Lo primero dar las gracias. A vosotros por haber acudido aquí, un sábado de vuestro tiempo libre, para reflexionar juntos, y a la Fundación que me permite charlar y darle vueltas a las cosas así, delante de todos, pensando en los problemas que me parecen fundamentales para la vida. Porque siempre, sobre todo, hablamos de la vida.
Hablando aprendemos, y son dos cosas que me gustan, la palabra y el aprendizaje. Dos cosas básicas. Por eso no es una suerte para vosotros que yo esté aquí, es una suerte para mí que estéis vosotros ahí. Si no estuvierais nada sería posible.
Porque así, juntos, es la manera de hacer ciudad, y esta Fundación es un ejemplo de ello. Sin comerlo ni beberlo, sin ningún interés colateral que se dice ahora, nos llama al diálogo, al debate, y así demuestra lo importante que es el tejido social, la trama civil, el relleno de la ciudad, eso que nos da protagonismo en el escenario urbano.
Porque los protagonistas de esta historia ya no son los alcaldes o los concejales, no son los presidentes o los secretarios generales, ni mucho menos los reyes. Son los ciudadanos y ciudadanas, nosotros, gente como Hugo Zárate, querido Hugo, que a veces era uno más, a veces era el más, que a veces era todo dulzura y a veces todo firmeza. Gente como Pilar Soler, como Paco Bascuñán, y como cualquiera de vosotros dispuestos siempre a invertir en la ciudad.
Ahora está de moda lo de las inversiones y, sobre todo, invertir en la ciudad que es un tablero de juegos muy rentable, un tiro seguro que llaman. Está de moda la rentabilidad y toda esa parafernalia de la riqueza rápida. Los ricos ya no se conforman con serlo, han de hacerse ricos rápidamente si no, no tiene mérito y, sobre todo, a costa de los demás, de lo colectivo, de lo que es de todos.
En el fondo estoy de acuerdo. Es verdad, lo más rentable es invertir en la ciudad, en lo urbano, en lo territorial. Pero invertir en un proyecto colectivo. Es rentable comprar bonos de solidaridad, letras pero no del tesoro, letras de la integración, de la enseñanza, fondos del bien común, planes a largo plazo de tolerancia. Conviene adquirir tarjetas de crédito de amistad, de respeto, de diálogo, cheques de atención a los mayores, pagarés de reconocimiento a la mujer, talones conformados de convivencia y compañía. Eso es rentable, invertir en la ciudad.
Pero que nadie se engañe, para eso hay que definir en qué ciudad queremos invertir, porque ya hay quien invierte en la ciudad, ya hay quien ha confundido la ciudad, nuestra ciudad, en un escaparate y superpone presupuestos para la galería mientras se los escatima a la vida cotidiana. Y son nuestros presupuestos, nuestros dineros, nuestros esfuerzos.
Sospecho que ha llegado el momento de redefinir la ciudad, de volver a darle valor para atajar una inercia que nos lleva donde no queremos ir, donde no hemos querido ir nunca, y no queremos que se nos olvide. Porque corremos el riesgo del olvido, de subirnos al carro de la ideología dominante y creer que eso el lo normal, lo que toca, sobreexplotar el planeta, ocupar el territorio, sacar la mayor rentabilidad económica posible de todo y envidiar a los más ricos, los más poderosos, los que disponen de más fama.
Por eso hemos de volver la mirada hacia dentro, paz interior le llaman los budistas, y recuperar nuestro concepto de ciudad. Que no es el de siempre, que nadie se equivoque, que no es sentimentalismo ni nostalgia del ayer, que no es cualquier tiempo pasado fue mejor. Es una revisión desde el ahora y el aquí, desde el presente más rabioso pero, eso sí, desde supuestos colectivos más actuales que nunca.
Y, para buscar una definición amplia me he ido a Aristóteles, casi nada, 23 siglo atrás (vivió entre el 384 y 322 aC) para que nadie me pueda tachar de partidista ni de sectario. Aristóteles, un tipo listo que decía: piensa como los sabios, pero habla como la gente sencilla.
