene vivienda adecuada. Un quinto no tiene acceso a servicios modernos de salud. La quinta parte de los niños no asiste a la escuela hasta el quinto grado. Alrededor de la quinta parte no tiene energía y proteínas suficientes en su dieta. Las insuficiencias de micro-nutrientes son incluso más generalizadas. En todo el mundo hay dos mil millones de personas anémicas, incluidos 55 millones en los países industrializados. Esto supone que anualmente 200 millones de personas se vean afectadas por la tuberculosis y que unos 5 millones de lactantes y niños mueran por infecciones agudas de las vías respiratorias. El 94% de las personas con SIDA viven en países subdesarrollados, especialmente en el África subsahariana. 507 millones de personas tienen una esperanza de vida inferior a 40 años, 158 millones de niños menores de 5 años sufren malnutrición y 800 millones de personas no tienen recursos suficientes para comer.
Todas estas cifras, por lo demás suficientemente conocidas, no pretenden ninguna exhaustividad, ni tampoco simplificar en su generalidad la multiplicidad de situaciones que en ellas quedan subsumidas: desigualdad entre zonas rurales y urbanas, entre hombres y mujeres, entre regiones en los mismos países, entre adultos y niños, entre etnias, etc. Quizás por esa razón sería conveniente atender sobre todo a la dinámica del sistema mundial tal como se manifiesta en los procesos de diferenciación social: en el ámbito de las relaciones de distribución y consumo o en la forma de apropiación desigual de la riqueza nos encontramos con una creciente desigualdad, polarización, pobreza y miseria. En las relaciones de producción asistimos a una individualización del trabajo, sobreexplotación de los trabajadores, exclusión social e integración perversa.
Quien desee hablar de violencia y condenarla, debe estar dispuesto a hablar de violencia estructural y a combatirla. No porque esta última justifique la muerte de inocentes, pero resulta ingenuo pensar que se puede crear una isla de bienestar económico y seguridad en medio de un mar de miseria y violencia. Como tampoco parece razonable exigir solidaridad con unas víctimas y mostrar indiferencia con otras.
Con el final de la guerra fría hemos asistido a un desplazamiento de las líneas de confrontación. Los lineamientos ideológicos y la rivalidad entre EE.UU. y el bloque soviético se han visto desplazados por la competencia económica, en la que juega un papel fundamental la competencia por el acceso a materias primas cruciales. Si observamos las zonas donde se desarrollan los enfrentamientos armados y conflictos bélicos en la última década, no tardaremos en descubrir su coincidente asociación a fuentes de dichas materias primas. En Medio Oriente y en el Suroeste Asiático el problema capital es el acceso al agua, en Angola y Sierra Leona nos encontramos con los yacimientos de diamantes, en la República Democrática del Congo se trata de yacimientos de cobre y diamantes y en Borneo de la madera. Las compañías y los gobiernos interesados en esas materias primas pertenecen a los países desarrollados, por cierto, también los mayores productores y suministradores de armas.
En este contexto, el área del Golfo Pérsico y Asia Central se han convertido en objetivo estratégico de primera magnitud para EE.UU. debido a sus reservas de petróleo y gas natural. Garantizar el flujo de los mismos a los países desarrollados es una cuestión prioritaria de la política de defensa, lo que seguramente ha motivado el traslado del mando de las fuerzas armadas en Asia Central a la Comandancia Central del Departamento de Defensa estadounidense. Gran parte del petróleo que importa Estados Unidos proviene de Venezuela y del Golfo Pérsico. Europa compra el petróleo producido en el Golfo Pérsico y en el Mar del Norte. Entretanto, los países que constituían la antigua Unión Soviética se han convertido en importantes suministradores de gas natural a Europa. Pero, dadas las previsiones de aumento del consumo mundial en las próximas décadas y dada la inestabilidad política de las zonas suministradoras tradicionales, las reservas petroleras existentes en el mar Caspio concitan todos los intereses estratégicos de las grandes compañías energéticas. Dichas compañías han entablado negociaciones con Azerbayán, Kazajstán, Turkmenistán y Rusia. Expectativas razonables prevén que las reservas disponibles en la zona serán en menos de dos décadas las terceras más grandes del mundo. Según estimaciones actuales, la bahía del Caspio tiene hasta doscientos mil millones de barriles de petróleo, que, si nos basamos en su valor en el mercado actual, valdrían cuatro billones de dólares. A esto habría que unir las reservas de gas natural del desierto de Karakum en Turkmenistán, la tercera más grande del mundo. Otros campos de gas y petróleo en los países adyacentes no hacen sino subrayar la importancia estratégica de la zona.
Sin embargo, transportar el petróleo y el gas natural del mar Caspio y de Asia Central al mercado resulta difícil. La única manera técnicamente viable y económica rentable sería por medio de oleoductos. Actualmente existen dos rutas, la ruta rusa hacia el noroeste y la ruta chechena hasta el mar Negro. Esto supone el control ruso del transporte de petróleo en la región o los problemas que genera el conflicto checheno. Entre las posibles rutas alternativas, la transcaucásica, la iraní, la china y la afgana, esta última supondría una distancia relativamente corta y permitiría llevar el petróleo al mercado del subcontinente de India a través de Pakistán. El valor estratégico de Afganistán es, en todo caso, muy alto.
Mucho antes de los atentados contra Nueva York y Washington, los EE.UU. habían fraguado planes concretos para el futuro político de Afganistán. Durante meses habían negociado con los talibán y amenazado, ya antes del 11 de septiembre, con una intervención militar. Es de sobra conocido el intento del gobierno de Clinton, tras los atentados contra las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania en 1998, de que los talibán entregaran a Osama Bin Laden, principal sospechoso, y aceptasen una ampliación de la coalición de gobierno, ofreciendo a cambio un reconocimiento de su régimen. Pero el objetivo principal no era tanto la eliminación del terrorismo cuanto la estabilización de la situación política en Afganistán, para poder realizar la construcción hace tiempo proyectada de un oleoducto entre Asia Central y el mar sin pasar por Irán.
Tras el fracaso de esas negociaciones durante la presidencia de Clinton, Georg W. Bush las retoma en febrero de 2001 bajo el influjo del poderoso lobby petrolero. La estrategia consistía en hacer ver a los talibán que la administración estadounidense contaba con ellos, dada su pertenencia a la corriente sunní (distinta de la corriente mayoritaria en Irán, la chiíta) y dado el apoyo de Arabia Saudí a su régimen, pero dado su rechazo internacional era necesario entregar a Bin Laden y entregar algo de su poder, proponiendo al rey afgano en el exilio, Sair Shah, como líder del nuevo gobierno. En las conversaciones con los talibán, que llegaron hasta el verano de 2001, participaron las Naciones Unidas y la OTAN. En la misma medida que fue quedando claro que los talibán ni entregarían a Bin Laden, ni aceptarían ninguna limitación de su poder, fue aumentado la presión de los EE.UU., que ya amenazaron con acciones militares. No cabe duda que más allá de las intenciones declaradas de castigar al terrorismo existen otros intereses suficientemente importantes para establecer una presencia militar duradera en la región.
