Iniciarnos en un debate social sobre los valores de los jóvenes exige, en primer lugar, a mi modo de ver, una aclaración de los términos y, en segundo lugar, tomar el pulso a nuestro contexto real para situarnos y saber de qué y desde dónde estamos hablando. Para estas tareas nos resultan de gran ayuda los estudios de aquellos filósofos morales que han reflexionado en torno a los valores y, por otro lado, los estudios realizados por sociólogos, encuestas y estadísticas que intentan ofrecernos una imagen sociológica de quiénes son los jóvenes y qué cosas valoran. En tercer lugar, conectando con el tema del foro, educación de la ciudadanía, nos vemos impelidos a tratar de esclarecer cuáles son las posibilidades y sentido de una educación en valores y qué relación guarda ésta con la educación de buenos ciudadanos, entendemos ciudadanos responsables, justos, libres y solidarios.
Así pues, siguiendo este orden de cosas, nos ocupamos primeramente del concepto valor. Decimos que los valores tienen realidad, valen realmente pero no son cualidades físicas porque no los captamos por los sentidos, como sí sucede con los aromas, los colores o las notas musicales. Los valores son cualidades reales de las personas, las cosas, las instituciones, las acciones y los sistemas, están en ellos y el ser humano los descubre porque tiene la capacidad de estimar, la capacidad de valorar. Al mismo tiempo que los percibe capta si son positivos o negativos, y así le impelen a actuar, le mueven a realizarlos, plasmarlos en la realidad (si se trata de valores positivos) o a erradicarlos (valores negativos). En cualquier caso, los valores no dejan al ser humano indiferente. (Adela Cortina, 2000)
En cuanto al concepto juventud o joven si nos remitimos a la definición del diccionario de la Real Academia de la Lengua Española nos encontramos con la amplitud de un término en el que caben todas aquellas personas cuya edad se sitúa entre la infancia y la edad adulta. Además se asocia a estas personas con la energía, el vigor, la frescura de quienes están completando un proceso de desarrollo madurativo en distintos niveles: físico, psicológico, moral, social, cultural. Pero la cuestión sociológica que huye de una categoría uniforme y engañosa, dada la heterogeneidad del conjunto de personas que cabe bajo el término joven, trata de esclarecer quiénes son hoy los jóvenes, qué les caracteriza y por qué rasgos los identificamos. De este modo se clasifica a la juventud española en cinco categorías: liberal integrado (27,5%); moralista, privatista (15,8%); retraído (7,8%); institucional, conservador (24,7%); libredisfrutador, no institucional (24,2%) (Javier Elzo y Eusebio Megías, 2006). Esta tipología sociológica que intenta evitar generalidades y estereotipos resulta necesaria para realizar estudios, como por ejemplo, el mundo de valores de los jóvenes.
Aún corriendo el riesgo de generalizar demasiado nos encontramos con que los valores de los jóvenes que aparecen reflejados en las estadísticas coinciden con la imagen que nosotros nos habíamos formado previamente a partir de nuestra experiencia vital. Nos encontramos ante jóvenes que priorizan los valores proxémicos y el éxito en el trabajo y en la vida, y en menor proporción la dimensión altruista y normativa, descendiendo la religiosa. En el ámbito moral son permisivos y tolerantes, es una constante la admisión y justificación de las elecciones libres de las personas en los comportamientos proxémicos y privados, sin que lleguen a dañar al colectivo. Su solidaridad está enfocada primeramente hacia aquellas personas social y culturalmente próximas, en nada estigmatizadas, dejando en un segundo plano a los socialmente “desviados” como presos o toxicómanos.
Los valores de los jóvenes no siempre se corresponden con los valores cívicos que pensamos deberían promoverse en sociedades democráticas y pluralistas en las que las personas aspiran a un desarrollo pleno de sus proyectos de vida desde la libertad. La pasividad o desinterés de la juventud, la falta de compromiso de muchos de ellos, no debería extrañarnos si desatendemos la educación en valores y dejamos que el individualismo o el consumismo invadan esferas de la vida social que deberían dinamizar los propios ciudadanos. Por eso consideramos muy importante que en la educación de los jóvenes se contemple la educación en valores, tanto el ámbito formal como en el informal. Se les debe educar en la degustación o estimación de los valores, porque esto es algo requiere experiencia, conocimiento y sabiduría práctica. Los jóvenes han de aprender a apreciar que hay valores que son fundamentalmente más valiosos que otros, pues la historia y el progreso moral así nos lo demuestran. Pero al mismo tiempo que se les enseña a reconocer los valores se les debe invitar creativamente a darles forma, darles cuerpo. Se requieren personas sensibles, con (buen) gusto para estimar valores y también personas creativas si deseamos transformar nuestro mundo en un mundo más justo.
Sistema educativo, padres, medios de comunicación, sociedad civil, asociaciones cívicas: todos somos responsables de la educación en valores, de la promoción de aquellos valores que humanicen, que hagan a las personas más libres, más justas, más solidarias, más activas como ciudadanos, responsables del compromiso que asume quien se siente parte de una comunidad.
Sin embargo, asistimos a un momento en el que los medios de comunicación o personajes de la vida pública que influyen en la educación de los jóvenes aprovechan el dinamismo y la fuerza de los valores para la manipulación. Se incurre así en el uso manipulador del lenguaje de los valores que conocemos como emotivismo moral. Este es un riesgo que no debe pasarse por alto y que se ha de contrarrestar con otros modelos de virtud. En estos casos la ciudadanía debe desplegar su fuerza crítica y formar en lo posible a educadores, padres y profesores.
Por otro lado, la educación en valores resulta estéril si no somos capaces de trascender del nivel de las creencias y las ideas al de las realizaciones. Recibimos mucha información, damos absoluta preferencia a la educación como adquisición de conocimientos y habilidades técnicas para conseguir metas, como si únicamente nos guiásemos por nuestra razón estratégica. Así pues, olvidamos otras dimensiones como la educación sentimental o la educación en virtudes cívicas o morales y sabiduría práctica. Sabemos, en muchas ocasiones, qué es lo mejor, qué es racionalmente más adecuado, qué se debería hacer en un determinado caso, pero de la convicción no pasamos a la práctica, en nuestras acciones no se refleja aquello que decimos valorar. Este tipo de incongruencias entre lo que se piensa, se dice y se hace van a repercutir y mucho en la educación de los jóvenes, a quienes va a resultar muy difícil aceptar y reconocer el valor de aquello que no se intenta llevar a la práctica, que se queda únicamente en el nivel de las ideas o convicciones.
De ahí que la educación en valores no pueda restringirse al ámbito de lo pensado, también resulta fundamental el ámbito de lo vivido, de lo sentido, de lo que se experiencia. No obstante, la ciudadanía debería promover también aquellos lugares o foros en los que es posible desarrollar el pensamiento crítico y creativo, en los que se promueva la reflexión y diálogo social sobre aquellas cuestiones que preocupan al buen ciudadano.
En definitiva, consideramos muy positivo que la ciudadanía empiece por concebirse como parte de una red social en la que puede interactuar e iniciar en relación con otros cambios y transformaciones sociales. Y dejar así de verse como un sujeto aislado, un individuo atomizado que no es capaz de compadecerse de otros, de reconocerlos como sujetos morales valiosos, de sentirse obligado hacia ellos por su humanidad común.