Él tenía claro ya entonces, que la Polis era una comunidad que se auto-organiza para lograr el bien común y advertía de las nefastas consecuencias que supone un crecimiento demográfico y espacial incontrolado. Sin embargo, en tanto siglo, nadie le ha hecho caso, nadie ha sido capaz de pensar al respecto y formular el límite. Nadie. No me lo puedo creer.
icen que la ciudad es como un huevo. Primero, un huevo duro, la cáscara eran las murallas y la ciudad dentro, compacta, maciza. Con el derribo de las murallas se convirtió en un huevo frito, con la clara extendida sin orden ni concierto, hoy aquí, mañana allí, pero con un centro. Y, ahora, es un huevo revuelto, donde todo se confunde y se diluye cualquier identidad.
Por eso creo que es necesario reconstruir las murallas, recuperar los límites. Murallas de parques perimetrales, murallas de zonas de equipamientos, murallas que impidan un continuo ilimitado de revoltijo de conceptos donde a río revuelto ya sabéis. Murallas de vida para conservar la vida.
Pero volvamos a Aristóteles. Y quiero volver porque dio una definición de la ciudad que he actualizado un poco, no creo que le importe a él, y que ha dado título a esta charla. Aristóteles decía que para que haya ciudad ha de haber gente diferente, viviendo en casas diferentes y haciendo cosas diferentes.
Las definiciones siempre tratan de sintetizar, de buscar la esencia, aun a riesgo de pecar de esquemáticas, pero esta me parece que acierta de pleno, es sintética y clara. Para que haya ciudad ha de haber diferencia.
Adiós a la Ciudad de las Ciencias, o de la Justicia o del Transporte. Adiós a la Ciudad de Vacaciones, o de la Pelota. No son ciudades, son marcas que tratan de vender. Debería haber un mandamiento que dijera, no tratarás el nombre de la ciudad en vano, porque así ayudaría a que nos entendiéramos y no se sembraría tanta confusión.
No hay ciudad si no hay diferencia. La diferencia es un concepto cultural básico, enriquecedor, imprescindible para el progreso. Solo desde la diferencia podemos crecer, aprender, cambiar. Es preciso conocer que hay cosas diferentes, otra manera de, otra forma.
La identidad es zafia, bloquea, no ayuda, inmoviliza. Como si hubiéramos llegado a la meta cuando, en realidad, no hay meta. No, no hay metas, solo hay utopías. No podemos vivir sin utopías, asentados en una meta de mentiras, ficticia. Pero la dificultad de la utopía siempre es la credibilidad (¿por qué nadie ha creído a Aristóteles durante 23 siglos?), y no hay utopías cuando una sociedad pierde la capacidad de reformularse, de volverse a definir.
Y eso es lo que os propongo, reformular la ciudad, ciudad mestiza, desde la diferencia. Gente diferente, en casas diferentes haciendo cosas diferentes, todo mezclado, y los habitantes que lo entienden, lo aceptan, lo disfrutan. Aceptar la diferencia siempre supone reformular la norma, la ley, el decreto, todos esos instrumentos, seguramente imprescindibles, pero que tienden a uniformar. La norma ha de aceptar la diferencia, y enseguida aparece el concepto tolerancia.
Qué espectáculo más bochornoso ver en la tele a algunas autonomías, no diré nombres, escurriendo el bulto para no acoger a los inmigrantes que llegan a nuestras costas buscando lo que no tienen en las suyas. O leer con naturalidad la noticia relativa a que necesitamos inmigrantes que hagan los trabajos que nosotros no queremos hacer.
Dicen que somos iguales ante la ley, pero somos diferentes ante tus ojos y los míos. La vertiente positiva es la diversidad (la suma de diferencias), la negativa es la desigualdad, la segregación. Confundir diferencia con peligro es de una miopía infinita.
Por eso confío en la utopía, en la reformulación. Por eso creo en la llamada gobernanza que no es solo gobierno, sino credibilidad administrativa en función de la colectividad, de la sociedad que no es un rebaño, homogéneo, unicorde, sino una especie de zoo donde cada uno es cada uno. Donde las minorías, como el sur, también existen.
Pero hablemos de cada paquete, esos que luego darán pie a unos talleres que nos permitirán inventar cosas, reflexionar.