En torno a los atentados del 11 de septiembre hemos sido testigos de una triste ceremonia de la confusión que ha afectado a la asimilación de tres realidades distintas: Islam, islamismo y terrorismo. Como Juan Goytisolo ha señalado, si sabemos distinguir entre vasco, abertzale y etarra, hemos de saber distinguir entre Islam, islamismo y terrorismo (El País, 20-9-2001). Ciertamente la imagen de Occidente en los países de mayoría religiosa musulmana está bastante deteriorada y no tanto por la pasada historia de enfrentamientos que determinan desde antiguo la relación, sino por los conflictos políticos y militares del siglo XX (guerra con Israel, guerra del Golfo, etc.), que han despertado en el mundo islámico miedos frente a la amenaza occidental. Pero no sólo las instituciones políticas o los gobiernos de las grandes potencias sufren este deterioro, también ha salido perjudicada la imagen de la cultura occidental. Virtudes y valores reconocidos hasta ahora a occidente como la formación, la ciencia, el espíritu de iniciativa, etc., han sido desplazados por los estereotipos del materialismo y el egoísmo, del embrutecimiento moral y la falta de sentido comunitario. Cada vez se pierde más de vista los fundamentos éticos y espirituales de occidente Cristianismo, ilustración, humanismoC y en su lugar aparece el reproche generalizado de inhumanidad dirigido contra la modernidad occidental.
Por otro lado, el fundamentalismo islámico ha despertado en los países occidentales industrializados la vieja imagen hostil del Islam. La política y la cultura islámicas aparecen en los medios de comunicación y en la opinión pública de dichos países sobre todo en la figura de gobiernos y agrupaciones extremistas. La revolución iraní ha reactualizado viejos clichés de la imagen europea del Islam, que lo definen como violento, fanático, expansivo y enemigo del progreso. Es necesario revisar estos clichés que determinan conductas, legitiman estrategias políticas y envenenan el clima de convivencia.
El Islam se basa en cinco pilares (arkan ad-din), de los cuales el más importantes es la profesión de fe (shahadah), reconociendo que hay un solo Dios y Mahoma es profeta. Los otros cuatro pilares son la obligación de rezar cinco veces al día, entrando en relación con Dios, para así poder escapar a una total absorción por el materialismo de la vida cotidiana (salah); practicar la caridad (zakat) con quien tiene necesidades materiales fundamentales no cubiertas; respetar el ayuno (sawn) que impone el mes de Ramadán, en cuyo transcurso desde la salida del sol hasta el amanecer no se puede comer, beber, fumar ni mantener relaciones sexuales; por último, para quien tenga los medios económicos y la salud para hacerlo, peregrinar a La Meca y a la tumba del profeta Mahoma (hajj).
Del mismo modo que resulta imposible concebir el renacimiento europeo sin la contribución de la ciencia del oriente islámico, tampoco se puede concebir el mundo islámico actual sin el influjo del pensamiento occidental. Ya la expedición de Napoleón a Egipto en 1798 provocó un impulso modernizador promovido por el gobernador del sultán otomano Mohammed Ali (1769-1849). En las provincias árabes del imperio otomano también empezó a considerarse la idea de frontera, es decir, la noción de estado nacional, hasta que finalmente en 1918 con el programa de paz de los catorce puntos del presidente norteamericano Woodrow Wilson y bajo el postulado de la autodeterminación de los pueblos se inició la era postcolonial de los estados constitucionales del oriente próximo.
La transformación política del gran imperio islámico en pequeños estados seculares se produjo sin demasiadas dificultades dado que el papel del estado y de la religión en ambas formas de organizar el poder es en la práctica bastante semejante. Al-Islam din wa-daula, la exigencia de unidad entre religión y Estado planteada por los fundamentalistas islámicos no se deriva de ningún principio coránico, lo que condujo ya entre los sucesores del profeta a dejar la configuración de la política en manos de fuerzas y dinastías seculares. No obstante, hay que reconocer que el derecho islámico (Sharía) y su interpretación por los doctores de la ley (ulema) estaba al servicio sobre todo de la legitimación de los gobernantes. De este modo la cultura política del mundo islámico está determinada desde hace siglos por una especie de laicismo de facto.
En los años treinta existía una fuerte corriente de modernismo islámico, que también es conocido como >islam reformista=. En su búsqueda de una síntesis de estado constitucional occidental, desarrollo científico-técnico e islam, dicha corriente es una prueba perdurable de las cosas que existen en común entre la cultura occidental y la islámica. Los modernistas piensan todavía hoy que el Corán es tan compatible con los derechos humanos, la democracia, el liberalismo, el socialismo o el capitalismo como lo puedan ser el judaísmo o el cristianismo. Según esta corriente, el islam originario del Corán no prescribe, por ejemplo, ni que las mujeres cubran con un velo su cara, ni la poligamia, aunque ambas cosas hayan terminado imponiéndose en la jurisprudencia islámica tradicional, que establece el sometimiento social y político de la mujer. Modernistas islámicos como Qasim Amin (1865-1908) exigían ya en el siglo XIX la liberación de la mujer. Aunque el fundamentalismo islámico se haya convertido en las últimas décadas en una poderosa fuerza política que ha arrinconado a los modernistas en una posición defensiva, sin embargo los fuertes movimientos pendulares registrados repetidamente en el siglo XX entre secularismo, ortodoxia, modernismo y fundamentalismo muestran que la cultura occidental y la islámica no son dos mundos separados. En ambas existe una gran pluralidad cultural que bajo constelaciones históricas favorables permite la cooperación, la integración y la comunicación productiva.
La soberanía del estado islámico, en esto existe consenso dentro del mundo musulmán, reside sólo en Dios. En ese sentido se trata de una teocracia. Pero la intervención de Dios, es decir, su revelación, termina según el Islam ortodoxo con la muerte del profeta Mahoma. Así pues, la soberanía de Dios se manifiesta ahora en la sharía, en la que él ha dado a los seres humanos las normas y los valores fundamentales. La autoridad de aplicar la ley de Dios no está reservada, como en la edad media, al Imán o Califa, sino que ha sido transferida a la comunidad de los creyentes. Y ante Dios los creyentes son iguales entre sí. El soberano (Imán, Califa o Presidente del Estado) es sólo el que recibe el encargo de los creyentes y su legitimidad proviene de la autoridad de la comunidad (umma). Dicho en terminología moderna, la fuente del poder es la umma.
El estado islámico está fundamentado en la sharía y tiene el encargo de dar cumplimiento al orden jurídico y moral islámico. No puede ser por tanto neutral desde el punto de vista valorativo. Pero los detentadores del poder no poseen ningún status sacral. El jefe de estado tiene deberes definidos por la religión, pero no posee ninguna autoridad religiosa y sólo puede interpretar el derecho islámico en la medida en que está cualificado para ello como doctor en derecho islámico. No sería pues imposible compatibilizar en cierta medida el concepto de estado islámico con instituciones de la democracia moderna como las elecciones, el principio de representación y de mayoría, la división de poderes y la independencia de la justicia.
