Quintero & Gala conversando con el mundo
La evidencia de que la televisión podría ser otra cosa, si a quienes detentan ese poder les diera la gana
– Señor Gala, usted es un mito en la sociedad española…
– Mire usted. Hace poco leí que era “un mito viviente”, y estuve a punto de dejar de ser viviente. […] Tengo una salud horrenda. Soy cabeza de una familia inexistente, con sólo perrillos. No tengo amores importantes. Estoy envejeciendo de una manera horrorosa… Así que no sé por qué coño me envidian.
– ¡Será por su pico!
– Entonces tendré que comprarme una pala.
La conversación puede ser una forma de arte. La mayoría suele ser trivial, pero un diálogo también puede poseer esa extraña cualidad de atracción y revelación, de placer psíquico y emocional, que llamamos arte. Así como el periodismo puede ser un género literario y también una mutación de la peste negra, y un poema puede ser música pero también reguetón.
El poeta oral Antonio Gala (1930-2023) y el periodista rapsoda Jesús Quintero (1940-2022) demostraron esta hipótesis durante las horas de conversación televisiva en que ambos quisieron coincidir; en épocas distintas, en diversos estados de ánimo, a lo largo de un cuarto de siglo. Pero su estado de ánimo esencial, intrínseco en ambos, era el Sur. Ésa era la mesa a la que se sentaban, fuera cual fuese el plató, porque Andalucía es una región del espíritu; una tentativa del aire a la que se orienta esa parte de nosotros que sabe ampararlo todo: lo mejor y lo peor de nuestra especie. Todo cabe en la conversación de vecinos a media tarde, a medianoche, en la calleja en penumbra y encalada. Allá donde las cosas del día duelen menos, hieren menos, porque la mera confidencia sana, hace bromas de lo terrible, alivia el peso de la cabeza y del corazón con sólo decirlas a quien sabe escuchar y entender, como un conjuro mutuo en voz muy baja.
Mucho tenían de esto las conversaciones entre Quintero y Gala; de ahí que el término entrevista no alcance en absoluto a describirlas. Una entrevista suele ser el interrogatorio de un individuo que quiere saber cosas de otro individuo que dirá sólo lo que le conviene decir: ergo, apenas llegan a entreverse, no a verse de verdad. Lo que ellos hacían era conversar de tú a tú, fumando y charrando sin filtro en el patio en penumbra, caído ya el sol, de todo un país. Un país que era un estado de ánimo que podía ser Andalucía y también España entera, y también Latinoamérica, el mundo todo de habla hispana, porque también al otro lado del Charco se sentaron miles de cómplices a escuchar a estos dos amigos, en distintos canales, sincronizando el alma a la misma hora.
Era el año 1991 cuando se reunieron para grabar su conversación pública más extensa, las muchas horas que conformaron el programa de Canal Sur Trece noches. Trece capítulos en los que abordaron algunas cuestiones atemporales y cotidianas; del amor a las finanzas, de la política al sentido de la vida. Han pasado más de treinta años, el mundo es muy distinto, pero la prueba de que el ser humano es el mismo, con las mismas preguntas y la misma sed de respuestas, es la atención masiva que esos encuentros suscitan conforme aparecen en YouTube, gracias en muchos casos a la labor desinteresada de los devotos. Gente de muy distintos países que quizá ni había nacido cuando se grabaron esas conversaciones sigue quedando absorta en ellas, agradeciendo en mil acentos el refugio que supone escuchar a Gala y Quintero hablar de lo que sea; porque, en el fondo, el tema es lo de menos.
Cierto que la cultura en la sangre, la lucidez y el verbo exactísimo de Gala podían hacer amena hasta una lista de la compra, pero hay algo más. Cierto que la inteligencia, la intuición y el sentido de la oportunidad de Quintero eran proverbiales, pero hay algo más. Algo que tiene que ver con la calidez y la retranca de ambos, con la calma y el silencio que dejan flotar como una música inaudible; algo que en el fondo no puede definirse, quizás, más que con la palabra paz, o la palabra consuelo. Eso es lo que emanan sus conversaciones: una vibración de concordia; un frescor de sombra tan familiar que resulta imposible, para cualquiera con una mínima apertura, no quedarse imantado a ellas.
