«Podemos entrenar al cerebro hasta el último día de nuestras vidas»
El mundo ha cambiado por completo desde que la palabra «coronavirus» irrumpiera en la sociedad. A partir de marzo de 2020 la población se ha enfrentado a constantes retos que han afectado considerablemente a su salud mental, saliendo a la palestra el estado psicológico de la ciudadanía y la necesidad de la gestión emocional. Una de las mayores expertas en la capacidad de los individuos para reconocer sus propias emociones es Elsa Punset (Londres, 1964), escritora, divulgadora y una de las principales referencias en el ámbito de habla hispana en la aplicación de la inteligencia emocional como herramienta para el cambio positivo.
Tras el éxito del pódcast Pequeñas Revoluciones para crecer, llega a Audible la segunda temporada: Pequeñas Revoluciones para vivir en tiempos extraordinarios. ¿Existen claves para enfrentarse a lo desconocido y adaptarse?
Existen claves para todo, porque disponemos de muchísimo conocimiento científico que nos puede ayudar a gestionar cualquier ámbito de nuestras vidas. La velocidad de cambio se está acelerando cada década: en los próximos 20 años, se prevé que cambiemos cuatro veces más deprisa. En este siglo, habremos asimilado 20.000 años de cambios. Aunque somos una especie muy adaptable, es difícil asimilar tanta incertidumbre, así que cualquier ayuda es buena.
¿Alguna clave para enfrentarnos a lo desconocido?
A mí me funciona bien la sugerencia del monje budista zen Thich Nhat Hanh: «Sonríe, respira y ve despacio». Necesitamos calma y tiempo para observar, asimilar y decidir qué batallas merecen la pena y qué valores queremos que articulen nuestra vida.
Tras décadas de estabilidad y bonanza, los últimos 15 años han estado marcados por cambios constantes en la sociedad provocados por crisis financieras, la pandemia o la reciente invasión a Ucrania. ¿Tenemos que estar siempre alerta para reinventarnos?
Nuestra vida transcurre en un momento apasionante. Estamos inmersos en la revolución del conocimiento, y la tecnología está disparando la generación y la aplicación de las oleadas de conocimiento que nos rodean. Esto lo está cambiando todo: nuestra forma de vivir, de convivir y de trabajar. Pero esta velocidad de cambio es agotadora para los humanos, y se están disparando en el mundo entero los problemas de salud mental relacionados con el estrés y la ansiedad. Esto nos está obligando a reconsiderar colectivamente cómo nos cuidamos. En el siglo XX, aprendimos cómo cuidar de nuestra salud física, la importancia de la higiene básica, del sueño o de la alimentación; pero nos abandonamos en lo emocional. Por eso el siglo XXI será el siglo de la salud emocional, de la salud humana integral, donde aprenderemos a cuidarnos, a la vez, el cuerpo y la mente.
Y en ese horizonte, ¿cuáles son los principales retos del futuro?
La dificultad de los humanos para colaborar, una posible catástrofe nuclear y el cambio climático.
La pandemia también trajo consigo la imposición definitiva del uso de las tecnologías: banca online, consultas con el médico por videollamada, exámenes telemáticos… Pero esta era digital, ¿nos ha empoderado como ciudadanos o, por el contrario, nos ha despersonalizado?
Las dos cosas. Somos los primeros humanos inmersos en esta revolución tecnológica, así que estamos en pleno experimento social. Por una parte, la tecnología nos ha empoderado, porque nos da acceso a la información, nos permite comunicarnos como nunca antes, colaborar, contrastar, descubrir, aprender… Pero esta avalancha de oportunidades genera mucha velocidad, con sus correspondientes trampas y ansiedad. Como ejemplo: las redes nos exponen a muchas falsedades y fealdad, pueden resultar muy superficiales, distraernos de lo esencial y generan estrés porque nos lleva a compararnos con los demás. Estas redes generan además comportamientos adictivos en el 20% de jóvenes. Y , además, con las nuevas tecnologías también tendemos a «cosificar» a los demás porque, tras una pantalla, el anonimato y la falta de contacto físico nos lleva a romper la empatía que necesitamos para cuidarnos y convivir.
En el ámbito social, en una década hemos pasado de convivir con otras personas la mayor parte del día a estar sentados tras una solitaria pantalla muchas horas, una media de seis para los más jóvenes. Hoy en día pasamos una media de 20 horas al día encerrados entre pantallas y lugares cerrados; y no estamos programados para esto. Nos está faltando actividad física y social, y también el contacto con el mundo natural, del que nos hemos aislado. Así que hay mucho por hacer para integrar de forma más constructiva las ventajas de las nuevas tecnologías a nuestras vidas.
El término «inteligencia emocional» es un concepto muy abstracto y manoseado. ¿De qué se trata desde su visión como experta?
Lo acuñaron hace unas décadas biólogos y neurólogos y representa un punto de inflexión extraordinario en nuestra comprensión de la inteligencia humana. Joseph Ledoux fue uno de los grandes precursores –y ha sido posible gracias a la revolución tecnológica, que nos ha permitido entrar en la caja negra del cerebro humano–. Hasta entonces, habíamos creído que la inteligencia humana era inmutable, rígida y puramente racional; es decir, que la razón estaba enfrentada a la emoción. Ahora sabemos que tenemos un cerebro emocional, es decir, que en la base de cada pensamiento racional, hay una emoción. Además, este cerebro es plástico: podemos entrenarlo hasta el último día de nuestras vidas. Imagina hasta qué punto estos descubrimientos afectan cómo educamos, cómo nos relacionamos, cómo nos podemos reinventar… Son una llave de libertad enorme para cada uno de nosotros
¿Los ciudadanos realmente saben gestionar bien sus sentimientos del día a día?