Tanto las ciencias sociales como la opinión pública de los países industrializados han dado por sentado durante bastante tiempo que con la modernización también aumenta necesariamente el grado de secularización de una sociedad y de su cultura política. El hecho de que exista una tendencia a la islamización y al islamismo a pesar del proceso de modernización iniciado en los países de ese ámbito parece cuestionar ese presupuesto. La oposición entre modernización y religión contenida en él debe ser pues considerada como el resultado de una ideología evolucionista acuñada por las teorías de la modernización, que elevan a tipo ideal la evolución europea. Esa ideología ve en una secularización que procede según es la norma, es decir, en la superación de la tradición y la religión, un paso necesario para la modernización. En última instancia considera la religión y en especial el derecho islámico como factor entorpecedor del desarrollo y la modernización. Una mirada estandarizada sobre el Islam como factor exclusivo de la normalización de la sociedad impide ver las posibilidades de evolución no seculares o, mejor dicho, otras formas de secularización diferentes de las presupuestas para Europa.
Una mirada más atenta es la que se presenta en la tesis de la transición bloqueada: no es que el proceso de industrialización y modernización haya sido bloqueado en la mayoría de sociedades del mundo islámico de modo causal por la falta de una secularización, que por lo que parece no ha tenido lugar, sino que por el contrario la creciente islamización puede explicarse en gran medida como reacción a una modernización bloqueada, es decir, realizada sólo parcial y deficientemente. La religión, con sus tradiciones y formas de expresión que abarcan todos los estratos sociales, aparece como un factor capaz de evitar la desintegración de la sociedad y servir de generador de legitimidad y sentido en una situación de conflictos sociales y desequilibrios provenientes de la modernización bloqueada. La islamización se convierte dentro de esta tesis en un síntoma que acompaña a la modernización o en la expresión de sus contradicciones internas.
Pero la tesis de la transición bloqueada sigue valorando la islamización como contraproductiva en relación al proceso de modernización y desarrollo. Dicha tesis implica, además, la idea de que la transformación en una sociedad de masas industrializada y completamente secularizada es la meta del desarrollo. Desde esta perspectiva, la islamización y el consenso islámico que se dibujan en bastantes países del próximo y lejano oriente serían ante todo característicos de una fase de transición, pero en definitiva fenómenos obstaculizadores de la modernización. Sin embargo, si no se canoniza la idea de secularización europea, habría de replantearse la interpretación de toda declaración pro Islam, pro Sharía y pro unidad entre política y religión como secularización deficiente y como prueba de una idea atemporal y específicamente islámica de la política, el orden y la vida. El reconocimiento de una secularización que no se corresponde con el tipo ideal de secularización europea puede ampliar la imagen habitual de las sociedades islámicas. Esa imagen se agota demasiado frecuentemente en contraposiciones entre Islam y secularización, tradición y modernidad o religión y política.
Ciertamente, el clima social de la mayoría de los países islámicos se ha transformado en las últimas décadas hacia un conservadurismo moral de corte tradicional. Aunque el fundamentalismo sólo haya arraigado en una minoría de musulmanes, muchos tienden a una recuperación de los símbolos, ritos y hábitos tradicionales del Islam. El número de mezquitas y la asistencia a las mismas ha aumentado en las últimas décadas. El velo y el turbante han retornado a la imagen de la vida pública del oriente. La relativa apertura al mundo de los intelectuales ha sido sustituida por una actitud introvertida que refuerza el sentimiento de independencia y de ser diferente frente a la cultura occidental.
Como resultado del renacer del Islam y de su pretensión de ser criterio último de la acción individual y social se ha reforzado desde finales de los años setenta la búsqueda de un orden islámico como alternativa a todos los modelos existentes. Dicho orden debe ofrecer dos cosas: ha de ser moderno, estar a la altura de los tiempos y, al mismo tiempo, ser auténtico, demostrando así la autonomía cultural de los musulmanes. No es necesario subrayar lo problemático que es el concepto de autenticidad. Ésta no se reduce tampoco para los musulmanes simplemente al Islam, ya que por lo general se suele considerar bajo ese concepto sólo el Islam ortodoxo, centrado en la escritura y la ley, y no las numerosas formas de piedad islámica, en gran parte de carácter místico, propias de muchos de los creyentes.
La ideología de los islamistas, cuyos orígenes se remontan al wahabismo, llamado así por su creador, Muhammad Ibn al-Wahhab (muerto en 1791), y a los esfuerzos de reforma del siglo XIX conocidos como Nahda (renacimiento) y cuyos líderes fundamentales fueron al-Afghani, Muhammad Abduh y Rashid Rida, se fundamenta en la existencia afirmada vehementemente de una verdad dada por Dios, que ellos dicen representar, reclamando para sí la personificación del Islam genuino, atemporal y salvífico y la capacidad de aplicarlo en una política correspondientemente incontrovertible. La pretensión de verdad de los islamistas está vinculada directamente con esa singularidad que ellos se atribuyen, así como con la simplicidad de su análisis de la sociedad y la promesa de salvación que le acompaña. Éstas son las razones del atractivo de la corriente islámica. En el postulado de unidad del Islam y en la pretensión de anunciar la única verdad reside el centro ideológico del islamismo y el fundamento de su fascinación.
Con la fe en la existencia de una verdad divina está vinculada necesariamente la fe en la posibilidad de conocer esa verdad para cualquier musulmán. Por medio de ese conocimiento compartido de la verdad de la religión se constituye la comunidad de los musulmanes, la umma. Una comunidad que, según la ideología de los islamistas, es única tanto en el camino como en la meta. La apelación a la comunidad es un componente esencial de la ideología islamista. En principio una apelación a la comunidad y su tradición no tiene que ser tachada de reaccionaria, sino que puede verse como base de la sociedad civil. Sin embargo, la ideología islamista de la comunidad representa de hecho un intento de sustituir el carácter esencialmente conflictivo de las sociedades post-tradicionales por la restauración de la unidad premoderna de explicación del mundo, estilo de vida y promesa de salvación. La pretensión de absolutez de la religión subrayada por los islamistas resulta para ellos irrenunciable, pues en su ideología la comunidad se constituye a través del sentimiento de estar colectivamente en posesión de la verdad del Islam.