En el fondo, todo está en función de la gente. Digo la gente, no los votos. Es la gente la protagonista de la ciudad. No habría ciudad sin gente que necesita cobijarse y compartir cosas.
La gente pone la vida, vidas diferentes, que activan la ciudad. Cualquier reformulación será en función de las gentes.
Pero la ciudad no se ha construido así. La ciudad se ha levantado a imagen y semejanza de un prototipo, a saber: varón, blanco, entre 30 y 55 años (yo ya me estoy saliendo), en situación productiva, con vehículo privado, sin ninguna incapacidad, con unos ingresos medios relativamente altos, y alguna cosa más que no recuerdo. Ese es el guía, el modelo cuyas necesidades hay que cubrir, dejando de lado la diferencia.
Y ese es un tipo que ni siquiera es mayoritario, al contrario, es más bien minoritario, ¿por qué construimos las ciudades para él como si fuéramos todos iguales? Hay mujeres (que son, ellas solitas, mas del 50%), hay viejos, hay niños, hay jóvenes, hay otras razas y étnias, hay parados, hay discapacitados, hay enfermos, como veis, hay muchos más grupos y subgrupo, diferentes, que no han tenido acceso a ese modelo de ciudad que les segrega. Y es más, si solo hubiera habitantes como ese prototipo, no es que no sería ciudad, sino que sería inhabitable. Necesitamos a todos y cada uno de los grupos sociales para construir la ciudad, incluso los necesita también ese protagonista singular. Por eso hemos de darles paso para que participen también en esa reformulación que propongo, por convicción y por necesidad. De ahí parte el mestizaje. Porque es una mezcla.
La portada del libro de Tonucci, La ciudad de los niños, es ilustrativa. Hay unas vallas de esas de obra en una calle y detrás unos niños jugando. A un lado un cartel: perdonen las molestias, estamos jugando para usted. Necesitamos a los niños jugando por las calles aunque no tengamos hijos, forman parte de la vida, de la vida de la ciudad.
Por eso tiene sentido el urbanismo de género (yo personalmente tengo mucha confianza en el papel de la mujer en esa reformulación urbana), invertir tiempo, dinero e ilusión en que todo se disuelva, que el protagonismo ya no lo tengan los prototipos singulares, ni los arquitectos estrella ni las grandes infraestructuras que sí, serán importantes, seguro que sí, pero siempre detrás del ciudadano. Sin embargo, la sociedad se empeña en homogeneizarnos y evitar las diferencias.
¿Saben?, les contaré un cuento. Es la historia de un muchacho que estaba (tal vez aun lo esté) enamorado de una chica. Y aquella noche había una fiesta a la que acudirían ambos. Era una oportunidad magnífica para conquistar su amor. Este es un caso cotidiano, a todos nos ha pasado alguna vez.
El muchacho se prepara, sale de la ducha y se envuelve con el albornoz. Unas fricciones sobre la cabeza y desempaña el espejo para mirarse. Se afeita con cuidado, acaba de secarse, se peina, se viste con parsimonia y se vuelve a peinar.
Luego se sienta y del primer cajón saca una bandeja llena de tubos y pequeños envases de vidrio. Destapa el primer frasco, píldoras para la simpatía, importante ser simpático, agradable, cortés, y se traga un par. El segundo es un desinhibidor, contra la timidez, dice el prospecto, solo faltaría que en el momento clave me quede cortado. Este otro es para el brillo de los ojos, hace efecto en muy poco tiempo. El brillo hipnotiza, es fundamental y se toma una tableta. Cápsulas para el tono de piel, broncea activando la melalina y su efecto dura horas. Y grageas contra los tics, los tartamudeos o el aleteo de la nariz. Estos son comprimidos para la cultura, despiertan la memoria y ayudan a actualizar en un momentos todos los conocimientos que hemos aprendido antes, así puedes intercalar citas en la conversación, incluso algún poema. Estas otras son importantísimas, ampollas para la ternura, una caricia, unos cuidados amables pueden ser determinantes, y se bebe el contenido de golpe.
