La herida cubierta de arena
Se cumplen 80 años de la llegada del carbonero inglés «Stanbrock» al puerto de Alicante, donde recogió a cientos de republicanos
Hace 80 años, en los últimos días de marzo de 1939, la II República Española agonizaba en dos puertos, el de Alicante y el de Orán. Sobre los muelles de Alicante se amontonaban al menos 15.000 personas, casi todos hombres, ansiosos por salir del último suelo de la España republicana. El Gobierno en el exilio había contratado cargueros ingleses y franceses, pero la Armada de los sublevados acechaba y casi ningún capitán estaba dispuesto a jugársela por aquellos vencidos. Sobre las 23.00 horas del 28 de marzo zarpó el «Stanbrook», carbonero inglés capitaneado por Archibald Dickson, quien permitió embarcar a unos 3.000 pasajeros, muchos más de los que podía transportar sin riesgo su viejo buque, de 70 metros de largo por 10 de ancho. Minutos después de la medianoche salió el último barco desde Alicante, el «Maritime» que solo se llevó a una treintena de autoridades republicanas. Ningún otro buque de auxilio entró después a aquel puerto cercado por italianos y falangistas.
Todos en los muelles temían la venganza de los vencedores. Desde la mañana en que comenzó a cargarse el «Stanbrook» sabían que se había entregado Madrid, la guerra estaba definitivamente perdida y el paso de las horas fue acentuando el drama en aquella ratonera. Decenas se quitaron la vida desesperados y miles aguardaron barcos milagrosos «sentados frente a la pared horizontal del mar», como describió ese horizonte Max Aub en «Campo de los Almendros». «¿Qué piensan, esta noche, los refugiados en el puerto de Alicante, último residuo -no baluarte- de la República Española, último extremo de la Gran Guerra Civil que ha enfrentado una vez más media España a la otra media?», se preguntó Aub sobre las últimas horas libres de aquellos vencidos.
El título de esa novela, publicada en 1968, con la que cierra la hexalogía «El laberinto mágico», alude a los almendros del terreno próximo a la ciudad donde se confinó provisionalmente a los republicanos del puerto una vez «cautivo y desarmado el ejército rojo». Les esperaban cárceles, campos de concentración y, en bastantes casos, juicios sumarios y fusilamientos. Los hombres varados en Alicante no debían imaginar que miles de los afortunados que tomaron los últimos barcos al sur tendrían un destino similar. »
«Un negocio con las vidas humanas»
Cuando en la tarde del 29 de marzo el «Stanbrook» llegó a Orán, el más cercano y español de los puertos de Argelia, integrada en Francia desde 1830, los exiliados no encontraron un refugio amistoso. El carguero «African Trader», que había partido dos semanas antes de Alicante con un millar de republicanos, estaba fondeado con sus ocupantes a bordo, igual que el «Lezardrieux», procedente de Valencia, y el «Campillo», de Cartagena. Sobre los muelles, cercados por alambradas con vigilancia militar, las autoridades coloniales habían instalado en tiendas a otros cientos de huidos de la Guerra de España llegados desde febrero, muchos en barcos pequeños fletados en puertos pesqueros como Torrevieja, Denia y Santa Pola. Y en la ciudad y sus proximidades, otros miles esperaban destino en centros de internamiento improvisados, como centenares de mujeres y niños llevados a la vieja cárcel de Orán. Aquellos parias eran un problema para el Gobierno francés, que ya reconocía como legítimo jefe de Estado al vencedor Franco y también había recluido en la metrópoli al casi medio millón de exiliados que atravesaron los Pirineos tras la caída de Barcelona el 26 de enero. Muchos de los entre 12.000 y 20.000 últimos exiliados a Argelia supieron de inmediato que no eran bienvenidos por la República libre, igualitaria y fraterna, que durante cerca de cuatro años mantendría presos a miles de hombres en campos de concentración o en los más crueles campos de trabajo.
«Miles de personas, saliendo en una desbandada horrible, atemorizados, muertos de frío, de hambre, no sabían dónde iban, y cuando llegan a donde creían que iba a ser la salvación, se encuentran en campos y centros de internamiento», resume Eliane Ortega Bernabeu, incansable activista por la recuperación de la memoria del exilio republicano en el norte de África, nieta de un cenetista exiliado en el «Ronwyn», otro de los cargueros de la evacuación organizada por los socialistas alicantinos. Desviado a Tenes, al este de Orán, del «Ronwyn» desembarcaron 700 republicanos que acabaron en centros de internamiento en aquel episodio funesto de marzo y abril de 1939 que ella llama «la improvisación fatal de Argelia». Asegura que se usaron los barcos «como prisión» hasta que se fueron habilitando los campos de internamiento y concentración. «Llegan todos en condiciones muy malas, de piojos, de sarna, de fiebre, de tuberculosis, y eso también es un factor de mortalidad», relata.