Esa ideología comunitaria necesita una imagen del mundo dicotómica para adquirir estabilidad. Es decir, frente a la comunidad de los buenos hay que colocar un grupo o varios de los Malos. Estos son necesarios para explicar por qué razón la umma no se encuentra en un estado de beatitud. La causa es la infiltración del mal. Pero los malos no son en primer lugar occidente, sino los Otros y los Desviados dentro de la misma comunidad islámica, que han corrompido el sano sentido común de los buenos musulmanes. De este modo, el adversario político es declarado enemigo de la religión, de la verdad, de la salvación y de la comunidad. Las otras posiciones políticas reciben el estigma de desviacionistas y con ello queda justificada la necesidad de una Purificación. Al darse por supuesta la existencia de un consenso de la comunidad sobre cuál es el comportamiento del Buen musulmán, carece de sentido preocuparse por la regulación de los posibles conflictos, que sin embargo no dejan de existir. Los intereses particulares y de clase, que en las sociedades modernas sólo pueden ser regulados dando carta de ciudadanía a los conflictos y buscando soluciones que respondan a acuerdos mayoritarios, quedan ocultos detrás de un consenso de comunidad dado por supuesto.
La discriminación de las mujeres y no musulmanes y la exclusión tanto de los homosexuales como de los comunistas y secularistas, tal como aparece en las manifestaciones y posicionamientos de los islamistas, son ejemplos claros de la estrechez con que éstos conciben el consenso islámico y su moral, y en qué sentido podría ser empleado el aparato del Estado una vez en sus manos. Su ideología, que ofrece explicaciones sencillas de la crisis y promete soluciones también sencillas, se apoya en el postulado de que la sharía contiene prescripciones inequívocas para todos los ámbitos de la vida y para todos los tiempos. Las diferencias de interpretación y aplicación quedan excluidas de antemano. Su fundamentalismo no consiste pues en que pretendan mantener un concepto de Islam proveniente de siglos pasados Cdicho concepto no ha existido realmente nunca. Son fundamentalistas porque inmunizan su versión de la jurisprudencia islámica, del orden social y la moral contra toda crítica apelando a una supuesta autenticidad incuestionable. Precisamente esta apelación al único Islam, que en realidad no existe, es lo que conduce a los islamistas al totalitarismo en el debate político en torno a cuestiones concretas.
Pero en nombre de los valores intocables de origen divino y en nombre del bien común se imponen intereses particulares. Detrás de la retórica religiosa de la umma, de la comunidad islámica, también se esconden los intereses económicos y políticos de la burguesía. Se puede hablar de la conexión de una concreta burguesía con el Islam tradicional, conexión que se refleja por un lado en la manera de argumentar presentando los contenidos de la economía liberal en formas tradicionales y, por otro lado, en la esfera personal, en el ir juntos los representantes de las capas altas de la burguesía y los doctores e ideólogos religiosos.
Por otro lado, los movimientos de renovación islámicos son también una reacción frente a promesas incumplidas, expectativas defraudadas y una creciente desilusión en relación con diferentes modelos de política industrial y desarrollista impuesta autoritariamente por los Estados después de la segunda guerra mundial. Dicha política destruyó las formas tradicionales de vida social sin sustituirla por algo mejor. El resultado es un desequilibrio socio-económico. Ibadat y mu=amalat, que regulaban los deberes de los musulmanes frente a Dios y la integración social se desmoronaron a causa de la urbanización y la industrialización promovida por el Estado.
Este tipo de política identificaba el desarrollo con el crecimiento económico y la modernización con la urbanización. Las élites nacionales y sus consejeros extranjeros creían firmemente que el bienestar iría poco a poco recalando desde arriba hacia abajo, que la industrialización y la urbanización producirían tarde o temprano de manera automática la justicia social. De este modo fueron destruidos los últimos restos del viejo orden socio-económico islámico. Pero la riqueza y bienestar se concentraron en las manos de unos pocos, mientras que la población se empobrecía. Los campesinos fueron arrancados de espacios vitales enraizados en una tradición cultural igualitaria, con fuerte sentido comunitario, y convertidos en proletarios marginalizados y víctimas de una tecnología intensiva en capital.
Para la segunda generación de la población campesina emigrada a las ciudades la situación en los suburbios miserables es todavía mas desconsoladora. Ni la formación ni el trabajo asalariado permiten una promoción social. Éste es el sustrato ideal para los islamistas militantes, que prometen promoción social y restauración de la tradición. El renacimiento del Islam es sobre todo una reacción de la población frente a esperanzas incumplidas, unas esperanzas que fueron sembradas especialmente en las dos décadas posteriores a la segunda guerra mundial, cuando se intentó generar crecimiento económico y justicia social aplicando modelos de desarrollo impuestos desde el aparato estatal con ayuda técnica y financiera de occidente.
La élite dirigente secularista utilizó su monopolización del poder e impuso a las masas su visión del desarrollo. Oficialmente se decía que había que crear una nueva clase media, pero en realidad se manipuló el proceso de desarrollo de cara al enriquecimiento propio. La intención central de la política económica consistió llevar a cabo un proceso de transformación socio-económica dirigido por el aparato del estado, un proceso que se dirigía contra el ámbito rural. Desde el punto de vista político era elitista y desde el punto de vista sociológico intentaba crear una clase media que gozaba de subvenciones y de la protección del Estado. Esto tuvo reflejo sobre todo en el crecimiento de las burocracias estatales.
Pero esta especie de capitalismo de Estado fue incapaz de afrontar la crisis económica de los años setenta. La ideología nacionalista de los gobiernos secularistas, que al principio pudieron movilizar las masas a favor de su experimento de capitalismo de Estado, se vio expuesta cada vez más intensamente a la crítica islamista. A la vista de una pobreza en gran medida no vencida y del reparto estructuralmente desigual de los ingresos, empezó a desmoronarse la lealtad de las masas, mientras que los programas de ayuda organizados por los movimientos islamistas gozaban cada vez de más resonancia.
Sin embargo, frente a lo que pretenden los islamistas, la respuesta a esta política fracasada no puede ser el recurso a una supuesta unidad cultural y religiosa del Islam. Al igual que otros pueblos, los musulmanes también están influidos de forma importante por su entorno, lo que ha producido un gran abanico de modelos de vida y organización que pueden reclamar para sí el adjetivo de islámicos. Incluso los más fieles entre ellos a la Escritura, que consideran al Corán su ley fundamental y a Mahoma su profeta, no encontrarán en las fuentes con autoridad ninguna indicación precisa para la organización política de la sociedad actual. Tanto el Corán y la Sunna, como la tradición de las palabras y gestos del profeta (Hadit) prescriben, ciertamente, ciertas reglas básicas, más bien generales, para la vida social y política, pero no un modelo concreto, ni siquiera el califato. No puede existir pues el Estado islámico, sino en todo caso diversos proyectos y utopías, así como diferentes ejemplos, ya practicados, de orden político islámico como p.ej. el reino de Arabia Saudí o la república islámica de Irán, que se diferencian en aspectos muy importantes y además no son reconocidos como verdaderamente islámicos por muchos musulmanes.