Carraspea, mueve un poco el cuerpo como situando cada sustancia en su sitio, se mira de reojo en el espejo (estoy espléndido, murmura) y sale de casa pensando en ella.
Al entrar en la fiesta está radiante, es un triunfador. Hay mucha gente y la música suena invitando a bailar. Percibe un murmullo, se acerca, y allí está ella, rodeada de miles, de millones de muchachos que intentan conquistarla. Todos son simpáticos, inteligentes, con una memoria envidiable, sin tartamudeos ni timideces, con un brillo envidiable en la mirada y con una ternura especial que tratan de manifestarle. Ella sonríe, pero está confusa, no sabe a quien elegir. Todos se parecen demasiado. Si alguno, al menos, hubiera mantenido sus diferencias, si hubiera tartamudeado, aunque fuera un poco, la habría enamorado.
Llamamos casas pero, en realidad, son arquitecturas y se refieren a lo construido, a todo lo construido. Son las gentes las que han inventado esas arquitecturas, también diferentes.
Hablamos de arquitecturas en el sentido más amplio, al lleno y al vacío, a los edificios y a las calles, a los espacios privados y a los públicos. Pero diferentes.
El espacio público es el que caracteriza a la ciudad. Es una estructura continua que la diferencia de las otras y permite que la vida fluya por las calles y los jardines. Ninguna ciudad es igual a otra porque varía el clima, el soleamiento, el régimen de lluvias, el entorno, el viento, aunque queramos olvidarlo. Ninguna ciudad es idéntica a otra porque tiene habitantes diferentes dentro de esas arquitecturas diferentes. Porque varía la cultura, la historia, el entorno, el paisaje.
Es inútil intentar hacerlas iguales porque siempre son una mezcla. Es inútil mimetizar calles y fachadas, siempre acaban diferenciándose, aportando cada uno su parte, su visión.
No cabe una estética única en la ciudad, ni el monopolio de la imagen. Caben las aportaciones colectivas, ordenadas, respetuosas, que armonizan componiendo un conjunto diverso pero armónico.
No estoy planteando la desregulación y las actuaciones desarticuladas, pero tampoco el mimetismo continuado y las reglas multiplicadas. Es necesario un hilo conductor que garantice la fusión, el concepto de ciudad, pero sin imponer la identidad. Todos los edificios tendrán teja, dice la ordenanza, y aparece una gasolinera, prototipo de una actuación moderna, con las marquesinas retejadas como si fueran carruajes del XIX los que fueran a poner gasolina.
En el fondo le tenemos miedo a la diversidad, al progreso, al avance, a la modernidad. Nos escondemos detrás de la norma para no tener que aceptar el reto de la diferencia, de la reinterpretación, de la novedad. Para eso la norma es una excusa, un escudo ante cualquier actuación novedosa. Lo siento, no se puede hacer, no lo permite la norma. Y no necesito pensar, ya lo hicieron otros por mí.
Y aparecen arquitecturas demasiado parecidas y que no tienen en cuenta todo lo que hay detrás, historias diferentes. Es cuando las ciudades empiezan a parecerse unas a otras y empiezan a dejar de ser ciudades porque no podemos distinguirlas.
No queremos monopolios de imágenes, ni tematizaciones permanentes que bloquean el progreso, queremos espacios públicos adaptados al medio y que oferten diferentes posibilidades de vida urbana pública y compartida
¿Para qué una calle si no es para encontrarnos con este o aquel? Por la calle, que es donde corremos el riesgo de encontrarnos a alguien y hacer el esfuerzo de hablar, articular sonidos, llevamos antifaces (gafas de sol) para no ver ni ser vistos, y los dichosos auriculares (tapones) para no oír y así tener una buena coartada que evite el saludo.
Es al revés, recuperemos el espacio público como nuestra segunda casa, o la primera, utilicémoslo para reivindicar y para reír, para jugar y para pasear, para charlar o leer el periódico evitando las páginas que hablan de pelotazos. No dejemos que ese espacio siga invadido por los vehículos, que solo tenga un uso, circular, deprisa, lo más deprisa posible, para que ni siquiera podamos mirarnos.
