El pinchazo
Anhelamos los pinchazos de la vacuna porque, como todos o casi todos, estamos hartos de vivir en un túnel de incertidumbres, en un tobogán que igual nos eleva el ánimo que nos lo hunde tras la reiteración de olas y la floración de variantes pandémicas
En aquellos tiempos de la España en blanco y negro, del domingo con corbata, misa y el puchero de los días especiales, estaba muy presente la figura del practicante. El diccionario aún nos recuerda que se trataba de una «persona legalmente capacitada para realizar operaciones de cirugía menor, hacer curas, poner inyecciones o administrar medicinas».
Para los que éramos niños en aquellos tiempos, el practicante era el portador de una dolorosa amenaza: la de las inyecciones. Llegaba a las casas con su maletín de piel, del cual extraía una caja metálica, rectangular y niquelada, en la que guardaba el émbolo y la aguja que empleaba para su trabajo. Depositaba unas gotas de alcohol sobre un platillo y, prendiéndole fuego, esterilizaba la aguja: lejos estábamos entonces del material desechable. Finalizada aquella ofrenda a la asepsia, insertaba la aguja en el émbolo, la introducía en la ampolla descabezada que contenía el medicamento y absorbía su contenido. A continuación, expulsaba el aire sobrante y, tras empapar un trozo de algodón en alcohol, se dirigía al enfermo precisado de aquel remedio que, pese a su modernidad y eficacia, aún convivía con los parches de Sor Virginia, el agua del Carmen y la quina San Clemente.
Los niños contemplábamos con algo más que temor la aguja: aquella fina y firme pieza de metal que avanzaba hacia una de las nalgas, mantenida firme por alguno de nuestros mayores. Gritos y llantos componían un desacompasado berrinche que recibía una mixtura de reconvenciones y de palabras tranquilizantes mientras la aguja traspasaba la piel y sentíamos la densidad del líquido, desparramándose dolorosamente por el muslo. Un dramatismo que solía perder fuerza cuando el practicante anunciaba que el procedimiento había concluido y retiraba la aguja al tiempo que frotaba con energía el entorno del pinchazo, utilizando el algodón.
Aquel estereotipo infantil del practicante contrastaba con la bonhomía presente en muchos de ellos. Una profesión presente cuando la sanidad universal y gratuita ni siquiera alcanzaba a ser un sueño. Una profesión de casa en casa, para atajar fiebres rebeldes con los primeros antibióticos que se distribuían en España, soportando sin protección el riesgo de contraer cualquier enfermedad. Un trabajo de a tantas pesetas por pinchazo que, pese a su modestia, no siempre se encontraban disponibles en los muchos y modestos hogares entonces existentes, obligando al aplazamiento de los pagos.
La vida se reconstruye mediante la adición de recuerdos que hablan de momentos dulces y de instantes temidos. La inyección del practicante puede que siga siendo uno de ellos en algún punto de la memoria de quienes ya peinamos canas. Paradoja donde las haya porque, ahora, en este presente que se cuece a fuego lento mientras esperamos la vacuna contra la pandemia, lo que anhelamos los niños de aquel entonces, con nuestras arrugas, recetas o no de crónicos y paso cuidadoso cuando pateamos la calle, es que, cuanto antes, regrese el practicante. Que, transmutado en el enfermero o enfermera de hoy, llegue el aviso de que nos aguarda en algún punto de vacunación: porque, superado el temor de otros tiempos, hoy lo contemplamos como el liberador de nuestros más insistentes temores.
Anhelamos los pinchazos de la vacuna porque, como todos o casi todos, estamos hartos de vivir en un túnel de incertidumbres, en un tobogán que igual nos eleva el ánimo que nos lo hunde tras la reiteración de olas y la floración de variantes pandémicas. Quizás, a los más jóvenes, les parezca un estado de ánimo exagerado. A los ojos de algunos, la tercera edad significa disponer de una pensión, de una sanidad generosa, de un hogar sin hipotecas, de ventajas en el transporte público y en el acceso a la oferta turística y cultural. Una visión que, aun cuando no admita generalizaciones, resulta comprensible que aglutine, en su imaginario, diversos tópicos sobre la vida de las personas mayores. Pero, quienes así piensan, también deberían considerar que, en la senectud, el saco del tiempo cada vez se parece más a una bolsa encogida; que, a diferencia de ellos, no podemos recrearnos en el uso del tiempo porque éste marcha con firmeza hacia la fragilidad y, en última instancia, hacia lo único que existe de seguro, definitivo y predecible para el ser humano.
Sosteniendo ese reloj que se achica, el niño que antes lloraba ante el practicante es, en este tiempo, el adulto que lo espera con ansiedad indisimulada, el que desea acercarlo y sentir en el brazo ese pinchazo que va a unir, durante un instante, su mano y nuestro hombro. Una comunión que, junto al líquido de la vacuna, aporta el renacer de la esperanza, de un mañana más seguro, de una reacción colosal de afectos y encuentros hasta ahora reprimidos. Gracias a los enfermeros y enfermeras por, tantas décadas después, transformar el temor en un repunte de alivio y felicidad.
Manuel López Estornell
Artículo publicado en Levante.emv
abril 16th, 2021 at 12:34 pm
Magnifico artículo.
Produce cierta ternura y aplaudo la conexion del ayer con este salto de siglo que tantos avances nos ha traido en materia de salud, que ha transformado los ambulatorios en nuestros actuales Centros de Salud, ha puesto a todo el colectivo enfermero de nuestro pais ahi en prinera fila ante esta dolorosa pandemia y cuyo antidoto mas añorado esta siedo esta vacuna, este pinchazo como muy bien dice el autor de este articulo.
abril 24th, 2021 at 1:35 pm
Un entrañable recuerdo de una etapa de nuestra vida y de nuestra profesión gracias por recordarnos y animar ala vacunación