«Ser complacientes con la realidad no tiene nada que ver con la felicidad» Victoria Camps
En el interior del lenguaje sereno de Victoria Camps (Barcelona, 1941) se encuentran los contornos de una ventana ante el mundo. Su manera de aproximarse a los temas de trascendencia humana reconcilia con la reflexión y la profundidad que tanto echamos en falta en el debate público. Entrar junto a ella en el Consejo Editorial de esta revista es un enorme regalo. Casi tanto como los destellos que deja en esta conversación. Filósofa de formación y de profesión, dedica actualmente parte de su tiempo al Consejo de Estado, donde es miembro permanente desde octubre de 2018. Sus estudios sobre bioética, feminismo y educación han hecho de ella una de nuestras voces más destacadas en el análisis y el pensamiento de nuestro tiempo. Su obra, desde ‘Los teólogos de la muerte de Dios’ hasta ‘La búsqueda de la felicidad’, describe la trayectoria investigadora y pedagógica de quien afronta todas las preguntas que pueden hacerse sobre los hechos humanos más trascendentes.
En ‘Elogio de la duda’ recuerdas la famosa cita de Bertrand Russell: «Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas». ¿Qué es lo que nos está haciendo dudar tanto en esta época?
Dudar es humano, lo que pasa es que no nos gusta hacerlo. Nos gusta más la seguridad, tener certezas y no instalarnos en la duda, porque eso es complicado. Obliga a pensar más, a no decidir al instante, a no reaccionar inmediatamente… Escribí este libro pensando, sobre todo, en los extremismos que sufrimos hoy. En la facilidad con que la gente se sitúa en posiciones extremas en las que uno se adhiere a creencias. Cuando parecía que con la secularización eso ya había pasado y que las religiones pertenecían a otra época, ahora estamos en la época de los crédulos. La creencia nos da la seguridad que busca la condición humana. Y aunque el logos sea lo esencial del ser humano, instalarse en él es complicado.
Estos extremismos, ¿son expresiones de una duda o de una certeza?
Yo diría que son expresiones de un malestar que seguramente tiene causas muy diversas: desigualdades, desafección política, no vivir cómodos en el momento en que vivimos… Todo eso nos provoca una inquietud que busca el amparo de algo que le dé cobijo. Eso puede ser el grupo, la vuelta a las identidades o a los nacionalismos de última época, que se basan en encontrar una pertenencia a algo que me dice qué debo hacer en cada momento. Se ve mucho en el caso de todos estos populismos, que tienen unas consignas muy claras sobre cómo hay que reaccionar frente a la inmigración o a la globalización y que buscan indicarnos cómo debemos comportarnos en cada momento.
¿Cómo conviven las expresiones de malestar tan evidentes de esta época con una cierta obsesión con la búsqueda de la felicidad?
La búsqueda de la felicidad se ha vuelto obsesiva por parte de quienes quieren tenernos contentos. En muchos niveles: en el mundo empresarial, en el mundo de la educación… Lo que se busca es que las personas estén bien consigo mismas y darles esa posibilidad de una forma relativamente fácil. Todas las tendencias de la inteligencia emocional se conducen en ese sentido: cómo gestionar las emociones y cómo conseguir que haya pensamiento positivo siempre para no caer en la frustración. La búsqueda de la felicidad es tan antigua como la filosofía. Aristóteles ya dice en la Ética a Nicómaco que «el fin del ser humano es la felicidad». Todo el mundo está de acuerdo con esa premisa, aunque no se consiga con lo que la mayoría piensa que se obtiene, con cosas como la riqueza, el honor o el éxito. La felicidad se obtiene con la «vida virtuosa» dice Aristóteles, un concepto que hoy nos suena a algo muy raro. Se refiere a la vida buena, al sentirse conforme, al construir una manera de ser adecuada para vivir en democracia, al convivir con los demás y respetarnos mutuamente… Todo eso constituye la ética.
Si analizamos la historia desde nuestros orígenes hasta la actualidad, seguramente este ciclo histórico que nos ha tocado vivir tendría el contexto más propicio para tener la media de felicidad humana más alta que nunca: evolución de la renta, espacios geográficos en paz, mejores condiciones de vida… Sin embargo, una disonancia en la atmósfera nos indica una cierta densidad de pesimismo.
