Pedro Sánchez: ser o no ser…investido
Pedro Sánchez coge el teléfono, marca el número de Pablo Iglesias y le dice:
– Pablo, anda, vente a Moncloa…
Esa es la anatomía de un instante, Javier Cercas dixit, que va a ocurrir.
Pero que no ha ocurrido todavía.
Y, por ello, toda escenificación de contactos y negociaciones carece de eficacia ejecutiva.
Porque como nuestros dos grandes timoneles no han desbrozado cara a cara los obstáculos que subsisten en el camino desde julio –“la desconfianza recíproca”, según advirtió Pedro Sánchez en el Palacio de Marivent el 7 de agosto– todo son aspavientos o pirotecnia de fallas.
Estos movimientos son a beneficio de inventario, fórmula que permite a los herederos (partidos en este caso) no hacer frente con su patrimonio a obligaciones inesperadas.
¿Qué hemos hecho para merecer este paisaje poselectoral del 28 de abril?
La precariedad laboral, que ha venido con la Gran Recesión para quedarse para siempre –si la sociedad no hace lo necesario para impedirlo– se ha convertido a su modo en precariedad política.
La aritmética del 28 de abril solo permite un gobierno de gran precariedad. Porque, aun en el caso de un más que difícil acuerdo entre Sánchez e Iglesias, se necesita la abstención clave de Esquerra Republicana de Cataluña, partido que está pendiente de la montaña rusa política catalana, y, sobre todo, de la bomba de efecto retardado de la sentencia del procés que el Tribunal Supremo prevé notificar en los primeros días del próximo octubre.
Iván Redondo, director de gabinete de La Moncloa, y el presidente Sánchez están convencidos –trackings sobre la mesa– de que constituir un gobierno precario supone desembocar más pronto que tarde en nuevas elecciones, quizá con mayor desgaste por las dificultades de sacar adelante unos presupuestos diferentes a los casi vitalicios del no menos vitalicio exministro de Hacienda Cristóbal Montoro.
La fórmula de ambos sería, pues, aquí te pillo, aquí te mato. Como la convocatoria para el 10 de noviembre es automática si el Rey no encuentra un candidato con los apoyos necesarios, el PSOE se inclina por meter la directa ahora.
Por supuesto, los socialistas afirman en público todo lo contrario porque en la campaña electoral todos los partidos –a modo de disculpa ante los electores– tratarán de pasarse la factura por fallarle a los ciudadanos, que ya emitieron su veredicto el 28 de abril, y tener que pedirles nuevamente el voto.
El escenario de una investidura no deseada o no querida es quizá una prueba del grado de descomposición al que ha llegado la política española.
¿En qué consiste? En esto: en que el PSOE, a su pesar, puede verse obligado a asumir el gobierno precario. Si Iglesias “nos hace la pirula”, según dicen algunos dirigentes del PSOE, “de apoyarnos sin contrapartidas, y ERC (aparte del respaldo disponible del PNV) se abstiene, Pedro Sánchez tendrá que formar gobierno”.
¿Lo hará Pablo Iglesias?
Si los trackings han envalentonado al PSOE –con la previsión de subida mínima de 123 a 143 escaños a expensas en buena medida de Ciudadanos–, algo simétrico ocurre con Unidas Podemos. A medida que nos alejamos del fracaso de la investidura del 25 de julio y nos acercamos a calibrar si habrá investidura o desinvestidura antes del 23 de septiembre, Pablo Iglesias ya no considera que evitar la repetición de elecciones debe ser la razón esencial del argumentario para llegar a un acuerdo con el PSOE.
La apuesta estratégica de Iglesias sigue siendo el gobierno de coalición, la entrada de UP a un gobierno de izquierdas. En unas nuevas elecciones, la campaña de UP se centraría en alertar de que Pedro Sánchez quiere hacer lo contrario después del 10 de noviembre de lo que le coreaban sus simpatizantes en Ferraz la noche del 28 de abril (“Con Rivera, no”). Y si se cumplen los trackings de UP, podría mantener sus 42 escaños o sufrir una pequeña pérdida, pero con la subida del PSOE se podría llegar a una mayoría absoluta de izquierda.
Y, además, Iglesias habría pasado a una situación en la que el veto personal contra su presencia en un consejo de ministros, ahora con mayoría absoluta de la izquierda, quedaría superado o sería muy difícil de justificar.
La otra cara de la moneda es que Pedro Sánchez, ante un previsible avance del Partido Popular –con votos repescados de Ciudadanos y de Vox– podría tener un abanico más abierto para maniobrar con una derecha que hasta el momento le ha dado la espalda.
Redondo no ha abandonado la idea de que un Ciudadanos –cuarteado por las deserciones y las pérdidas de votos– puede cambiar el rumbo hacia “Con Sánchez, sí”.
Y si ello no es posible, siempre quedaría la posibilidad de que un Pablo Casado, reforzado en esas elecciones –después de haber formado gobiernos en Andalucía y sobre todo en Madrid– estaría en condiciones de devolverle al PSOE la abstención que éste último le regaló en 2016 para dejar gobernar a Mariano Rajoy.
Hay un último factor que hay que considerar en favor de las elecciones el 10-N. Y es la desaceleración económica global y su impacto en España. Alemania, la llamada locomotora del euro, podría entrar en recesión –recesión suave, pero recesión al fin– en el tercer trimestre de 2019 (con un segundo trimestre consecutivo de crecimiento negativo del Producto Interior Bruto), mientras el desenlace tempestuoso del brexit añade cada vez mayor incertidumbre. A su vez, la guerra comercial de Trump con China y la gran volatilidad en los mercados bursátiles –a raíz de menores beneficios que están registrando las empresas frente a las expectativas a comienzos de 2019– pintan un panorama de altos riesgos al que aportan su grano de arena la crisis de algunos países emergentes, en particular la virtual suspensión de pagos de Argentina.
Ernesto Ekaizer
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