Los islamistas afirman que el Islam es al mismo tiempo religión y Estado (al-islam din wadaula), por lo que los valores establecidos por él deben determinar también la política. Esos valores están contenidos en la Sharía, que es más que la mera ley islámica, ya que pretende configurar y regular todos los ámbitos de la vida humana. El mito haría ha sustituido en cierta medida al Califa como símbolo de la identidad y unidad islámica. A ella se vinculan las esperanzas de justicia, univocidad, orden y, no en última instancia, estabilidad, esperanzas que han adquirido tanto valor en el pensamiento de los musulmanes modernos.
Pero si la sharía ha de garantizar unidad, orden y estabilidad y ser el fundamento normativo para la vida individual y el orden social, que no puede ser cuestionado por autoridades civiles, tiranos, dictadores o masas revolucionarias, entonces su flexibilidad ha de ser muy limitada, dado que una tal flexibilidad presupone la posibilidad de interpretación y ésta va ligada inevitablemente a determinados intereses (también en el establecimiento de lo que es el bien común). El ámbito de lo flexible y políticamente organizable no sería en este caso demasiado grande. Al contrario, existe más bien el peligro de que personas y grupos concretos los Hermanos Musulmanes, el FIS, los detentadores del poderC impongan su monopolio sobre la interpretación de las fuentes normativas, tal como ha ocurrido recientemente. Contra el peligro de la manipulación política sólo se puede actuar asegurando el derecho de los musulmanes, la nación o el pueblo a la participación política y limitando las competencias de los gobernantes por medio de un Estado de derecho definido democráticamente.
Respecto a la relación entre islamismo y terrorismo es necesario subrayar que el islamismo moderado no posee ninguna inclinación hacia las estrategias violentas. Es más, las primeras muestras de extremismo violento dentro de lo que hoy conocemos como ámbito musulmán fueron de carácter laico (FLN en Argelia o OLP en Palestina). Los orígenes ideológicos del terrorismo islámico se remontan a Sayyid Qutb, pensador egipcio ejecutado por Nasser, el cual actualiza el concepto de yahiliyya, con el que se designaba el período de barbarie anterior a la Revelación coránica, e intenta por medio de esta actualización fundamentar la necesidad de unas nuevas élites capaces de una transformación radical. Abdessalam Farag, inspirador ideológico del atentado mortal contra Anuar al-Sadat y autor de El deber desatendido, vincula el diagnóstico del hundimiento de la sociedad musulmana en el estado de yahiliyya con el imperativo de la yihad como lucha contra la apostasía. En él se inspirarían diversos movimientos radicales egipcios. Junto a éstos se encuentra los GIA argelinos, los movimientos de liberación nacional de carácter islamista en Líbano y Palestina, como Hizbullah, Yihad Islámica y Hamas.
Frente a la interpretación canónica de la yihad, como lucha interna por agradar más a Dios o como defensa ante una agresión externa sometida a las normas morales generales que establece el Corán, la interpretación minoritaria defendida por los grupos violentos concibe la yihad como lucha externa y no sólo defensiva, sino también ofensiva. Aquí la yihad presenta todos los rasgos de la guerra santa, como guerra ordenada por Dios, cuya legitimidad no puede ser cuestionada, contra un adversario que es enemigo de Dios y que exige la entrega más absoluta: el sacrificio o la autoinmolación. La concepción de la yihad como lucha externa con empleo de la violencia tiene un sustento más sólido en la tradición chiíta (Irán) que en la sunní, pues en aquélla se exalta el ejemplo del imán Hussein, muerto en el año 680 luchando contra el califa de Bagdad, y se ha desarrollado una importante teología del martirio. El camino que conduce a la salvación absoluta es la muerte en defensa del Islam contra sus enemigos.
A parte de sus motivaciones ideológicas y las estrategias violentas, a la hora de analizar estos movimientos no conviene pasar por alto su relación con los dos Estados islámicos de la zona, Arabia Saudí e Irán, y la confrontación entre ambos. Casi todos los conflictos de los años 80 y 90 tienen también una lectura intraislámica: Irán intenta exportar su revolución y Arabia Saudí contenerla. Ambos coinciden en promover una islamización desde arriba. Tras la guerra entre Iraq e Irán, que tuvo un efecto de desgaste muy importante para ambos países y de contención de la expansión y difusión de la revolución iraní, la guerra de Afganistán sirvió para desviar la lucha promovida por Irán contra el Gran Satán (EE.UU.) hacia la URSS. Esta guerra supuso además una radicalización e internacionalización de la violencia islamista, si bien todo ello bajo el control y el apoyo de Pakistán, Arabia Saudí y la CIA.
Durante los años 90 hemos asistido a un doble proceso de radicalización de los grupos violentos, por un lado, y de desmembramiento del islamismo moderado, por otro, donde han emergido las diferencias entre los diversos grupos Cjuventud urbana pobre, intelectuales y clases medias piadosas y líderes religiosos hasta ahora aglutinados en torno a una misma ideología, como ha constatado G. Kepel (La Yihad. Barcelona 2001, 21ss). Durante la guerra del Golfo pudimos asistir en los medios de comunicación al divorcio entre las clases populares y los líderes de los países de la zona. Mientras que las poblaciones mostraban mayoritariamente su simpatía hacia Saddam Hussein, las petro-monarquías se aliaban con EE.UU., lo que para muchos supuso un grave atentado a su legitimidad religiosa. Por otro lado, se produjo un descontrol de los yihadistas desocupados tras el triunfo de los talibán en Afganistán, que ahora recuperaban el antiguo objetivo, EE.UU., y las élites de Arabia Saudí, Argelia, Palestina, etc. desprestigiadas en la Guerra del Golfo.
Éste es el nuevo contexto que explica las características de la organización al-Qaeda. Surgió al calor de la yihad afgana con apoyo de EE.UU., supone una internacionalización de la acción terrorista, carece de enraizamiento popular y está altamente profesionalizada. No buscan tanto la consecución de objetivos políticos concretos, por lo que no suelen reivindicar los atentados, cuanto mostrar la vulnerabilidad del enemigo imperialista. Pero, en cualquier caso, al-Qaeda no puede ser considerada una organización representativa del mundo musulmán. Como constata A. Bolado, el islam no es terrorista, o al menos no lo es en mayor medida que otras religiones o culturas. Tampoco el islamismo es una emanación inexorable del islam Cen éste existen múltiples corrientes y tendencias, entre las cuales la islamista es una más, si bien muy cualificada políticamente, ni tampoco terrorista: la mayoría de las organizaciones islámicas, y de lejos las más numerosas, ni son terroristas ni apoyan el terrorismo. Por último, no existe en el terrorismo islámico nada específico frente a otros terrorismos. Colocar a Allah en la base de la actuación terrorista (incluso cuando conlleva el suicidio) no se diferencia de colocar a la patria, la revolución o el emperador (Pagina abierta, Octubre 2001, p.27).
d) Conflicto Palestino-Israelí. Unos de los puntos calientes en las relaciones entre Oriente y Occidente es, sin duda, el conflicto palestino-israelí. Los inicios de este conflicto se remontan al período colonial. El siglo XIX fue testigo del auge de los movimientos nacionalista no sólo en Europa, sino también en las provincias árabes del Imperio otomano, En este contexto se forma en Europa el movimiento sionista con el objetivo de dar a los judíos dispersos por el mundo una entidad estatal. Este proyecto veía en Palestina el lugar ideal para la construcción del Estado judío. Bajo el Mandato Británico, entre 1920 y 1948, la emigración de judíos hacia Palestina fue creciendo en envergadura. Su expansión territorial chocaba con el proyecto nacional de los árabes palestinos. Los conflictos se fueron sucediendo de modo paralelo a la creación de instituciones autónomas por parte de la comunidad judía y el desplazamiento de la población árabe.