Hay pesimismo, sí, pero la felicidad es un proyecto individual. Es verdad que las condiciones para la felicidad han ido mejorando a nivel global. Creo que el pesimismo viene, a veces, de la mano de una serie de ideologías que no son constructivas y que no se basan en la realidad. O mejor dicho, que se basan en pequeños fragmentos de ella. Que estemos insatisfechos con lo que ocurre es bueno. Ser complacientes no debería tener que ver con la felicidad. Hay que luchar contra eso. Quizás ahí esté la disonancia: pensar en ella de una forma excesivamente superficial y material, y considerar que la felicidad es la ausencia de adversidades, de frustraciones, de traumas o de desavenencias. No debería tener que ver con eso: la felicidad es saber hacer frente a las limitaciones y contingencias de la condición humana y superarlas.
¿Cuánto influyen en nuestra felicidad los contextos políticos en los que habitamos?
Seguro que lo hacen. Además, para eso están todos los asesores de los políticos que intentan ver hasta qué punto la gente va a reaccionar de una forma o de otra con respecto a lo que se les dice o se les promete. Pero todo es muy impredecible. Por ejemplo, ahora, que ha habido unas elecciones en las que se auguraba una abstención alta y no ha sido así. No somos seres totalmente previsibles. El estar desengañados del mundo en el que vivimos –no solo con la política– es un revulsivo que nos lleva a reaccionar y a pensar que algo hay que hacer. Es la actitud ética fundamental.
Te he leído en ‘El País’ varios artículos hablan- do de la demanda de pactos que la ciudadanía envía a los políticos cada vez que le piden opinión. He formado parte de una generación política que se educó en la cultura de los pactos de la Transición, pero no sé si hemos aprendido mucho de ella…
¿Tu generación?
Sí, la mía.
No, de entrada no lo creo. Sí creo que nos ha sorprendido a todos el hecho de que, en menos de 24 horas, parece que estamos en el camino de un pacto [La entrevista se realizó justo después de las últimas elecciones generales]. Aún así, estas últimas elecciones no han sido buenas para nadie. Solo para VOX, y eso era lo peor que podía ocurrir. Lo cierto es que es difícil pactar cuando no se piensa en el interés común, y eso es algo que se repite con frecuencia. Hace muchos años, Salvador Giner y yo escribimos un libro sobre el interés común, cuando nadie hablaba de eso. Lo cierto es que lo común, al no ser patrimonio de nadie, debería ser en lo que tendría que pensar cualquiera que esté al servicio de la sociedad. No lo digo solo por los políticos: pienso en los empresarios, los docentes, los comunicadores… No pueden pensar exclusivamente en su propio beneficio personal o corporativo, tienen que pensar también en el bien mayor. Eso hoy se sitúa al margen de la vida política. Pasó en la época de la Transición, cuando se pensó en el interés común de España y todo el mundo fue generoso. Hoy esa generosidad no existe. ¿Podrá hacerlo algún día? Ojalá sea así.
Has citado a VOX comentando los resultados de la última convocatoria electoral. ¿Piensas que es un fenómeno que tiene mucho recorrido en una sociedad como la española o que está en su techo?
Me gustaría pensar que está en su techo y que esos fenómenos populistas tienen un momento con una punta muy alta, pero luego empiezan a bajar. Recogen el malestar de gente que ha perdido la seguridad en los partidos en los que había confiado de una forma más duradera y que optan por meterse en algo que luego genera desconfianza y, finalmente, lo dejan. Tiendo a pensar que eso ocurrirá con VOX y me gustaría que fuera así, pero ya veremos.
Es también una de las expresiones más evidentes que tenemos en España de rechazo al inmigrante, especialmente si es pobre. ¿A qué obedece la aporofobia?
No es extraño que el discurso sea contra los pobres y no contra diferencias de tipo cultural, ético e incluso religioso. El que es rechazado y el que incomoda es el pobre, sobre todo a las clases que empiezan a ser medias. Eso en Cataluña se vio muy claro cuando confluyeron los inmigrantes de la posguerra con los inmigrantes de las nuevas generaciones, que ya no son de otras regiones de España sino que vienen de América Latina, de Europa o de África. Es el rechazo a aquello que amenaza la pérdida de los privilegios que empiezo a tener. Siempre ocurre: reacciono contra aquel que está peor, aquel que es más débil que yo.
Hace 70 años se inventó una idea de Europa integrada para vacunarnos contra todo esto. ¿Hay esperanzas de reconstruir parte de ese proyecto europeo que está, aparentemente, tan cuestionado?
