Elogio y memoria de ‘Salvem el Botànic’, la conjura de la gente buena
Tenían experiencia en el activismo social, como los arquitectos Just Ramírez o Carles Dolç, o la profesora de la Universitat de València Trini Simó. Habían formado parte de algunos de los movimientos que, entre la agonía del franquismo y la llegada de la democracia, lograron la recuperación de espacios públicos para la ciudadanía. Caras visibles de El Saler per al Poble o El riu és nostre i el volem verd, se habían destacado por su inquietud social. Pero el contexto era diferente, distinto.
Para la historia la lucha comenzó a finales de marzo de 1995, con la lectura del manifiesto fundacional de Salvem el Botànic. Se producía a los pocos días de que el Ayuntamiento de València, cuya alcaldesa era entonces Rita Barberá, aprobase el estudio de detalle para la construcción de tres torres de más de 20 plantas en un solar ubicado entre el Paseo de la Pechina y la Gran Vía Fernando el Católico, el famoso solar de jesuitas, llamado así porque ahí estaba, antiguamente, el patio y la entrada al colegio de esta orden.
“València siempre se ha visto desde el río. Es una ciudad fluvial. La fachada norte es la de referencia”, explica el arquitecto Carmel Gradolí. “Es la fachada noble”, apunta el periodista Alfons Álvarez. Ambos formaron parte de ese movimiento ciudadano único que fue Salvem el Botànic, germen de tantos nombres y símbolo de muchas cosas. Gradolí recuerda como a principios de 1995, en la que fue su primera reunión en el Centre Excursionsita en la sede de la calle Sanchís Bergón, se buscó un nombre y también un logo. “Recuerdo haber ido a hacer las fotos para después dibujar el perfil”, rememora. “La cúpula es ésta”, señala Álvarez a la cercana iglesia de San Miguel y San Sebastián.
¿Por qué peleaban? Para salvar la faz de la ciudad. De todo ese frente destrozado que era la fachada norte de València, sólo quedaba esa secuencia de espacios libres de la zona de jesuitas. Era un bien en peligro de extinción. Un riesgo que se remontaba en el tiempo, como un silencio antiguo. De hecho, cuando llegó la decisión del consistorio regido por Barberá, llovía sobre mojado. Antes, en los años sesenta, ya se plantearon para ese espacio “unos edificios completamente fuera de escala”, dice Gradolí. Después, con la llegada de la democracia, en los años ochenta, el solar fue objeto de una lucha de competencias entre la Generalitat y el Ayuntamiento. La Generalitat estaba en contra de permitir construir; el consistorio no. “Era un pulso entre Ricard Pérez Casado [entonces alcalde de la ciudad] y Joan Lerma, y por medio estaba Rafael Blasco, que era el conseller de Territorio y Urbanismo de Lerma”, recuerda Álvarez; ironías del destino.
La lucha de competencias se mantuvo con unos espectadores privilegiados, los futuros componentes de Salvem el Botànic, que entonces ni existía ni nadie se podía imaginar lo que iba a suponer. “Los que sabíamos de la lucha de competencias entre las dos administraciones estábamos a la expectativa”, recuerda Gradolí. “La situación era similar en el solar del Pilar, pero ahí estuvieron más rápidos y construyeron enseguida”. Fue entonces cuando se planteó unificar la edificabilidad y se reconvirtió el proyecto inicial en el de las Tres Torres, rebautizadas como las Tres Tristes Torres por el colectivo. Ahí estalló la chispa. “Las instituciones se pusieron de acuerdo para hacer una barbaridad”, dice Gradolí; “entonces la ciudadanía tenía claro que si no salía a la calle, no se podría hacer nada”, añade. La ciudadanía eran ellos, y salieron.
Dolç, Pasqual Requena, Simó, Gradolí, Maribel Lorente, Álvarez, Toni Esteve, Josep Maria Sancho, Pilar Massó, Adolf Herrero, Carmen Fuster, Pilar Marín, Marisa Ruiz, Julián de Marcelo, Amparo Lucas, Josep Trasancos, Lola Pomer, Diego Alegría, David Hammerstein… la lista es interminable. No tenían un líder concreto. Su estructura no era piramidal. Funcionaban de manera transversal, con algunos especialmente activos como Requena, portavoz habitual del grupo, o Simó, presente en todas las reuniones del colectivo. Pronto recibieron el apoyo de numerosos colectivos vecinales, con un nombre propio, Federico López Picher (1928-2013), presidente de la asociación de vecinos del Botànic, quien, tras superar los recelos iniciales, se convirtió en parte indispensable de la lucha.