Es necesario referirse a la catástrofe del genocidio judío durante la II Guerra Mundial, al rechazo sufrido por la población judía que intentaba escapar a la misma y que no encontró Estados ni territorios dispuestos a acogerla y a la responsabilidad de la comunidad de naciones frente al proyecto de un Estado judío, para comprender la posición de Naciones Unidas a favor de la partición del territorio y la creación de dos Estados, plan rechazado por los árabes, que veían en esa partición el triunfo de las intenciones judías. Mientras que la población árabe constituía más de dos tercios del total, el plan de partición otorgaba el 60 por ciento del territorio a la comunidad judía, territorio en el que la población árabe representaba el 45 por ciento. Poco antes de la retirada de Gran Bretaña, el 29 de noviembre de 1947, Naciones Unidas propone formalmente la partición del territorio. En mayo de 1948 la comunidad judía declara de modo unilateral la creación del Estado de Israel, lo que desata la primera guerra árabe-israelí. De esa guerra no sólo salió reforzado el Estado israelí, sino que se produjo una gran salida de población palestina. Cisjordanía y Gaza quedaron en manos de Jordania y Egipto, la creación de un Estado árabe en Palestina se vio frustrada y Jerusalén quedó dividida. En 1949 el número de refugiados palestinos ascendía a medio millón.
La frustración de las expectativas palestinas y la resistencia a verse convertidos en refugiados llevó en 1964 a la creación de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). En junio de 1967, tras la guerra de los Seis Días, Israel ocupa el Golán sirio, la península de Sinaí y el resto de Palestina. El 22 de noviembre del mismo año, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas adopta la Resolución 242, en que si bien reconoce el derecho a la existencia y la seguridad de Israel, también exige la retirada de las fuerzas armadas de los territorios ocupados. Desde 1967 la población palestina vive bajo un estado de excepción permanente, de persecución de los líderes políticos, de apropiación de sus recursos naturales, de expropiación de tierras e instalación de colonos y de bases militares, de progresiva judaización de la Jerusalén oriental y subordinación de la economía palestina a Israel.
La respuesta a esta política de ocupación es atentar en el exterior contra intereses o representantes de la comunidad judía y sus aliados, así como los levantamientos en el interior de Cisjordania y Gaza. La primera intifada supuso un movimiento de rechazo a la ocupación y de desobediencia civil, permitió colocar de nuevo en los primeros puestos de la agenda internacional el problema palestino y cosechar un amplio apoyo internacional. Las imágenes de niños luchando con piedras contra los tanques de los soldados israelíes eran demasiado elocuentes. La guerra del Golfo, la capitalización del conflicto palestino-israelí por los movimientos islamistas y los cambios políticos en Israel propiciaron los Acuerdos de Oslo II en 1995. Pero de nuevo, el asesinato del presidente Rabin, la frustración de las expectativas que generaron los acuerdos y la segunda intifada nos sitúa ante un enquistamiento del conflicto y una espiral de violencia de difícil salida. Existen muchas cuestiones pendientes: la entidad palestina y sus fronteras, las cuestiones de seguridad, los asentamientos judíos, el destino de Jerusalén y el futuro de los refugiados. El nuevo gobierno israelí comandado por Ariel Sharon ha desplegado una política de asesinatos selectivos, de represión terrible, de acordonamiento de los territorios ocupados y de destrucción de todas las infraestructuras civiles. A la respuesta desesperada de los atentados suicidas el gobierno israelí contesta con más represión, aniquilación, vejaciones y muerte. Si Sharon había prometido la paz y la seguridad en la campaña que precedió a su elección, los resultados no pueden ser más contrarios.
No sólo por las declaraciones de Bin Laden el 11 de septiembre está inserto en el ojo del huracán del conflicto palestino-israelí. Por un lado, es levantado como bandera por los grupos islamistas y sus apoyos populares contra la política de doble estándar de EE.UU. y sus aliados, contra la injusticia que sufren los pueblos musulmanes, contra la humillación permanente de los mismos. Por otro, Ariel Sharon se ha sumado al discurso dominante antiterrorista para exacerbar su política represiva y destructiva sin que la administración de Georg W. Bush haya mostrado hasta el momento especiales esfuerzos por moderar a sus aliados en la zona e imponer una salida negociada al conflicto. No cabe duda de que cuando muchos estadounidenses se preguntan extrañados ¿por qué nos odian?, aquí tienen razones que les ayudarían a dar una respuesta.
e) Política internacional norteamericana y mundo musulmán. Una de las razones más poderosas del sentimiento antiestadounidense en las poblaciones de muchos de los países con mayorías musulmanas quizás haya que buscarla en las políticas de doble standard que EE.UU. viene aplicando en el Oriente Próximo y Asia Central. El fundamentalismo es usado como arma arrojadiza o ignorado según conviene. Frente a Estados en los que la religión ejerce una fuerte influencia en la vida política, pero que sirven a la estrategia y a los intereses estadounidenses, se llevan a cabo alianzas y se practican apoyos muy importantes, con independencia de que dichos Estados sean islámicos o no.
En cierto sentido, bajo esta perspectiva habría que contemplar el Estado de Israel, que aunque se trate de un país con sólidas instituciones democráticas, no por ello deja de sentirse el peso de la religión en la política y en la vida cotidiana. La idea del Gran Israel o la política de asentamientos no serían entendibles sin este peso de la religión, y ambas cosas tienen una gran influencia en los conflictos que asolan el país. EE.UU. otorga a Israel apoyo militar y de inteligencia, apoyo diplomático, bloqueando los esfuerzos de Naciones Unidas para aplicar las resoluciones, dio luz verde a la invasión israelí del Líbano en 1982 a pesar de la restricción del uso de armas estadounidenses en misiones que no sean de defensa, etc. La impresión generalizada en el mundo árabe-musulmán es que Israel tiene >patente de corso= gracias al apoyo estadounidense.
Por otro lado, tenemos a Arabia Saudí, un país organizado políticamente sobre una doctrina fundamentalista, el wahabismo, pero aliado y proveedor de petroleo de EE.UU. No cabe la menor duda que Arabia Saudí no alcanza ni de lejos ninguno de los standards exigibles desde el punto de vista democrático. Durante la Guerra del Golfo, la necesidad de legitimar la participación activa de algunos Estados árabes en la coalición multilateral contra Saddam Hussein forzó el pronunciamiento del Consejo de Altos Religiosos de Arabia Saudí, avalando la presencia de efectivos militares no musulmanes y el desarrollo de operaciones bélicas contra Iraq. Lo mismo se consiguió del jeque Jadd al-Haqq de la mezquiza al-Azhar de Egipto.