Lo de Europa nos está costando mucho. Estoy muy de acuerdo con Jürgen Habermas en su idea de que habría que superar el nacionalismo y la idea de Estado-nación. Deberíamos ser capaces de pasar a una distribución de poder distinta, que tuviera el centro en las ciudades o las regiones. Por ahí debería ir el futuro, en lugar de recuperar la anticuada idea de construir nuevos Estados-nación. Pero veo todo muy lejos y no hay indicios de que la cosa vaya por ahí.
Mientras hacemos esta entrevista, una niña viene en catamarán atravesando el océano Atlántico para la cumbre climática que se va a celebrar en Madrid dentro de unas semanas. ¿Cómo ves de certero este ámbito de la lucha contra el cambio climático?
En absoluto diría que el cambio climático no sea uno de los grandes problemas que tenemos. Seguro que lo es, como lo son las migraciones y como lo es también la pobreza. Ojalá la lucha contra la pobreza hubiera generado también estas movilizaciones masivas.
Estamos inmersos en la mayor transformación tecnológico-productiva de la historia de la humanidad. ¿Qué enfoque ético debemos valorar ante los algoritmos, los robots o la inteligencia artificial?
En primer lugar, un enfoque positivo. Toda innovación tecnológica es positiva y puede aprovecharse orientándola al bienestar de la humanidad, pero con cautela. El principal inconveniente de esas precauciones es que hay que ir ejerciéndolas sobre la marcha. No sabemos las consecuencias negativas –o no– que puede tener el uso de nuestros datos, que están en muchos sitios. Para la medicina puede ser muy bueno tenerlos, pero puede ser al contrario si las compañías de seguros empiezan a utilizarlos y a discriminar con ellos.
Esa es quizá una de las claves: la correcta utilización de los datos.
Hace poco estuve dando una conferencia en la Fiscalía sobre la violencia de género. ¿Qué se hace con todos los datos que tenemos gracias al observatorio de violencia de género? ¿Hay alguien que los utiliza para investigar, para ver realmente qué está pasando? Tenemos mucha información pero, ¿por qué no sabemos atajar este fenómeno? ¿Es una cuestión de educación? No estoy segura de que evaluemos bien a partir de todos los datos disponibles. En el Consejo de Estado me di cuenta también de esto: cuando se crea un nuevo reglamento, un decreto, ¿se evalúa realmente lo que se ha hecho hasta cada momento? No, y eso algo que nos falta en las democracias. Los parlamentos no funcionan en ese sentido y controlan mal al gobierno. Mi corta época en el Senado fue suficiente para darme cuenta de que no se controla y evalúa casi nada.
Hay un componente ahí que es la velocidad: lo rápido que se producen los cambios tecnológicos ante un legislador que funciona a otro ritmo.
La regulación siempre viene después, cuando empezamos a darnos cuenta de los peligros. En el terreno de las políticas públicas, por ejemplo, se proponen algunas que, a lo mejor, en poco tiempo dejan de funcionar y nadie se da cuenta de que aquello se debe rectificar y se debe hacer otra cosa. Esto es algo que, con las nuevas tecnologías, debería propiciarse más, precisamente por la velocidad.
Una última pregunta: nací en una Euskadi de identidades nacionales y de sangre que miraba a Cataluña como espejo de convivencia cívica. Hoy, la miro desde aquellos ojos y solo se ve un espejo roto. ¿Qué hay que hacer en Cataluña, o desde Cataluña, o por, o con Cataluña? Pon la preposición que prefieras.
Lo primero, ponernos a hablar, porque es algo que no se ha hecho. Nos hemos estado dividiendo durante años, cada uno encerrado en su posición. Hoy, afortunadamente, ya se está pidiendo diálogo por todas partes. Hay que hablar, sí, pero hay que decir de qué hay que hablar, y eso es algo que todavía no estamos haciendo. Hay que poner sobre la mesa qué es lo que nos puede unir y, como es obvio, el referéndum hoy no lo hace. Es la propuesta de un referéndum que, por cierto, no sabemos sobre qué queremos hacerlo. Lo que sí sabemos es que no nos une. Hay una coartada: que no hay violencia en Cataluña y esa coartada permite seguir con ese entretenimiento de una revolución pacífica, pero que nos tiene en una situación totalmente inaceptable.
Eduardo Madina
Artículo publicado en Ethic