La primera reunión, la de inicios de 1995, tuvo lugar al poco de la muerte de Just Ramírez. Como si el espíritu indómito del arquitecto les insuflara ánimo, todos se sumaron al proyecto con brío. Debían impedir la construcción de esos edificios; esos terrenos debían servir para ampliar el Jardí Botànic, para la sociedad. “Estábamos convencidos de que teníamos razón”, comenta Gradolí, aunque admite que al principio “nadie daba un duro” por ellos. Pero se ganaron pronto el afecto popular. Incluso los más escépticos valoraban su lucha, su dedicación, su pelea por un espacio que era para todos. A diferencia de otros movimientos sociales posteriores como Salvem el Cabanyal o Salvem la Punta, que peleaban por sus vidas, sus territorios, la suya era una lucha completamente desinteresada, quijotes contra gigantes.
A finales de marzo lanzaron su famoso manifiesto fundacional. En mayo de 1995 hicieron su primera acción espectacular, recuerda Requena. Una esquina de la zona del solar, la que daba a Gran Vía Fernando el Católico, era empleada como aparcamiento improvisado. Todos los miembros del colectivo acudieron con sus coches un viernes y ocuparon una a una todas las plazas de ese aparcamiento. La mañana del sábado, en una acción relámpago, bajaron los coches del solar, acudieron con dos camiones llenos de tierra que volcaron en el terreno, y organizaron una siembra, además de hacer las primeras pintadas sobre las vallas de cerramiento del terreno.
En una de ellas se podía leer Un jardí per a ti. Sus textos, invocando a la sociedad, al colectivo, contrastaban con las publicidades estáticas que anunciaban la campaña de verano de bañadores de un centro comercial, la llegada de la nueva franquicia de comida estadounidense… “Fíjate cómo ha crecido el moreral”, se muestra sorprendido Requena, 22 años después. A su lado, Lorente se maravilla de la fecundidad de aquel primer trabajo de amor que no ha sido perdido. “Apenas hay unos centímetros de tierra”, explica señalando al suelo. Debajo está el metro.
Mientras ellos peleaban en la calle, movilizando a la sociedad, en los despachos encontraron aliados inesperados pero inevitables, secundarios de lujo que se incorporaron al conflicto. Funcionarios como el arquitecto José Ignacio Casar Pinazo, actual director del Museo de Bellas Artes de València, realizaron informes en contra de la construcción. Él estaba en la dirección general de Patrimonio. En el primer proyecto para el solar, recuerda Casar Pinazo, coincidían un interés inmobiliario impulsado por la familia Lladró y el grupo Onofre Miguel, y el del hotel, del promotor Antonio Mestre. Pero los primeros se fueron enseguida, asustados por la presión social. Mestre no. Mestre decidió hacerle un pulso a la ciudad.
“Él, lógicamente, tenía otras expectativas empresariales”, reflexiona Casar Pinazo, en su domicilio. “A diferencia de los valencianos, que iban a construir viviendas, sus clientes no iban a estar mucho tiempo allí instalados. La gente que fuese a su hotel no iba a estar al tanto de lo que sucedía”. Eso explica en parte la obstinación de Mestre. A diferencia de los Lladró y el grupo Onofre Miguel, que enseguida aceptaron una permuta de terreno, Mestre, con una terquedad digna de mejores empeños, fue presentando proyecto tras proyecto, negándose a escuchar la respuesta social o las sucesivas críticas de los informes de los técnicos.
Finalmente planteó un macroproyecto de hotel, con hiedras, cristal… “Cuando me tocó analizarlo”, cuenta Casar, “vi enseguida que el volumen de construcción era mucho mayor del que le correspondía. Entre otras cosas planteaba un gran espacio vacío interior que lo que hacía era aumentar aún más el tamaño del edificio. La afección volumétrica era evidente que existía. Por si fuera poco, este señor, por ejemplo, no contabilizaba el espacio que ocupaban los pasillos en la superficie total construida; y eso en un hotel que tenía habitaciones a un solo lado. Era un engendro urbanístico, arquitectónicamente acultural, formalmente banal…”. Así lo escribió en su informe. ¿Y qué hizo Mestre? Pagó publicidades en los principales diarios regionales valencianos para defender las bondades de su proyecto y denostar la cualificación profesional de Casar.