El fundamentalismo religioso que se etiqueta de peligro en unos determinados momentos, es buscado como aliado cuando la coyuntura y la constelación de intereses estadounidenses así lo requiere. Sin embargo, allí donde los partidos islámicos como el Frente Islámico de Salvación (FIS) argelino o Al-Nahda de Túnez asumen las vías democráticas de acceso al poder y afirman no querer acabar con el sistema democrático si alcanzan dicho poder, la postura de EE.UU. y sus aliados es de completa oposición a dichos partidos y de apoyo a los regímenes autoritarios o semiautoritarios que los combaten.
Hoy conocemos con toda exactitud el papel de la CIA en el derrocamiento del gobierno democrático de Mossadeq en Irán después de la nacionalización de la compañía petrolífera británica en 1953, iniciando un cuarto de siglo de apoyo a la política represiva y dictatorial por el Sha, Mohammed Reza Pahlevi. En Iraq intentaría el asesinato de líder Abdul Karim Qassin y apoyaría al partido Ba=ath, posteriormente liderado por Saddam Hussein, en la eliminación de líderes comunistas. Durante la guerra contra Irán (1980-1988), se dio a Iraq apoyo logístico y de información, llegando a ser derribado por un buque estadounidense un avión civil iraní con doscientas noventa personas a bordo. Incluso se hizo la vista gorda al asesinato masivo de kurdos en 1988, los mismos kurdos cuya seguridad se pretextaba querer garantizar después de la Guerra del Golfo al establecer las zonas de seguridad. Las sanciones impuestas a Iraq y la intransigencia inusitada mostrada contra el régimen de Saddam Hussein, a pesar de las consecuencias fatales para la población civil resultan incomprensibles. Cuando la Secretaria de Estado estadounidense Madeleine Albright fue interrogada sobre dichas consecuencias, especialmente sobre el medio millón de niños iraquíes fallecidos, su respuesta deja completamente atónito: fue un tema muy duro, pero creo que valió la pena el coste.
EE.UU. también ha apoyado la dictadura del general Zia-ul-Haq en Pakistán y su política promoción del fundamentalismo religioso (1979-1988), cuyo objetivo era realizar una confederación panislámica (Afganistán, Repúblicas ex-soviéticas, Irán y Turquía) liderada por Pakistán. En la guerra con la Unión Soviética y en la posterior guerra civil de Afganistán la colaboración del ISI (servicio de inteligencia paquistaní) y de la CIA ha sido muy estrecha. Se habla de que EE.UU. destinó más de tres mil millones de dólares al apoyo de los Muyahidines, para cuya formación se construyó una red de unas dos mil quinientas Madrasas, verdaderos centros de adoctrinamiento fundamentalista, inspiradas en la corriente wahabista. El fanatismo no era un impedimento para este apoyo, porque resultaba rentable en la lucha contra el entonces imperio del mal, la URSS.
A este comportamiento arbitrario frente a los Estados y en los conflictos desatados en el Oriente Próximo y en Asia Central se une el arrogante unilaterialismo de EE.UU. en política internacional: boicot a la conferencia de Naciones Unidas sobre limitación de armas ligeras, con un saldo de quinientos mil muertos al año atribuible a dichas armas, denuncia del tratado de prohibición de armas biológicas, negativa a firmar la prohibición de ensayos nucleares, negativa a firmar el protocolo de Kyoto sobre control de emisiones contaminantes, porque perjudica la economía estadounidense, rechazo del tratado que prohíbe la fabricación y uso de minas antipersona, relanzamiento del proyecto de escudo antimisiles, a pesar de la oposición de sus aliados y de Rusia, negativa a ratificar el tratado de creación del Tribunal Penal Internacional, abandono de la conferencia de Durban contra el racismo en solidaridad con Israel y negativa a cualquier reparación por la esclavitud y el colonialismo, negativa a reconocer los propios crímenes y a pedir perdón, cuando el Wall Street Journal (1997) presentó el informe sobre los 500.000 niños vietnamitas que sufren enfermedades congénitas producto del uso de armas químicas por parte de EE.UU, no ratificación del Convenio de Biodiversidad, …. y un largo etcétera.
Todo intento de crear instituciones y procedimientos internacionales de carácter democrático y participativo para la resolución de problemas globales o conflictos supraestatales se encuentran con la oposición de EE.UU., que sólo conoce sus intereses estratégicos, sean éstos de carácter económico, político o militar. Especial mención merece aquí la oposición al establecimiento de una Corte Penal Internacional, cuyo tratado de constitución de julio de 1998 tuvo la opinión en contra de países como EE.UU, China y Rusia y sigue sin ratificar por algunos de ellos. En el número de julio/agosto de 2001 de la revista Foreign Affairs aparecía un artículo del ex Secretario de Estado Henry Kissinger bajo el título The Pitfalls of Universal Jurisdiction que refleja bastante bien la posición estadounidense. Kissinger habla del peligro de sustituir la tiranía de los gobiernos por la tiranía de los jueces o la dictadura de los virtuosos.
Parece que el ex Secretario de Estado no tiene dificultad en admitir la existencia de la primera, pero tiene dificultades con que se llegue a producir la segunda. Resulta revelador que el precedente peligroso de la dictadura de la justicia con el que Kissinger pretende apoyar su postura sea el caso Pinochet. Al parecer habría sido una determinada interpretación de historia política de Chile, en la que por cierto el propio Kissinger y la CIA tuvieron un papel clave, la que habría tenido expresión en los autos del juez Garzón y en la retención de Pinochet en el Reino Unido. Es explicable el temor de uno de los promotores del golpe contra Allende ante la existencia de un Tribunal Internacional con capacidad para solicitar extradiciones y juzgar delitos sin que se pueda apelar a un principio de soberanía y no ingerencia en asuntos internos, pero resulta del todo inaceptable que personas que han protagonizado páginas tan negras de la política internacional estadounidense, de su ingerencia en asuntos internos, de la aplicación de métodos completamente ilícitos para derrocar gobiernos legítimamente constituidos, etc. califique los procedimientos judiciales con todo tipo de garantías de acoso político.
Los asuntos sobre los que tendrá competencia la Corte Penal Internacional son el crimen de genocidio, los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y el crimen de agresión. Leyendo la enumeración de delitos tipificables bajo esos cuatro grandes apartados es explicable que EE.UU. se oponga a la constitución de la Corte Penal Internacional a pesar de las restricciones que se han puesto a su actuación como la no retroactividad, la prioridad de los tribunales nacionales, la posibilidad de bloqueo por el Consejo de Seguridad, etc. Lo que EE.UU. desea es mantener una completa inmunidad tanto para sus gobiernos como para sus ciudadanos, pero esto atenta contra todo sentido democrático del derecho. )No quedan vacías de contenido todas las declaraciones que pretenden justificar la intervención en Afganistán en nombre de la defensa de la democracia? Cuando se cierra la vía de la justicia e impide sistemas multilaterales de resolución de conflictos con reglas de aplicación universal, )no se está dejando claro que se confía sólo en la fuerza del más poderoso? Pero, bajo esas premisas, )podrá condenarse con sentido y combatirse con efectividad la estrategia terrorista?
