XIII FOROMESA REDONDA «ÉTICA Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN»

J.J. PÉREZ BENLLOCH

J.J. PÉREZ BENLLOCH PERIODISTA

La imagen idílica de los medios de comunicación reproduce la avanzadilla periodística hacia el lejano Oeste norteamericano, cuando informador, editor e impresor eran prácticamente una misma persona y, en todo caso, entre la noticia y el lector únicamente existía ese profesional de plurales ocupaciones a la caza de la noticia y de su divulgación. Es muy probable que tal evocación no sea más que una bella fábula propia de aquella épica inventada por Hollywood, pero nos sirve para ilustrar lo que pudiera ser el paradigma del fenómeno comunicacional: la dicha existencia del periodista y su moral profesional como único intermediario entre el hecho noticioso y el ciudadano.

No lo había sido antes, pues la prensa nació con su carga política y condicionamientos a cuestas, ni lo fue después, en los siglos XIX y XX, cuando los medios de comunicación se han desarrollado en la misma medida que se han convertido en instrumentos de dominación al servicio de la ideología dominante – toléresenos el aparente anacronismo de la expresión, no obstante su vigencia–, del capital y del poder político, con la atenuante de la maduración democrática de la sociedad, allí donde haya madurado realmente.  En el siglo que corre, la obstinación por constituir multimedias –“dominar la cadena”, que describe Jorge M. Reverte- y grandes conglomerados de comunicación ha alcanzado un ilimitado paroxismo y, en consecuencia, hablar de ética es tanto como remitirnos a la de los grupos editores que han convertido la información en mercancía, los valores éticos en residuos del marketing y ellos mismos, la empresa mediática, en parte condicionante del poder, al que ensalzarán o desestabilizarán en función de sus intereses materiales o alineamiento político. La verdad de los hechos, la racionalidad de las opiniones y la vocación cívica queda relegada al contenido de los códigos deontológicos que todavía rigen formalmente –o sarcásticamente- en las redacciones. Podrán formularse matizaciones a lo dicho, pero no hay otra ética que la que evocamos y luce en los llamados mass media liberales, que el Señor nos conserve, pues podría ser peor, como hemos padecido no ha tanto por estos lares durante 40 años y acontece en los regímenes autocráticos.

El panorama habría de ser distinto en los medios de titularidad pública, con particular mención de las televisiones y emisoras de radio, pero no es así, e incluso la situación es más condenable por la independencia que sus estatutos les exige y les permitiría la financiación a cargo del erario. Basta ver los telediarios –la información de los pobres, a juicio de Ignacio Ramonet- y la manipulación informativa al servicio del Gobierno, o dicho con más precisión, de los Gobiernos autonómicos para percibir el desvergonzado expolio que sufrimos los ciudadanos. Con la salvedad, acaso, del Gobierno catalán, más profesional y hábil, y en estos momentos del mismo Gobierno central, que ha acentuado el respeto para con la oposición política y los hechos Pero, en general, ¿cómo habremos de calificar moralmente este desmán, indistintamente endosable a los partidos que han administrado el poder? ¿Habremos de citar Canal 9,  decididamente descriminador y transgresor de su propio estatuto?  Y claro, obviemos toda referencia a las TV privadas, obsesionadas por la sobrevivencia y el lucro a toda costa, aunque con ello destruyen más saber y civismo del que trasmiten. A los dedos nos viene la copla de Sabina, rememorando a Antonio Machado: “Españolito que vienes/al mundo te guarde Dios/uno de los canales/ha de helarte el corazón”. ¡Un medio tan poderoso que, por desgracia, destruye más saber y civismo que trasmite!

Y los profesionales, los periodistas, esos seres a menudo infatuados y analfabetos, además de actualmente mileuristas  o becarios por el morro, cual es la condición laboral de tantos, que han elegido una profesión todavía residual, son o suelen ser, a la postre, las primeras víctimas de la inmoralidad descrita y, al tiempo, sus cómplices necesarios. Pudo haber un tiempo –en realidad, lo hubo- en el que el oficio conservaba su aura romántica y los medios concedían a cada oficiante un metro cúbico de libertad para fomentar la ilusión de que la noticia podía ser objetiva y la opinión incondicionada. Las hemerotecas testimonian el talento, el arrojo y la conciencia moral que se ha desplegado para cantarle las 40 al poder y a la misma sociedad. Un aluvión de artículos, reportajes e informaciones excepcionales –también radiadas o televisadas revelan ese horizonte ético, esa garantía de civilidad, en la que otrora se instaló el periodismo y que hoy se ha desvanecido hasta el grado de la excepcionalidad. Hoy el periodista, con pocas salvedades, no viste los colores de su propia dignidad y criterio, sino los de la empresa y opción política o religiosa que subyace en ella. ¿Cómo, si no, ha de sobrevivir?

Claro que, desde los medios, siempre se puede aducir una eximente: son plurales en punto a intereses y líneas editoriales, lo que permite al lector contrastar informaciones y opiniones para sacar sus propias conclusiones. Cierto, aunque no demasiado, pues en ese concierto o desconcierto mediático no hay lugar apenas para la izquierda política, lo que delata un panorama unidimensional, cuanto menos mutilado y éticamente deplorable.