Pensar es difícil, requiere silencio y olvido.
Silencio, para conversar con uno mismo. Olvido para liberarnos de lo aprendido, de prejuicios, para tener una visión directa de la realidad y del lenguaje del poder que nos aboca a adoptar sus soluciones a los problemas, como únicas.
Sócrates ya proponía que cada uno sepa bien qué es ser justo, honrado y buen ciudadano, no repitiendo lugares comunes sino formándose su propia opinión.
Sólo pensar no nos hace libres, porque la libertad se muestra en la acción, en la intervención en el mundo. Pensar es un ejercicio en soledad, ser libre es actuar, lo que requiere la participacón de otros, el espacio público, la política.
Pensar equivale a examinar y preguntar(se).
La difundida tendencia a negarse a juzgar sin más, a tener un pensamiento crítico, a la negación para elegir ejemplos, referentes morales, esa incapacidad para relacionarse con los demás mediante el juicio, la predisposición hacia la indiferencia, ahí radica el horror, la banalidad del mal y al mismo tiempo, el mayor de los peligros.
La idea de que la libertad es un atributo de la voluntad y del pensamiento más que de la acción, ha estado fomentada por los dogmas del liberalismo para apartar la idea de libertad del campo político. La valentía es indispensable para la acción política, se necesita valor para abandonar la seguridad de nuestras cuatro paredes y entrar en el campo político, porque aquí lo que está en juego no es la vida, sino la transformación del mundo.
La libertad es la causa de que los hombres y las mujeres vivan juntos en una organización política, su razón de ser, y el campo en el que se aplica es la acción. Pero esta libertad que damos por sentada en la teoría política puede entrar en contradicción con la libertad interior, entendida como espacio interno en el que las personas pueden escapar de la acción externa y que presupone el alejamiento del mundo, es el espacio de la conciencia.
Al analizar el fenómeno de la conciencia, los filósofos y psicólogos tienden a concebirla como la racionalización de una motivación, sin embargo Arendt la sitúa en el ejercicio de la facultad de juzgar, como conocimiento entre lo justo y lo injusto, entre el bien y el mal, que se concretan en normas de comportamiento y de conducta, basadas en la libertad y en la responsabilidad.
Constantes de la conducta y del comportamiento humano a través de los siglos se habían considerado permanentes y vitales, normas y reglas por las cuales los seres humanos distinguían lo que está bien de lo que está mal y que fueron consideradas como parte de la ley natural, de repente en la Alemania nazi, se hundieron, y fueron sustituidos por otro conjunto de hábitos sin la mayor dificultad, como si términos como moral o ética no significaran más que eso, usos y hábitos, semejante a lo que supondría cambiar una señal por otra en el código de circulación.
El régimen nazi introdujo un nuevo código de valores e implantó un sistema jurídico acorde con ellos. La moral degeneró, no por la acción de criminales, sino porque las nuevas normas fueron aceptadas socialmente por personas corrientes. A esto es a lo que Arendt llamó la banalidad del mal, a la incapacidad de pensar, a obedecer sin criterio, al argumento «yo obedezco órdenes», obedecer sólo lo hacen los esclavos o los niños, los demás consienten o secundan, no hay nadie que pueda hacer algo así solo.
Cuando Arendt analiza el fenómeno de Alemania tanto en la época nazi como después de la derrota, dice «Hay que admitir que fuimos testigos del derrumbamiento de un orden «moral» no sólo una vez, sino dos veces, y este súbito retorno a la «normalidad», en contra de lo que a menudo se supone de manera complaciente, sólo puede reforzar nuestras dudas».
En los gobiernos totalitarios, la burocracia tiene como esencia hacer de los funcionarios meras piezas de engranaje, logrando así deshumanizarlos. La razón por la que estos procedimientos judiciales pueden suscitar cuestiones morales (lo que no ocurre con los delincuentes comunes), es porque estas personas no son criminales corrientes, sino más bien personas muy corrientes que han cometido delitos horribles, simplemente porque hicieron lo que se les había dicho que hicieran, lo que permite hacerse una idea de que parte de culpa corresponde a quienes no pertenecían a ninguna de las categorías de delincuentes pero desempeñaron su papel dentro del régimen, o a los que se limitaron a guardar silencio o a tolerar las cosas, pese a estar en condiciones de denunciarlo.
Las cuestiones legales y las morales no son en absoluto las mismas, pero tienen en común el hecho de que tienen que ver con personas y no con sistemas ni organizaciones
El procedimiento judicial radica en centrar la atención en la persona individual, incluso en la época de la sociedad de masas en el que el individuo tiende a considerarse como una pieza de un engranaje, pero la responsabilidad se acota en el momento en que uno entra en la sala del tribunal, porque entonces la pregunta ya no es ¿cómo funcionó el sistema? sino porqué el acusado se hizo de esa organización.
La conducta moral depende del trato del hombre consigo mismo, no tiene que ver con la obediencia a ninguna ley dictada desde fuera, sea la ley de Dios o la de los hombres, aquí radica la distinción entre legalidad y moralidad.
La obediencia tiene su sitio en el orden político y en el marco religioso que se impone a través de sanciones en el orden legal o con la amenaza de castigos futuros en el caso de la religión, pero para aquellos que temen la amenaza de su conciencia, que les impone el autocastigo de despreciarse a sí mismos, lo que conocemos como remordimiento, no necesitan de una norma legal ni religiosa. Igual que soy mi propio interlocutor cuando pienso, también soy mi propio testigo cuando actúo.