Es la compañía, queremos decir, en última instancia: una compañía nutricia, benéfica, jamás falsaria o idiotizante. Ahí también la fascinación de esos programas, vistos hoy: resultan la evidencia de que la televisión, uno de los inventos más poderosos y más envilecidos de todos los tiempos, podría ser otra cosa, hoy como ayer, si a quienes detentan ese poder les diera la gana de hacerla. Un plató y cuatro luces; dos individuos y una mesa con dos sillas; un equipo no muy grande pero competente; talento, inteligencia y determinación para dar al público lo mejor y no basura putrefacta: quien diga que es difícil o caro hacerlo sólo puede ser un cínico o un imbécil. Claro que de eso suele ir el tinglao.
J.Q.: – Parece que nada existe si no sale por televisión.
A.G.: – La televisión ha sustituido al rosario en familia. Está alrededor de ella como alrededor del fuego antiguo. [Pero] la televisión aún no sabe lo que hacer consigo misma. Me parece terrible, [que no sea] ese vehículo maravilloso que podría ser si pudiese hablar… Mire: es mentira que la cultura sea aburrida. La cultura puede ser extraordinariamente atractiva porque un pueblo es apenas nada más que su propia cultura. La televisión podría ser un medio para recordar a la gente su cultura. Estamos perdiendo la guerra de la televisión; adaptándonos a una zafiedad que, de verdad, no creo que sea el último común gusto de la gente.
Hemos ido perdiendo el silencio; ese silencio convertido ya en tópico para referirse al método Quintero de entrevistar, como si fuera cosa de dividir el átomo. Y claro que lo es: en una televisión cada vez más histérica, con informativos que parecen discotecas, dos segundos de silencio parecen un milagro estratosférico; casi una anomalía. Y alguien hablando como Antonio Gala (porque sabía, pero también porque le dejaban), como escuchar al Espíritu Santo.
“Ya son escasos quienes exhiben –y menos, los que escriben– los propios sentimientos; los hemos condenado, como parientes locos, a los más hondos sótanos”, escribía Gala en uno de sus artículos en El País a finales de los años 70. También: “Yo me dirijo, y me dirigiré, a la calidad minoritaria de la mayoría. Nunca haré demagogia. Yo le hablo a lo que cada hombre y cada mujer tienen de irrepetible, de sensitivo, de espontáneo. Siempre perseguiré transformarme y transformar en élite a todos. No aniquilar las élites. Igualar –o, por más exactitud, posibilitar la igualdad– por arriba, no por abajo. Encontrarme unido a los otros en las estrellas, no en los charcos”.
Frases que a muchos sonarán ilusas; quizá un poco snobs, quizá algo cursis. Estas dos últimas, las etiquetas más endosadas a Antonio Gala, porque en su caso los árboles floridísimos de su verbo no dejaban ver la robustez del bosque. Pasmaba leer, a su muerte, cómo algunos periodistas de buen tono se quedaban en esa epidermis al esbozar su necrológica: el personaje público del chascarrillo y los manierismos sobre “el amorrr”; muy poco de la persona. Gala podía resbalar a veces en la cursilería, sí. Pero por detrás de eso bullía la determinación feroz de un hombre cuya misión última fue encontrarse con el otro, con los otros, y mejorar en lo posible la parcela de mundo que le tocó; que en su caso era cualquiera que le escuchara. De nuevo, la frondosidad de su éxito popular, de su fortuna y de los jardines de su casoplón malagueño, La Baltasara, no dejarían a muchos verlo. Pero ahí estuvo su compromiso de artista público y opinador imposible de amordazar en momentos peligrosos, con la marioneta de Franco gesticulando aún en el balcón. Se le hicieron habituales las amenazas de muerte en cierta época. Y una turba de extrema derecha le dio una vez una paliza, rompiéndole las costillas con su propio bastón. Poca broma; menos cursilería. Por eso, entre otras cosas, dijo Jesús Quintero, en el último programa que le dedicase, que no estamos sobrados de “hombres tan valientes” como él.