Y qué decir del interior, de lo que pasa dentro de la arquitectura, los programas, esos que proponen espacios idénticos para vidas diferentes. Luego aparece una propuesta interesante, progresista, con viviendas de 40 m2 para aquellos que necesitan 40 m2 y se arma el revuelo. Cualquier propuesta progresista se toma con mofa y haciendo chistes, da lo mismo que se refiera a viviendas de 40 m2 o a regular el consumo del agua con 60 litros por persona y día a un precio razonable. Chistes sobre cómo nos ducharemos, chistes sobre viviendas diminutas, pero nadie habla del despilfarro de agua o de la escasez del territorio, ahí no hacemos chistes y nos parece normal.
Por no hablar del alquiler como alternativa a la sacrosanta propiedad, derecho reconocido por la sacrosanta constitución, ese alquiler que nos permite adecuar la vivienda a cada momento diferente de nuestra vida. Pero no es así, y ponemos por delante el derecho a la propiedad sin acordarnos de otros derechos, a la vivienda por ejemplo. Todos tenemos derecho a una vivienda digna, pero pocos lo ejercen salvo los que hipotequen toda su vida. Y cuando la conseguimos comprar no se adapta a nuestra vida sino al revés, adaptamos nuestra vida a la vivienda. Porque es nuestra y es para siempre.
Reivindiquemos unas arquitecturas útiles, hermosas, respetuosas, sostenibles, más allá de los deslumbramientos, más allá de presentaciones estrellas; arquitecturas a nuestra escala, planificadas, relacionadas entre sí y con el medio en el que se desarrollan, arquitecturas amables, funcionales, adaptadas a nuestras vidas, en ciudades con espíritu, con identidad, vividas como propias.
Espacios y arquitecturas diferentes, mestizas de ayer y hoy, como son nuestras vidas, como son nuestras lenguas, nuestra cultura.
Las actividades que desarrollamos en la ciudad también son diferentes. Vivir, trabajar, divertir, circular, decían los urbanistas del movimiento moderno que eran las funciones de la ciudad, y en función de ello decidieron que había que diseñar los espacios, las redes, las arquitecturas.
Pero hay otra función, alguien la ha llamado la quinta función. Ser ciudadanos, ser protagonistas de la historia, sentir la ciudad como nuestra. Participar, intervenir, debatir ¿Qué hacemos ahora y aquí? ¿A qué hemos venido? No es nuestra manera de pasar los sábados por la mañana, ni es nuestro trabajo. No vivimos en este espacio ni estamos circulando de aquí para allá. Estamos ejerciendo nuestro papel de ciudadanos, como hacía Hugo, como hace tanta gente. Estamos construyendo ciudad desde el tejido social, desde la convivencia, y esa es una función fundamental para que exista ciudad.
Es necesaria una ciudadanía rebelde, fuerte, convencida. Una ciudadanía que se reconozca como pieza básica, central, insustituible, que quiere una ciudad propia y la quiere compartida. Esa misma ciudadanía que en la orilla de la playa ayuda a los náufragos de una patera mientras el poder rehuye la acogida; esa misma que desde un pesquero acoge a los africanos a la deriva mientras las autoridades discuten y les niegan el cobijo.
Esa ciudadanía que es capaz de recoger miles de firmas para proteger una huerta que es de todos. La misma que ayer salvó El Saler o El Llit del Turia y ahora está salvando El Cabanyal, o el Botánic o tantos trozos de ciudad que andan a la deriva mientras el poder solo mira a los poderosos y se pliega a sus exigencias.
Eso es lo que hacemos en la ciudad, defenderla, dibujarla de nuevo, reinterpretarla, utilizarla como casa, como escuela, como teatro, como paseo, como ágora, como mercado, como foro, como lugar no donde vivir, sino donde habitar con toda la extensión de la palabra.
Claro que vivimos en nuestras casas, si es que tenemos acceso a alguna; claro que circulamos, si el autobús llega a la hora o el metro no tiene ningún accidente; claro que desarrollamos nuestro tiempo libre, si hay un polideportivo en nuestro barrio, o un minicine, y no es necesario irse al macromercado donde todo es prefabricado. Claro que trabajamos, si encontramos donde hacerlo y no nos ponen a la firma un contrato que dura un par de días.