Eliane no es formalmente historiadora, pero ha recogido cientos de historias. «La verdad te la cuenta la gente que sufrió eso, no los archivos; los archivos son papel y tinta», dice rotunda esta hija del Orán español. El conocimiento acumulado le permite cuestionar los que considera mitos creados para dar un barniz honorable y heroico a la evacuación naval in extremis. El caso del «Stanbrook» es especial porque, según testimonios, su capitán incluso renunció a cajas de valioso azafrán para hacer sitio a más huidos, pero hubo quien se lucró en aquel éxodo. «Se cobraba el pasaje. A mi abuelo le cobraron el barco, era un negocio. Cogieron barcos antiguos, que estaban medio abandonados, y los reciclaron. Crearon una flota de barcos ingleses para hacer tráfico de mercancías y tráfico de mercancía humana», sostiene. «Igual que están haciendo ahora con las pateras, un negocio con las vidas humanas», agrega.
Mientras los barcos permanecieron en los puertos con los huidos a bordo, en unas condiciones sanitarias y de alimentación penosas, algunos miembros de la numerosa comunidad española de Orán, los «exiliados económicos» de finales del siglo XIX y principios del XX, suplieron el abandono al que sometían a sus compatriotas los administradores coloniales franceses. En los primeros días tras su llegada a puerto, decenas de barcas de españoles y organizaciones oranesas como partidos de izquierda y sindicatos se acercaron al «Stanbrook» para aprovisionarlo con comida. Con el paso de los días, una vez se estableció un abastecimiento oficial mínimo, los parásitos y la imposibilidad de la más básica higiene se convirtieron en la pesadilla de los exiliados. Paulatinamente, cuando la presión política y la ausencia de alternativas convencieron a las autoridades de que habían de asumir aquella marea humana, mujeres y niños primero y posteriormente hombres fueron bajados a tierra, los últimos el 1 de mayo, 34 días después de embarcar, tras declararse un brote de tifus y una vez que el Gobierno de Negrín en el exilio pagó los «gastos» ocasionados.
Una maleta llena de libros
No es la libertad lo que comienza para los exiliados españoles esa primavera de 1939, salvo para los que tenían pasaporte con el visado que les permitió viajar a México, el destino soñado de la mayoría. Lo que se abre ante ellos, particularmente los hombres que arrastraban casi tres años de guerra y privaciones, son centros de internamiento y campos de concentración y trabajo, que representan en la memoria del exilio español una herida poco tratada, una cicatriz cubierta por la arena del tiempo.
Eliane Ortega asegura que se han contabilizado unos 70 espacios de reclusión, en sus distintas categorías, solo en Argelia, mientras que si se suman los de otros países del Magreb a los que también llegaron republicanos españoles la cifra alcanza los 110. El más grande de los argelinos es en el que estuvo su abuelo, Camp Morand, a unos 150 kilómetros al sur de Argel, donde vivieron y trabajaron confinados 5.000 españoles sin las condiciones más básicas para soportar las temperaturas extremas propias del clima desértico, con 50 grados diurnos y hasta 10 bajo cero en invierno por las noches, con escasez de comida y agua, vigilados y castigados como enemigos.
Así también fueron tratados los protagonistas de un capítulo particular del exilio: los marinos de la flota republicana huída de Cartagena el 5 de marzo que llegaron a Túnez, protectorado francés, y rehusaron después volver a la España. Los ocho destructores, tres cruceros y un submarino y los 3.500 marinos que confiaron en la promesa de Franco retornaron el 30 de marzo, pero el almirante republicano Miguel Buiza y unos 1.500 hombres leales a la República optaron por quedarse. Estaba entre ellos el radiotelegrafista Alfonso Vázquez. Su hija, Alicia, cuenta a EFE que su padre se quedó porque «no se fiaba» y tenía la esperanza de llegar a México. «A los que volvieron, luego lo supimos, los metieron en campos de concentración en España y a algunos los fusilaron». Alfonso fue internado en el campo tunecino de Meheri-Zebbeus junto con Paco Díaz, que fue su «amigo del alma» y que escribió unas memorias sobre la fuga de ambos del campo. Escaparon al segundo intento. «La primera vez salen del campo con dos maletas, una con ropa y otra llena de libros. ¡Hacen una evasión de un campo de concentración con una maleta llena de libros! Me alucina», explica Alicia, que a partir de ese detalle subraya: «Para mí la República es sinónimo de cultura, de afán de superación, ese es el lado que yo conocí». Los dos fugados alcanzan Argelia y llegan a Orán, donde se instalan para buscarse la vida entre la comunidad española, pero a Vázquez le arrastra entonces la ola que agudizó las penurias de los exiliados españoles en los departamentos franceses de Argelia: en junio de 1940 la Alemania de Hitler toma el control de Francia.
