Desierto del fútbol, ética del balón
El país ha invertido alrededor de 300.000 millones en la preparación de la competición mundial, una cifra que se prevé desastrosa: la atracción y la cobertura mediática no ayudará a blanquear el país y atraer inversiones; en realidad, tan solo contribuirá a desnudar al régimen.
No sé qué profesión tienes, pero si eres profesor, imagina que, independientemente de lo que hayas hecho durante años y años, la valoración de toda tu carrera docente queda determinada por dos días de clase. Si eres cirujano, por dos operaciones. O si eres empleado de un concesionario, por la venta de dos coches. E imagina que tus jefes ponen una de esas dos clases, cirugías o ventas en una dictadura que no respeta los derechos humanos, como Qatar. ¿Harías boicot al acontecimiento o tomarías parte de alguna acción de protesta como llevar una tiza, unos guantes o un boli con los colores del arcoíris?
Esto es lo que les ocurre a los futbolistas que participan en el mundial. Éticamente, el comportamiento de algunas de las grandes estrellas del balompié, algunas de ellas ligadas a España, es reprobable por varias cuestiones, sobre todo fiscales, pero este no es el tema aquí. Sería injusto hacer pagar a los futbolistas por una decisión –llevar el mundial del año 2022 a Qatar– que no les corresponde y que, además, les perjudica. Cualquier encuesta entre ellos daría un porcentaje altísimo de rechazo a que esta sea la sede del mundial, de forma parecida a como tú también te mostrarías reticente a dar clase o hacer una operación allí.
El resultado, claro, sería diferente si preguntáramos a los futbolistas ya retirados, a aquellos que ejercen de embajadores, oficiales u oficiosos, del mundial de Qatar. Xavi, Eto’o, Cafú o Ronald de Boer parecen más contentos con la sede escogida por la FIFA. También David Beckham, que se embolsará 175 millones de euros por ser durante 10 años la imagen del país en el que las mujeres tienen que pedir permiso a sus supervisores masculinos para casarse o trabajar, ser gay está criminalizado y los trabajadores inmigrantes son tratados de forma abusiva. La actitud de estos futbolistas sí es reprochable y, me temo, ha pasado casi desapercibida en el debate público. Ellos y los directivos de la FIFA que han hecho negocio –tanto para las arcas de la institución como para su disfrute personal– con este evento.
Pero que los partidos, entrenamientos y las noticias deportivas del mundial se sigan en todo el mundo puede ser positivo. Al poner el foco mediático no se blanquea al régimen qatarí, sino que se le desnuda. Como informa The Economist, dos tercios de la cobertura mediática en el Reino Unido ha sido crítica, centrándose en el pobre estado de los derechos humanos en Qatar. La ciudadanía occidental está expuesta de forma masiva a información que llega de un mismo lugar, pero es lo suficientemente madura como para reconocer que la belleza de un tiro de Messi, un regate de Vinicius, o un pase de Pedri no es el resultado del buen hacer qatarí, sino que es un fenómeno independiente (y que lo que ocurre en la sociedad de ese país –la represión de periodistas o ciudadanos– es el efecto de un régimen dictatorial). La gente es capaz de distinguir lo bello de lo feo e incluso de establecer un sano contraste entre ambos.
Para Qatar, el mundial no está siendo una campaña de relaciones públicas beneficiosa; económicamente, además, es ruinosa. Se calcula que el país ha invertido unos 300.000 millones en la preparación de la competición, en gran parte en obras gigantescas y de poca utilidad posterior. Siete de los ocho estadios erigidos, por ejemplo, son completamente nuevos. Ahí no había competiciones deportivas antes y no las habrá después. Con unos beneficios estimados en unos 17.000 millones, el balance presupuestario es desastroso. Ciertamente, organizar cualquier gran evento deportivo es una actividad de alto riesgo financiero. De los 36 grandes acontecimientos (olimpiadas y mundiales) transcurridos en los últimos 50 años, 31 han generado déficits, una consecuencia negativa que empieza a ser conocida, razón por la que aunque docenas de ciudades se postulaban tradicionalmente para acoger los Juegos Olímpicos, sólo Paris y Los Angeles, y en medio de ciertas controversias, se han disputado la edición de 2024.
No hay duda de que, para la prosperidad futura de Qatar, e incluso para la estabilidad de su régimen autocrático, prácticamente cualquier otra forma de invertir esos 300.000 millones hubiera resultado más rentable. Desde Occidente, tendemos a sobreestimar la capacidad estratégica de las dictaduras con dinero y suponemos que, tras ese despliegue de campos de fútbol de lujo, hoteles de 5 estrellas y atenciones excelsas, hay un gran plan del régimen qatarí. Pero lo más probable es que no: lo más razonable es pensar que todo ese dispendio bombástico e inútil obedece al interés personal de sus dirigentes, a su ego testosterónico. No hay un objetivo geopolítico ni un sofisticado business plan, sino un burdo fardar.
¿No traerá inversiones a Qatar la exposición pública del mundial? No como muchos esperan. Cualquier empresa inteligente, íntegra y, por tanto, con opciones de realizar inversiones con buen rendimiento para ella y para el país, si acaso, será más reticente, así como consciente de las reacciones hostiles de accionistas o consumidores que esa inversión podría conllevar. Otras empresas con menos escrúpulos pueden sentirse atraídas, pero como son atraídos los proveedores de catering o alcohol a la fiesta de un multimillonario: no para producir microchips en el garaje.
La organización del mundial es una desgracia para el mundo del fútbol, pero puede serlo más para los propios dirigentes qataríes. Quizás no este año ni al siguiente, pero sí cuando los ingresos por las exportaciones de petróleo y gas caigan y sus ciudadanos, y sobre todo ciudadanas, pasen la factura a sus gobernantes. Para ellos, el mundial es caviar para hoy y disturbios para mañana.
Víctor Lapuente
Publicado en Ethic