Pero, sobre todo, somos ciudadanos y ciudadanas, defendemos nuestra ciudad y estamos dispuestos a hacerlo con rebeldía, con la fuerza que nos da saber que tenemos razón.
Todo eso hacemos en la ciudad, esas son nuestras actividades y tenemos como instrumento la palabra, para hablar, para discutir, para razonar, incluso para enfadarnos. Son actividades distintas, en la fiesta y en el día laborable, en la mañana y en la noche, en el ocio y en el trabajo, en el mercado y en el taller, en la sonrisa y en el llanto, por qué no. Porque estamos hablando de nuestra ciudad, y de todas las ciudades que hay dentro de ella.
No es una ciudad imposible, no es un sueño lejano. No es algo inalcanzable.
Queremos una ciudad sostenible, con una política energética de progreso que recicla, reutiliza, selecciona los residuos, combate las contaminaciones, atmosférica, acústica, lumínica, visual. Que utiliza las energías limpias, renovables. Respetuosa con el medio y muy especialmente con la huerta.
Queremos una ciudad participativa, solidaria. Que no usa la mayoría contra la minoría sino la razón contra la sinrazón. Con responsables accesibles que utilizan como sistema de gestión el conocimiento de las cosas. Con presupuestos trasparentes, con proyectos debatidos. Una ciudad que integre todos los grupos y sectores sociales. Una ciudad planificada.
Queremos una ciudad pública, donde el espacio de todos ocupa el valor prioritario y refuerza las funciones urbanas colectivas. Donde se prioriza la solidaridad, la convivencia, la tolerancia. Donde los servicios y equipamientos están al alcance de todos. Una ciudad con la que el habitante se identifica, donde el vehículo nunca sustituya al ciudadano.
Una ciudad culta, porque la cultura es un eje de nuestra civilización. Donde la cultura y la educación, al alcance de todos, sean dos pilares básicos de la convivencia y se vea en la calle, en las plazas, en los jardines. Donde la Universidad tenga un papel relevante y las entidades ciudadanas y el tejido social.
Una ciudad asistida, que de verdad da cobijo, y los ciudadanos y ciudadanas ven cumplidas sus necesidades de salud, protección, vivienda, abastecimiento, seguridad, ocio, comunicación.
Una ciudad divertida, donde la fiesta ocupe un lugar privilegiado, la fiesta común, pública, compaginadora de situaciones. Donde la sonrisa pueda sustituir la crispación, y la ilusión la rencilla.
Una ciudad accesible donde la movilidad esté al servicio de todos, con una potente red de trasporte público prioritario, sin barreras arquitectónicas de ningún tipo, donde el peatón pase a ser ciudadano.
Y no nos llamen ilusos porque tengamos una ilusión. No nos llamen fantasiosos porque creamos en algo.
Fantasiosos son los que creen que se puede seguir creciendo sin límite, consumiendo sin previsión, ocupando el territorio sin recato, usurpando la voz de los ciudadanos con sordera.
Fantasiosos son los que piensan que la cultura es cosa de la audiencia y de la taquilla, del número de espectadores. Que la accesibilidad es algo marginal, de unos pocos. Que los equipamientos y servicios dependen del nivel económico y es mejor privatizarlos.
Ese es el fantasioso, es el que no tiene futuro, el que sostiene que lo privado está por delante de lo público, lo individual antes que lo colectivo, lo particular antes que lo general.
Por eso no me hablen de fantasías y de imposibles. Lo verdaderamente imposible es seguir actuando como los estamos haciendo ahora.
Por eso hemos de cambiar, por eso queremos ciudades habitables diferentes, donde la diferencia sea una riqueza, un motivo más para vivir en la ciudad. Queremos una ciudad con gente diferente y feliz, con arquitecturas diferentes y hermosas, y donde todos podamos hacer cosas diferentes y satisfactorias. Una ciudad mestiza de colores, de razas, de fachadas, de árboles, de plazas y calles, de bicicletas, de tierra, de sonrisas, de ilusiones. Donde no haya nada igual, nada repetido, nada imitado, donde todo sea auténtico, diferente, mezclado, como nosotros mismos.