Los miembros de Salvem seguían por su parte trabajando las calles, ganándoselas persona a persona. Sabían que tenían razón y trabajaron para convencer a los demás de ello. Adenauer hubiera estado encantado. “Muchísima gente”, recuerda Requena, les decía: ‘no podéis hacer nada’; lo hacían con ese pesimismo tan valenciano de no confiar en que se solucionen las cosas, pero todos estampaban su nombre y número de dni. “Había derrotismo”, recuerda Álvarez. Pero la gente les apoyaba y así fue como llegaron a reunir 60.000 firmas en contra de la construcción del hotel. Podrían haber llenado Mestalla y habría faltado sitio para todo el mundo. “No sabíamos qué hacer con ellas”, confiesa Gradolí.
En medio de la vorágine, se reunieron con el entonces concejal de Urbanismo, Miguel Domínguez. En la cita que mantuvieron, él les replicaba sin mirarles. Le presentaron una propuesta de plan especial para el entorno del Botànic y sólo les decía: “Esto no lo entiende nadie, nadie, nadie…” Y Gradolí le objetaba: “Escuche, que hay 60.000 firmas, la ciudadanía está muy movilizada…”. Daba igual. Cerrado en banda seguía contestándoles: “No lo entiende nadie, ni constructores, ni promotores, nadie…” Como Mestre, no se planteaba otra opción que construir. Pero si los concejales y empresarios se mostraban distantes, en Salvem sabían que la sociedad no. Con hitos como la acción que realizaron en 1998 en el Teatro Principal, “fundamental” para Requena, Salvem el Botànic se había convertido en la última lucha romántica de una sociedad descreída. En una ocasión llenaron dos interraíles para ir hasta Barcelona a protestar en la puerta del hotel matriz de Mestre. En junio de 2006 realizaron una gran manifestación. La lucha no cejaba.
Un elemento fundamental en su desempeño fue que encontraron una fórmula de trabajo que funcionaba muy bien. La coordinadora como tal no existía, en el sentido de que no tenía personalidad jurídica. Ellos, todos, estuvieron siempre presentes de forma individual, con sus nombres y apellidos. “Era como una conjura”, dice Gradolí; la conjura de la gente buena. Así se personaron en todos los procesos administrativos y judiciales, siempre ellos, personas individuales en nombre de la coordinadora. “Conseguimos perder en todas las instancias judiciales”, ríe Gradolí al recordar; de derrota en derrota hasta la victoria final. “Sólo nos faltó el Constitucional, pero costaba mucho dinero”, rememora Álvarez. Daba igual. Perdieron en los tribunales pero ganaron en la vida real. Lograron vencer ese muro obtuso que algunos yerguen de que lo que es legal es bueno per se. Estaban demostrando que la legalidad no lo es todo en una sociedad madura. Que hay elementos que se escapan al frío corsé de las normas; más importantes, intangibles pero perceptibles. “Ellos tenían la connivencia política”, advierte Álvarez, “pero si no hubiera sido por eso, jamás habrían llegado tan lejos”.
La batalla tuvo sus heridos. Uno de ellos fue Casar Pinazo, a quien se le represalió. Se le apartó de su puesto y se le mandó en comisión de servicios a Obras Públicas. El exilio duró años. A su determinación por no aprobar el hotel en el Botànic unía su oposición frontal a la ampliación de la avenida Blasco Ibáñez. Apartado Casar, el proceso burocrático fue más rápido pero tener licencia no significó en ningún momento que el constructor y promotor tuviera el camino expedito. “Realmente por mucho que llegara a estar concedida la licencia se veía que aquello no se podía llegar a construir”, explica Casar. “Había una contestación social muy fuerte y se empezaron a articular fórmulas para convencer a ese señor de la necesidad de trasladar su edificabilidad”, agrega.
Salvem contaba a su lado con la sociedad civil, esa que ahora tanto se invoca, con el apoyo decidido de artistas y creadores. Su resistencia era jaleada de manera ininterrumpida. ¿Quién no firmó? 60.000 personas, recordemos, más del 10% de la población adulta de València. ¿Quién no compró alguna camiseta, alguna pegatina, o no conoce a alguien que llevó ropa con ese merchandising espontáneo? Conciertos, exposiciones, hasta un ciclo en la Filmoteca de Valencia daban fe de que el Botànic era el nuevo río, el nuevo Saler.