Tampoco estamos sobrados, más bien faltos de forma alarmante, de hombres tan valientes y lúcidos como Quintero en los medios de comunicación. Quien también patinaba a veces en su registro, claro. (Por ejemplo, en su entrevista de 2006 con Felipe González: asombra en este caso verle confrontar a un político con tal arrobo enamorado.) Pero nadie es perfecto, y él jamás pretendió serlo. La palabra más exacta, también en su caso, es autenticidad. Una autenticidad feroz, insobornable, tal vez suicida en más de una ocasión. En uno de sus memorables monólogos ante la cámara, en esa última época de El loco de la colinaen TVE, confesó haber conocido en carne viva el fracaso sentimental, la ruina de una mala noche, la soledad más gélida. La depresión le cercó desde las cuatro paredes de una casa del barrio sevillano de Santa Cruz, sin querer salir, porque hasta en el mismo corazón de la belleza puede hospedarse el Terror. (Esto lo contaba su hija, Andrea Quintero, en una larga conversación con Álex Fidalgo en el canal de este último en YouTube: donde la gente como él puede hacer este tipo de cosas sin que ningún directivo sufra un colapso nervioso.)
Eran tan valientes ambos, Jesús Quintero y Antonio Gala, porque jamás tuvieron ningún pudor en mostrarse en público sin máscaras –o sólo con la máscara inevitable que es la persona–: dos hombres tan perplejos, tan indefensos y tan arrojados ante la vida, como ese mismo público que les escuchaba. Dos hombres solos en un sentido profundo; el de una soledad última que no podían compartir con nadie, porque es la de aquellos que andan sin coraza posible ante las dentelladas salvajes del mundo y de esa señora idiota llamada Sociedad. Y, sin embargo, seguían andando. Seguían levantándose cada día. Seguían creyendo que la vida puede ser algo mucho mayor, mucho mejor, más soleado y fraterno, más alegre y fuerte y compasivo, cuando dos soledades se juntan para conversarlo. Es decir: cuando uno pierde el miedo a mostrarse ante el otro –o ante millones– tal cual es.
A pesar de que “en España, muchas veces, hablar solo es la única manera de tener una conversación coherente”…
J.Q.: – Porque usted siente que hay mucha soledad…
A.G.: – Yo creo que si la soledad manchara no habría suficiente agua en este mundo para quitarla. […] Nos hemos hecho islas; la humanidad se ha convertido en un confuso archipiélago.
(…)
– ¿Usted cree que personas que empezaron viéndonos, por ser un tema doloroso [la soledad], se marche con la música a otra parte?
– Lo entendería muy bien. Pero también que gente que nos esté escuchando, y que se encuentre sola, se encuentre un poquito menos sola después de oírnos hablar. Porque comprenderá, si su interés y su paciencia resisten, que la soledad es un patrimonio común. Que es uno de los oscuros patrimonios compartidos. Que no todo es brillo. Y que de la soledad se puede sacar un partido tremendo, porque la soledad es también, como casi todo, una posibilidad.
Jesús Quintero nació en San Juan del Puerto, Huelva, de un padre electricista, José, y de una madre, María, que solía decirle, dependiendo del momento, que era “más raro que un perro verde” o “que un ratón colorao”. Murió 82 años después en Ubrique, Cádiz, culminando una vida que conoció casi de todo, y casi todo de manera insobornable. No murió solo, sino rodeado de su familia, que informó a través de un comunicado: “Se ha despedido de la vida con gratitud y paz… acaso ya en lo alto de su colina”.
Se fue medio año antes que Antonio Gala, a pesar de que éste era diez años mayor. Más de lo que hizo creer a todo el mundo –sinvergüenza–: nació en 1930 y no en 1936, como decían las solapas de sus libros. Tampoco nació en Córdoba sino en Brazatortas, Ciudad Real; donde, dicen, una placa conmemorativa le recuerda en el edificio natal con una retranca digna de él mismo: Aquí nació el escritor cordobés Antonio Gala. No le mató el cáncer que le acechaba en 2013, cuando tuvo una última conversación, desfondada, con su amigo Quintero. Le mató el tiempo, a los 93 años, tras caer de manera fatal en “la enfermedad de la familia”, el alzhéimer. Apenas le quedaba gente. Ojalá no muriera del todo Solo.
Su desaparición de la vida pública, mucho antes de eso, fue seguramente –como la de Quintero– el último gesto de un caballero que jamás hubiera consentido deslucir su recuerdo en la memoria popular; mientras su propia memoria se iba ya haciendo pavesas de oro en el silencio. Pero la palabra de ambos, juntos y por separado, sobrevivirá a todos los ruidos de este mundo que tanto miedo tiene a sentarse, mirarse a los ojos, y escuchar.
Miguel Ángel Ortega Lucas
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