Las afganas, las demás, y un puñado de derechos humanos
Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país.
Art 13, Declaración Universal de los Derechos Humanos
Los Derechos Humanos relacionados con la migración y todo lo que ésta conlleva (el marcharse, el llegar, el habitar… el regresar) impregnan gran parte del articulado de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, esa que nos trae a esta sección en cada cita. Es decir, que en un proceso migratorio -y no solo aquel limitado al asilo o al refugio- las violaciones de derechos humanos que padecen quienes migran contemplan la denegación de derechos civiles y políticos, (detenciones arbitrarias, torturas o ausencia del debido proceso judicial) y la vulneración de derechos económicos, sociales y culturales, como la salud, la vivienda o la educación. Violaciones que se producen en origen, en tránsito, y en destino.
Hasta no hace tanto, la perspectiva de género cuando se abordaban las migraciones internacionales brillaba por su ausencia: pese a ser las mujeres la mitad -y creciendo- de las personas que migran, y pese a las violencias específicas que sufren en el proceso. Migrar para trabajar, para cuidar, migrar para sobrevivir, migrar para huir, migrar por obligación, migrar para algún día poder volver. O no. El caso es que tuvieron que llegar un puñado de brillantes mujeres académicas y activistas en los 80 y 90 a plantear esa necesidad de calzarse las “gafas violeta” en las Relaciones Internacionales y plantearse, como decía Carol Cohn, ¿Dónde están las mujeres?
La oleada de solidaridad con las mujeres afganas me ha hecho recordar aquella frase de Cohn y la utilización maniquea de sus derechos humanos en el tablero de la política internacional. Para ello es importante entender la forma en que la construcción discursiva del género permitió realizar los ataques liderados por Estados Unidos en Afganistán hace 20 años, ataques considerados como una respuesta legítima a los atentados del 9/11. Se presentó a las afganas como víctimas mediante una potente campaña de propaganda de guerra que apelaba a esa pasividad feminizada y que justificaba esa necesidad de protección, en un relato de blancos y negros donde sólo cabían los bárbaros, las víctimas, y los civilizadores.
Tras la operación «Libertad Duradera» (ni tan libre, ni demasiado duradera) el mundo se olvidó de ellas, pese a que las afganas nunca fueron sólo víctimas: fueron y han sido agentes activas de la vida política, cultural, artística, -sobre todo en los años de gobiernos socialistas- y por supuesto, y por imperativo de género, pilares esenciales de la reconstrucción de una posguerra que nunca termina.
Estos meses el relato regresa con fuerza: aunque ahora los bárbaros no lo son tanto, porque hay nuevos bárbaros a los que señalar -en un delirante giro discursivo-, y los civilizadores se lavan las manos, pero las víctimas, ¡ay! esas permanecen. Y si bien la solidaridad -sobre todo esa tejida desde las redes de solidaridad de mujeres que trabajan por garantizar salidas y accesos seguros en todo el mundo y dar voz y agencia a las protagonistas del conflicto- es tan necesaria como urgente, si algo nos enseñan las Relaciones Internacionales es que todo está conectado: las migraciones, las guerras y la paz. La solidaridad no se puede agotar en Afganistán porque las agendas del ajedrez global muevan ficha. Las víctimas no son nunca solamente víctimas, ya migren buscando refugio, asilo, paz o llenar la nevera. Las víctimas son, sobre todo, protagonistas con voz propia, bien sean afganas, saudíes -ah, ese país tan amigo nuestro-, pakistaníes, o las subsaharianas que llegan por cientos a la costa española y que no llenan los telediarios.
Irene Zugasti Hervás
Publicado en la Revista «Con la A»