Las personas se sienten culpables o inocentes, pero esos sentimientos no son indicadores de lo que está bien y de lo que está mal, los sentimientos de culpa indican conformidad o disconformidad con una norma, con un hábito, pero no con la moralidad. En el ámbito de la experiencia religiosa no puede haber conflictos de conciencia, la voz de Dios habla y la cuestión es si yo obedeceré o no, en el ámbito secular los conflictos de conciencia son deliberaciones entre el yo y el yo mismo, y no se resuelven mediante el sentimiento sino mediante el pensamiento.
Puesto que los sentimientos de culpa o mala conciencia en la tradición judeo-cristiana juegan un papel tan importante en nuestros juicios legales y morales, sería prudente abstenerse de afirmaciones como «todos somos culpables» que aunque resulte muy loable y tentador, sólo ha servido para exculpar a los que realmente eran culpables, porque donde todos son culpables nadie lo es, y puede ser interpretado como una declaración de solidaridad con los malhechores.
La culpa a diferencia de la responsabilidad es estrictamente personal, se refiere a un acto, no a las intenciones ni a las potencialidades. Sólo en el sentido metafórico podemos decir que nos sentimos culpables por actos que no hemos cometido.
La grandeza del procedimiento judicial consiste en que incluso una pieza de un engranaje, ese hombre que se niega a pensar y que sólo obedece, recupera su condición de persona, porque aquí estamos ante un caso de culpa no de responsabilidad, comparece ante el tribunal como persona y se le juzga por lo que hizo.
La responsabilidad colectiva se da en el ámbito de la política, tanto por la forma en que una comunidad asume ser responsable de lo que ha hecho uno de sus miembros, sería el caso de Fuenteovejuna; o por como a una comunidad se la considera responsable por lo que se ha hecho en su nombre, este sería el caso de las comunidades políticas y de los gobiernos, que asumen la responsabilidad por las actuaciones buenas o malas de sus predecesores, de la misma forma que una nación asume su Historia, en este sentido es en el que se nos considera siempre responsables de las actuaciones de nuestros antepasados, pero esto no supone la culpabilidad ni moral ni legal.
Desde Aristóteles la ética o moral formaba parte de la política, la cuestión no era si el ciudadano era bueno o malo, sino de si su conducta era buena para el mundo en el que vivía, el centro de interés era el mundo, no el yo. Con el ascenso del cristianismo el acento se desplazó del cuidado del mundo y los deberes que con ello se derivan, al cuidado del alma y su salvación, las reglas eran de origen divino. Pero es más que dudoso que estas reglas de raíz religiosa puedan sobrevivir a la pérdida de la fe y en la creencia de sanciones trascendentales.
La rapidez del proceso histórico de estas últimas décadas es tal, que incluso recordar ordenadamente «qué pasó y cuándo» exige un serio esfuerzo, parece que nos encontremos en uno de esos decisivos puntos de inflexión en la historia que separan entre sí épocas enteras, en estos momentos la gente corre a refugiarse en las seguridades de la vida de cada día, y esta tentación es tanto más fuerte porque ninguna visión de la historia a largo plazo resulta demasiado alentadora.
Pero las instituciones fundadas a la luz de la Revolución Francesa, con los grandes lemas de Igualdad, Fraternidad y Legalidad junto con la idea de Libertad sobreviven en nuestro pensamiento para iluminar la reflexión y la acción de los hombres en épocas oscuras.
La facultad de pensar debe extenderse mediante la acción a la esfera política, como espacio donde una ciudadanía libre y crítica reaccione a las mentiras, a las falsas contabilidades, a los informes manipulados, esta toma de postura ciudadana representa una amenaza mayor para el poder que cualquier enemigo exterior. Mentir por principios ideológicos sólo puede funcionar mediante el terror, mediante la invasión de los procesos políticos por la pura delincuencia, con la resolución de acabar con la ley, constitucional o no, y con todo aquello que se interponga en los designios de la ideología o de la codicia.
Y no es tanto que el poder corrompa como que el aura del poder, más que el poder mismo, atrae a aquellos hombres, que como es sabido, ya eran corruptos muchos antes de llegar al poder, es la permisividad, la complicidad de saberse por encima de la ley lo que les permite comportarse así, pero en un Estado de Derecho estas conductas no pueden quedar impunes y deben perseguirse hasta sentarlos ante los tribunales y la prensa.
Hechos tan increíbles, por horribles, como han sucedido en estas últimas décadas de nuestra Historia no deben ser condenados al olvido como si nunca hubiesen pasado, como si sufriéramos amnesia colectiva. Como dice Faulkner «el pasado nunca está muerto, ni siquiera es pasado» por la razón de que el mundo en que vivimos está formado por los resto de lo que ha sido hecho por los hombres, para bien y para mal.
Mientras resurgimos lentamente de los escombros de estos últimos tiempos, es nuestra responsabilidad no olvidar los años de aberraciones, engaños, silencios cómplices y abandono de la política y en aras de la libertad de pensar y a la voluntad de actuar, hacernos dignos de un futuro mejor para nosotros y para las generaciones siguientes.