Con la nazificación de las colonias los republicanos recluidos en los campos se convierten en enemigos potenciales, se acelera su segregación por afiliación política y los considerados una mayor amenaza son internados en campos de trabajo penitenciarios en el Sáhara. Alfonso fue detenido de nuevo y destinado al de Colom-Béchar, uno de los instalados en la línea del ferrocarril transahariano, llamado también Mediterráneo-Níger, un proyecto quimérico en el que los franceses ya habían empleado a prisioneros enemigos en la Primera Guerra Mundial y que retoma el régimen títere de Vichy con la explotación de mano de obra cautiva. Eliane Ortega sostiene que «había oficiales hitlerianos en los campos», pero «muy disimulados y muy pocos».
Otro campo de castigo argelino destacado por su crueldad fue el de Hadjerat M’Guil, donde fueron enviados algunos de los españoles más renuentes a la disciplina de otros campos, varios de los cuales murieron torturados. Meses después de la conquista del norte de África por las tropas aliadas a finales de 1942, el jefe de ese campo, el teniente Santucci, y tres de sus oficiales, fueron juzgados y condenados a muerte. «Nadie saldrá vivo de aquí», decía Santucci a los recién llegados.
También sufrió la aridez argelina el gran cronista de la huida final de Alicante, Max Aub. El escritor valenciano, que había permanecido recluido la mayor parte de su estancia en Francia desde su exilio en enero de 1939, fue trasladado en noviembre de 1941 junto con otros republicanos hasta el campo de Djelfa, a unos 300 kilómetros al sur de Argel, de donde fue liberado tras medio año de humillación y privaciones. En 1944, recién instalado en su definitivo exilio mexicano, Aub publicó «Diario de Djelfa», un agrio poemario en el que, entre amargas evocaciones de la España perdida, describe el suplicio. «En el marabú (la tienda de campaña en la que vivían) apiñados / tres ex-hombres en montón. / Miseria sobre miseria, / sin abrigo ni colchón. / Harapos sobre los huesos. / Lo que se tuvo y robó / vendido por poco pan. / Hijos de sarna y prisión, / engendros del pus francés, / esqueletos de dolor, / escoriaciones y piojos, / manto de frío feroz», reza uno de los poemas.
Cautivos en el desierto, libertadores de París
La pesadilla de los campos argelinos terminó con la operación Torch, el desembarco de las tropas estadounidenses y británicas en el norte de África iniciado en noviembre de 1942. La gran mayoría de los españoles presos optaron por integrarse en la vida civil, principalmente en Orán, donde a algunos les aguardaban sus familias y otros muchos, una vez se hicieron con los medios para ganarse la vida aunque fuera de forma precaria, consiguieron que se unieran a ellos esposas e hijos que habían quedado en España.
En Orán pasaron su infancia Eliane y Alicia, y ambas la recuerdan como una época feliz, rodeadas de adultos que añoraban su tierra y que mantenían la esperanza de que la Guerra Mundial terminara no solo con la derrota de Hitler, sino también con la de Franco.
Ese era también el anhelo de los militares exiliados que decidieron volver a batallar contra el fascismo enrolados en el ejército de la Francia Libre. 160 españoles formaron la Novena Compañía de la Segunda División Blindada, conocida por el apellido de su general, Philippe Leclerc. En la división hubo medio millar de españoles, alistados tras la liberación del Magreb o integrados previamente en Legión Extranjera como alternativa a los campos. Varios de los que formaron después la compañía «española», La Nueve, combatieron previamente en el norte de África contra las fuerzas del Eje, a las que tomaron Bizerta, el puerto donde se había entregado la Armada republicana huída de Cartagena. Terminada su misión en África, la división se sumó a la campaña final en Europa iniciada con el desembarco en Normandía. Sus curtidos hombres hicieron gala de republicanismo durante toda la campaña bautizando sus vehículos con nombres de batallas de la Guerra Civil o de personajes españoles. La Nueve se hizo célebre por la liberación de París la noche del 24 de agosto de 1944. El «Madrid», el «Guadalajara», el «Belchite» y el «Don Quijote» formaban parte de la columna que llegó al ayuntamiento de París y declaró la ciudad liberada. Encabezaba la unidad Amado Granell, excomandante de la 49 Brigada Mixta del Ejército Popular Republicano, pasajero número 2.073 del «Stambrook» y antiguo preso en los campos argelinos.
Cuando acabó la peripecia heroica de La Nueve, que culminó con la toma en agosto de 1945 del Nido del Águila, el simbólico chalé alpino de Hitler, la Guerra Mundial tocaba a su fin. Los republicanos que habían luchado junto a los Aliados contra los aliados de Franco, los exiliados en la Francia europea y africana y los exiliados en América supieron entonces que, como en la Guerra Civil, las potencias occidentales no iban a combatir al dictador español porque su amenaza ya no era el fascismo sino el comunismo. No había resurrección posible para la República derrotada. Comenzaba un nuevo y largo capítulo de la historia de España fuera de España.
Tomás Andújar
Artículo publicado en Levante.emv