El 20 de septiembre de 2001 podíamos leer en The Economist, una de las revista más influyentes en las altas esferas del poder económico mundial: la guerra debe ser llevada a cabo, y debe ganarse. El ataque no puede quedar sin respuesta o parecerá que somos débiles. Luchar será duro, pero no luchar será peor. (…) pues si América no puede responder a este golpe, nadie puede (…). El objetivo de este golpe es la pura desestabilización, tanto de la propia América como del statu quo mundial (…). Y más en concreto, el objetivo es la desestabilización de Oriente Medio y Próximo y Asia Central, para socavar y hasta eliminar la presencia de América e Israel, así como para cambiar y destruir los regímenes que gobiernan los países de dicha región turbulenta (…). El imperativo de actuar que enuncia el editorial de The Economist no está formulado en función de que la respuesta sea justa, alcance objetivos legítimos o ayude a compensar el dolor de las víctimas. Lo importante es no mostrar debilidad, no mostrar desconcierto o perplejidad. Lo que hay que defender con todos los medios es el statu quo. Se trata de demostrar a los que hayan ideado, ayudado a organizar o celebrado los atentados que somos más fuertes. No debe de quedar la menor duda que EE.UU. y sus aliados impondrán de modo inmisericorde sus intereses, que no son otros que los de las empresas transnacionales.
Y si se trata de mostrar fuerza, nada como una intervención militar. El atractivo de la guerra desde la lógica enunciada en el editorial es que produce la sensación de poderío y promete resultados a corto o medio plazo. Pero ambas cosas son falsas. Sabemos con aterradora exactitud las consecuencias de la cirugía militar y de los daños colaterales para la población civil. Y estos daños más que colaterales no se hacen más llevaderos por el hecho de que quien los perpetra diga hacerlo en favor de quien los padece. Por otro lado, resulta más que dudoso pensar que una campaña en Afganistán, cuya duración y resultados están por ver, servirá para erradicar el terrorismo, un problema que difícilmente podrá ser abordado sin atacar las raíces del sufrimiento y la desesperación de millones de seres humanos, que son el caldo de cultivo de ese terrorismo o al menos de su aceptación social. La única solución realmente efectiva ha de ser política y no bélica, y pasa por eliminar las causas que crean la desesperación.
Afganistán es un país desolado por décadas de guerra civil, que puede estar necesitando de modo urgente un cambio de régimen y sobre todo de ayuda económica y humanitaria. Pero no existe proporción entre los medios que se han empezado a emplear y los objetivos de desarticulación de la red terrorista al-Qaeda. Según las organizaciones de ayuda humanitaria podríamos estar frente a una nueva catástrofe de grandes proporciones, y no sólo por los conocidos efectos colaterales de los bombardeos. Ya antes de comenzar dichos bombardeos las mencionadas organizaciones calculaban que unos 3 millones de personas dependían de la ayuda humanitaria para su subsistencia. Existen más de 4 millones de refugiados afganos en Pakistán. La esperanza media de vida en Afganistán es de 40 años y el 70% de la población está desnutrida. Sólo el 13% tiene acceso a agua potable. Parece, pues, que hay que hacer algo, pero evidentemente esto no es bombardear Afganistán.
Parece que EE.UU. lleva intentado eliminar a Osama Bin Laden desde hace tres años, también por medio de acciones clandestinas, sin conseguirlo. Los ataques contra Afganistán, llevarán a alcanzar la finalidad pretextada? )Por qué iba a tener éxito ahora? En caso de que ese objetivo no se alcance, las víctimas civiles de la campaña bélica habrán sido sacrificadas exclusivamente para mantener la imagen imperial de EE.UU. y confirmar su hegemonía económica, política y militar. Pero esta estrategia no hace sino confirmar el discurso de las organizaciones terroristas que apelan a la prepotencia estadounidense, a su autoritarismo y a su pretensión de imponer en todo el mundo sus intereses. Resulta una ironía, pero no deja de ser cierto: la teoría del choque de civilizaciones es compartida por Bin Laden y por Bush. Los bombardeos trabajan a favor de los objetivos que aquél persigue: desacreditar a las élites políticas de los países islámicos que colaboren con EE.UU. frente a sus poblaciones, perfilarse como defensores auténticos de los intereses de esas poblaciones frente a los poderosos y elevar el clima de confrontación de civilizaciones. Por esa razón, la mejor defensa contra el terrorismo no es la guerra, sino la justicia.
Los últimos conflictos bélicos se han mostrado completamente ineficaces para conseguir los objetivos pretextados. El caso de Iraq es suficientemente elocuente al respecto. No se consigue construir la paz sobre la miseria o la opresión del fuerte sobre el débil. Es un engaño creer que se puede conseguir la seguridad a través del empleo de la violencia. Lo que necesitamos es la ratificación del Estatuto de la Corte Penal Internacional y de una Convención Internación sobre el Terrorismo, aportando instrumentos eficaces de investigación e intervención, así como la creación de un Observatorio Internacional sobre Terrorismo. Pero todavía es más importante una política de desarme progresivo que implique a las grandes potencias y a los países productores de armas. Una política basada en la transparencia y control democrático de la fabricación y el comercio de armamento, la reducción drástica de gastos militares y el desarrollo de nuevos modelos de seguridad integral. Sin una política efectiva de cooperación y desarrollo, cuyo elemento esencial sería la abolición de la Deuda Externa y su conversión en fondos de política social y educativa, será imposible avanzar en el objetivo de erradicación de la pobreza, condición de toda verdadera paz.
Otro elemento fundamental de una respuesta no bélica a los atentados sería una política de arbitraje internacional en los conflictos en los que se vulneran los DDHH y se atenta contra la vida y seguridad de la población civil. Tampoco habría que olvidar una reorientación de la política económica internacional. No cabe duda que existe una conexión entre liberalización de los mercados financieros internacionales, los paraísos fiscales, el comercio de armas, drogas y otras actividades criminales, la financiación del terrorismo y los conflictos enquistados en los países del sur. También resulta necesario promover el diálogo intercultural. No tiene sentido declarar al Islam una amenaza para Occidente, cuando es éste el que coloniza y somete económica, política y culturalmente a todo el planeta. Establecer caminos de encuentro y diálogo, favoreciendo las fuerzas más abiertas y dialogantes en cada cultura nos llevará más lejos que fomentar un clima de confrontación.
Si queremos hacer algo, hagamos la paz y la justicia.