Dicen que Mestre amenazó a su hijo con desheredarle si cedía a Salvem el Botànic. Pero avanzada ya la primera década del milenio, se comenzó a percibir que hasta en las altas esferas del Ayuntamiento de València se le daba la razón a la coordinadora. Aquí fue fundamental el hecho de que siempre ofrecieron una alternativa, de que no sólo decían no, sino que tenían bien argumentados sus porqués y las posibles soluciones. Hasta le encontraron a Mestre un solar propiedad de Nuevo Centro.
Y así fue como en 2011 se comenzó a vislumbrar el acuerdo, que por otro lado fue más sustancioso para los promotores. Se les cedía el suelo del edificio municipal de la avenida Aragón a cambio del solar de jesuitas. Una jugada además astuta, ya que suponía favorecer el derribo de un edificio que había sido una de las grandes obras de la primera alcaldesa de València, la socialista Clementina Ródenas. Barberá, de un plumazo, se libraba del recuerdo de su otrora rival, quien le había ganado en las elecciones de 1991 ya que tuvo 45.000 votos más, y también mostraba su perfil más popular.
Se produjo la permuta y, ya libre de ataduras, Mestre pasó a ser propietario de un gran suelo en una zona aún mejor. Pero no lo pudo disfrutar. En junio de 2015 el promotor y empresario falleció. Seis meses después, en noviembre, el llamado Nuevo Ayuntamiento de Valencia, diseñado por el estudio de Móstoles, tuvo que ser derribado por el nuevo equipo municipal a los pocos meses de ganar las elecciones. El acuerdo de Barberá con ExpoGrupo marcaba un plazo límite para dejar limpio el solar; si no lo llevaba a cabo el consistorio, Mestre y sus herederos podían rescindir el acuerdo y se tendría que haberles abonado una indemnización de 18 millones de euros. En la actualidad los herederos del empresario catalán quieren esperar a que se demuela Mestalla antes de construir su hotel. No queda ni edificio ni nada, sólo el solar.
El final de esta historia, oficialmente, tuvo lugar el pasado mes de abril, cuando se dio por disuelta la coordinadora. Una vez cumplido el compromiso suscrito por Barberá con el promotor Mestre de dejar limpio el solar en la Avenida de Aragón en el que se levantaba el Nuevo Ayuntamiento, y una vez la propiedad pública municipal de los terrenos del Botànic es segura, sólo quedaba formalizar la despedida (comiat) de Salvem el Botànic Reuperem Ciutat. Pelearon por todos. Ganaron. “Es un terreno ganado para la sociedad”, apunta Requena. En el acto de despedida, Toni Esteve leyó dos poemas para la ocasión. Uno de ellos, Clorofílica alegría, incluye estas estrofas: “(…) Y de pronto, un helecho ronco, que no tonto, nos gritó alegre sus esporas./ Alegre digo,/ alegre estaba./ ¿Por qué motivo?/ De que no pasaran (…)”
Esta semana la Universitat de València presentó su proyecto para la ampliación del Jardí Botànic. Para la entidad el suelo ha sido “un bien sobrevenido”, en la descripción de Álvarez. Ahora dicho proyecto se someterá a un proceso participativo de mes o mes y medio. Hay asuntos pendientes, como la firma del convenio de cesión del suelo entre el Ayuntamiento y la Universitat. Y un problema: no hay fecha para la obra porque no hay dinero para ella. Es por eso que los antiguos componentes de Salvem le han aproximado a la institución académica una iniciativa de huertos urbanos “temporales y reversibles”, de carácter pedagógico e inclusivo. La iniciativa le gusta mucho al alcalde, Joan Ribó. Sería un proyecto en el que participarían entidades dedicadas a las salud mental, colegios, y que haría que ese suelo no siga durmiendo entre muros durante años. Es una opción que serviría para comenzar a devolverle a la gente lo que es suyo. Y también serviría como homenaje a los componentes del Salvem, una forma apropiada de materializar su gran enseñanza: vale la pena luchar por lo que uno cree.
Carlos Aimeur
Artículo publicado en ValenciaPlaza