El (infinito) crepúsculo de los héroes
La vida vuelve siempre a comenzar, sea en el hogar que sea
El solsticio de invierno es una campana azul al anochecer, llamando a que los niños regresen a casa. En pueblos, aldeas y campos, quienes tienen adonde volver se recogen para celebrar que están a salvo, que el frío queda afuera; dentro, la abundancia sagrada que da la Tierra en su girar infinito en espiral. Eso es lo que la Navidad significaba, mucho antes de las costumbres de nuestra era. De ahí los regalos, las luces y los árboles preñados de colores: celebramos el fruto de lo que sembramos en los días laboriosos del sol. Se celebra lo que se comparte, porque de otro modo nada tendría sentido. De ahí que sea el día de Navidad cuando los tres fantasmas (del Pasado, del Presente, del Futuro) visitan al avaro Scrooge en el cuento de Dickens. Vienen a pedirle cuentas de lo que sembró: de lo que creó y compartió, o no, para que el árbol de la vida se multiplicara, creciera hasta lo más frondoso y fértil que estuviera en su mano.
Se celebra con quien se comparte. De ahí que la ausencia de los que dejaron este mundo, o plano de existencia, resulte estos días más dolorosa. Muchos abuelos ya se fueron. También otros más jóvenes, que partieron antes de lo esperable, de manera incomprensible para los que se quedan. En las reuniones familiares se les menciona poco, de manera huidiza, porque su vacío atronador lo llena todo. Si nos fijáramos bien, en realidad, les veríamos a nuestro alrededor, y aquí dentro, como fantasmas benignos que custodian nuestro sueño: como árboles de luz que arraigaron tan fuerte, porque nos dieron tanto, que ninguna muerte podrá derribarles. Tan sólo cambiaron de aldea; se fueron a otra noche donde siempre es mediodía.
Los que vamos entrando en eso que El Dante llamó la mitad del camino de la vida, ya nos hemos tenido que hacer una idea de todo tipo de ausencias, quedando en primera línea de batalla. Ausencias de abuelos y de quienes no llegaron a ser padres. Ausencias de amigos –se los llevó la vida o se los llevó la muerte–; ausencias de amores que fueron eternos y no duraron; ausencias clamorosas de certezas, de hábitos, de formas de pensar, sentir, hacer y hablar. Hasta de soñar. “Murió mi eternidad y estoy velándola”, escribió el mendigo colosal César Vallejo: el mejor endecasílabo de la historia de la lengua castellana según otro abuelo, Félix Grande. Fantasmas inmortales del pasado, que llevan a pensar en fantasmas inmortales del futuro. Algunos muy cercanos. Otros, más lejanos pero arraigados para siempre en el corazón, como si fueran de la familia (quizá lo sean sin que lo sepamos). Otros héroes, como tus abuelos, que no conocimos físicamente, o con quienes cruzamos sólo algunas frases de fortuna, pero que nos han dado pan y fuego, vino y canción, en las noches más inhóspitas del frío estepario. Que lo han sembrado y compartido todo.
Cada cual tiene a los suyos. Joan Manuel Serrat, por ejemplo, es el de muchos en muchos millones de hogares, a éste y al otro lado del Charco. También Joaquín (Ramón Martínez) Sabina. El primero acaba de cumplir 80 años en diciembre –cuando otros celebramos que “hace veinte años que tenemos veinte años”–. No ha dejado de cantar; supongo que aún menos de soñar; pero colgó los bártulos del trovador hace ahora un año, despidiéndose en vísperas de Navidad de su público de Barcelona, y de todo su público. Con las nostalgias y emociones justas del caballero provenzal que será siempre. Con la sabiduría del que sabe hacer mutis por el foro cuando toca, después de haberlo dicho todo.
Por su parte, el primo de Úbeda, 75 inviernos el próximo febrero, viene consiguiendo a duras penas su sueño perverso de “envejecer sin dignidad”. Porque los que le conocemos bien, como al tío que se fue a por tabaco y no volvió, sabemos que la definición de dignidad es la de ese bucanero con bombín –robado en Londres al pirata Drake– resistiendo sobre el taburete como atado al mástil en la escaramuza final; cantando a contraviento, a contramuerte, para que los vidrios rotos de la voz se nos claven más fuerte en las costuras. Acabó su gira última en diciembre, vísperas de Navidad, dejando en el aire luminoso del Madrid de la fiesta la duda temerosa: si volveremos a verle al timón del directo, o no.
Acabará sucediendo, antes o después, hasta los bises últimos del Final. Elton John también se despidió este año de los escenarios, coronando un baile de medio siglo. Harrison Ford jugó a ser Indiana Jones por última vez, dando un abrazo último al niño que pedía por Reyes un látigo, un sombrero y un corazón legendario. (Por acabar, hasta se acabó Cuéntame cómo pasó, que era ya un fantasma de todos los tiempos al mismo tiempo.) Porque es ley de vida. Porque aquí “nadie se queda de simiente” –dijo una vez el abuelo Palancas–. Pero si la simiente es generosa, pródiga, “lleno de pecho el corazón” vallejiano, podremos seguir honrando sus frutos durante mil inviernos más: como esperamos que otros, más cercanos, puedan celebrar los nuestros algún día. Como fantasmas centinelas que no pueden morir.
Porque el solsticio de invierno es la pira donde arde lo viejo, lo perdido, pero también la hoguera del sol que nace; cuando las horas de luz comienzan a vencer a las más oscuras. La celebración de que la vida vuelve siempre a comenzar, sea en el hogar que sea. “Quiero mandaros un abrazo muy grande, por tanta y tan emocionante complicidad”, nos dijo Sabina en un vídeo, ya en su casa, después del último concierto. No es mal decreto para alzar la copa y brindar por el año nuevo que comienza. Con el deseo de que, venga como venga, sea pródigo, frondoso, infinito y pleno para todos de aventura.
Miguel Ángel Ortega Lucas
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