Como decía el torero, «hay gente pa tó». Pero en general, las escuelas no han llevado a cabo una labor de alfabetización emocional de los alumnos y las familias enseñan lo que pueden y saben. Así que hay mucho que aprender y mejorar al respecto. Afortunadamente, hay cada vez más conciencia de ello.
Vivimos en la era de la autoayuda y la superación, en la que todo es maravilloso y los mensajes positivos protagonizan los estímulos que recibe el ciudadano. Esa necesidad de aparentar bienestar ha llegado a provocar patologías de difícil diagnóstico, como la llamada depresión sonriente. Esta obsesión por la felicidad, ¿puede pasar una factura negativa a la salud mental del individuo?
Me cuesta compartir, o incluso comprender, la desconfianza que provoca en determinados sectores de la sociedad el concepto de autoayuda. Vivir, como la defines, en la era de la autoayuda y la superación me parece una gran oportunidad. Lo que me preocuparía es vivir en la era de la autodestrucción y del retroceso. La aspiración a vivir y convivir mejor, la posibilidad de aprender a relacionarnos mejor, de ser más creativos o más resilientes es bastante más atractiva que la contraria. Los conocimientos acerca de la salud mental y emocional, que metemos en este cajón de sastre llamado autoayuda, se pueden usar bien, mal o regular; pero eso pasa en todos los ámbitos del conocimiento humano: no dejamos de ir al cine porque haya películas malas y no renunciamos a graduarnos la vista porque exista algún profesional incompetente. No me gustaría que nadie deje de interesarse por cómo somos por dentro –y cómo gestionar todo nuestro complicado caudal humano de emociones, pensamientos y actitudes,– porque no todos los mensajes en torno a esos ámbitos sean acertados o útiles.
¿Nos estamos alejando de analizar los factores externos que nos aquejan (económicos, sociales, etc.) como causa de nuestros problemas psicológicos?
Creo que el problema nace hace unas décadas, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando hubo una confianza ciega en el impacto que iba a tener en nuestras vidas la tecnología y los avances materiales. Pero resulta que a pesar de los avances materiales, la vida sigue siendo difícil. Por una parte, el estrés al que vivimos sometidos, que ha crecido exponencialmente por la gran aceleración tecnológica que vivimos y aún más a raíz de la experiencia colectiva de la pandemia. En el mundo entero crecen los problemas relacionados con el estrés y la ansiedad. Por otra, aunque no nos pase nada extraordinario, aunque tengamos la suerte de vivir cómodos, resulta que las etapas y pérdidas inevitables de la vida son difíciles de superar. Pensémoslo: la dependencia de la infancia, la imagen distorsionada que tenemos de nuestros padres, la fantasía de omnipotencia que tenemos cuando somos pequeños… Todos lo sufrimos. ¿Cómo va a ser fácil aceptarlo? En otras palabras, reconocer que la vida es difícil, normalizar, es importante. Darnos permiso para ser humanos es darnos permiso para estar tristes, para estar enfadados, para estar cansados o equivocados… y para ser optimistas y buscar respuestas al reto intenso y estresante de vivir.
¿Nuestra vida sería mejor si fuésemos menos inteligentes?
Rotundamente no, pero lo del «ojos que no ven, corazón que no siente» es una decisión personal. Me recuerda la anécdota que contaba antes de morir Ruth Bader Ginsburg, la jueza del tribunal suprema de Estados Unidos. Cuando se casó, su suegra le dio un consejo muy útil para lograr una buena vida de pareja: «Ruth, es importante no verlo ni escucharlo todo». Hay que elegir bien las batalla, y centrar la mirada en lo que nos da esperanza y alegría. Pero eso, precisamente, es incompatible con ser menos inteligente.
¿Es necesario una mayor atención de la salud mental en el sistema público?
Algún día, y espero que sea muy pronto, miraremos atrás y alucinaremos de que pudiésemos aceptar un sistema de salud tan cojo. En su libro Fuertes, libres y nómadas destaca la importancia de reconectar con la naturaleza como estrategia para nuestro bienestar. ¿Qué pasaría si dejáramos de ir a la playa o a la montaña con el piloto automático y lo hiciéramos con la intención de conectar con la naturaleza? Aquí es útil recordar el concepto de One Health que acuñó Naciones Unidas: no hay una salud para los humanos y una salud para el resto del planeta; somos interdependientes, y la pandemia ha puesto esto de relieve de forma llamativa. El error que hemos cometido con el planeta es evidente: poner a los humanos en el centro y considerar que el mundo natural y las demás especies son meros recursos, sin derechos a nada, ni siquiera a sufrir. En las últimas décadas, nuestra capacidad para esquilmar ha ido en aumento, y ahora nos encontramos frente a una emergencia climática y ética. Ojalá nos pongamos por fin manos a la obra y transformemos nuestra forma de percibir y tratar al resto del planeta. Es probablemente la cuestión fundamental en torno a la cual gira todo lo demás.
También ha sostenido que «la edad subjetiva, la que uno siente, es más importante que la biológica». ¿La edad está en la mente?
Hablo también del edadismo en el pódcast, y tengo la suerte de tener como invitado en este episodio a Carl Honoré, un gran experto que habla de nuestro rechazo a la madurez, el prejuicio del edadismo, con mucha humanidad. Yo soy radical en esto: podemos cambiar de sexo, ¿pero no podemos cambiar de edad? Estamos todavía cargados de tantos prejuicios. Para tu salud, tu longevidad, tu memoria o tu condición física, es más importante la edad que crees que tienes, tu edad subjetiva, que tu edad biológica (la que viene en tu pasaporte). Quítate años en tu cabeza, porque la vejez es en buena medida una profecía autocumplida.
Fran Sánchez Becerril
Publicado en Ethic