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Doble titulación

La mujer hoy ha conquistado una doble titulación: como usuaria destacada y experimentada de los espacios, y como creadora de los mismos.

Desde los principios se ha considerado que el hombre y la mujer somos diferentes, con distintas percepciones de la realidad. Las diferencias siempre son un regalo de los dioses y diosas pero, no nos pregunten por qué, nos asustan, y tendemos a convertirlas en modelos de segregación y supremacía. Es cuando llega la imposición y el retroceso. Adiós progreso, adiós.

Otra cosa sería si aprendiéramos de una vez a usar la diferencia como un estupendo método de crecer. Pero eso está lejos todavía. Lo miramos con catalejo.

Dicen que en los orígenes el hombre salía de caza y la mujer se quedaba en casa. Él, con la coartada de las condiciones físicas que le acompañan, fuerza, habilidad, resistencia. Ella, con las tareas asistenciales a cuestas, la proximidad, los cuidados. Una división férrea que ignoraba lo que hay de complementariedad y superposición. Hoy sabemos que eso no era cierto del todo porque la mujer también participaba en las actividades supuestamente masculinas, pero los clichés perduran, y no sabemos a qué contenedor hay que tirarlos.

Escribir sobre todo esto siempre es delicado porque hablamos de una realidad muy poliédrica. Lo cierto es que, a lo largo de la historia, la mujer ha desarrollado la actividad de los cuidados en la casa, el espacio de la convivencia, pero no ha tomado las decisiones acerca de su configuración. Y cuando las ha tomado, ha sido en secreto y sin reconocimiento alguno.

La principal profesión de la mujer durante años ha sido “sus labores”, con dos mentiras: no eran suyas, sino que estaban referidas siempre a los demás, y no eran labores, eran cuidados, y todos nos beneficiábamos de ellos.

Luego se llamaron “labores del hogar”, es decir, trabajos de la casa, de la arquitectura. Cuidaba al habitáculo y al habitante. Cuidaba a la vivienda, que viene de vida.

Cuidaban, pero teniendo vetada la posibilidad de decidir sobre los espacios del cobijo. Por ello, hemos tenido una arquitectura coja, y con argumentos tan crueles como que ciertos trabajos eran contrarios al “sentido de la delicadeza consustancial en la mujer”. Un piropo envenenado, como todos.

Han tenido que pasar siglos y siglos de arquitectura para que apareciera el primer título oficial femenino después de una larga historia de títulos oficiosos. En España, en 1936, Matilde Urcelay fue la primera mujer en titularse en arquitectura y ejercer este oficio con todas sus consecuencias. Antes, Julia Morgan, estadounidense, había obtenido su diploma en 1902. Es sorprendente que durante siglos no existiese ninguna arquitecta reconocida. Porque ellas no lo son si no tienen título. Sin embargo, arquitectos hombres “sin título”, los hay desde los egipcios; un tal Imhotep, parece ser el primer arquitecto sin papeles reconocido por la historia. El título siempre ha sido un obstáculo para la mujer, condenándola a la invisibilidad. En el hombre es otra cosa, aunque no lo tenga se le reconoce como autor y sube al pedestal, con un cierto regusto a mérito añadido.

La mujer todavía tiene otro lastre más: las colaboraciones asimétricas que se dan entre arquitectos y arquitectas. Ellos, maestros de la arquitectura moderna, ellas simplemente invisibles. Un desatino sangrante a pesar de que precisamente ellas aportan un trabajo imprescindible en las obras laureadas de ellos. ¿Cómo entender la transición de lo vernáculo escandinavo a lo moderno funcionalista sin reconocer el trabajo de Aina Aalto? ¿Cómo habitar los espacios de Le Corbusier sin el mobiliario de Charlotte Perriand que les da sentido? ¿Cómo acoger lo doméstico sin que Lilly Reich dotase de contenido los interiores de Mies van der Rohe? La respuesta siempre es la misma: imposible. Con esos reconocimientos, y muchos más, podríamos escribir una nueva historia de la arquitectura real que sustituya a la historia coja que nos han enseñado.

Porque la mujer, ejerciendo esos cuidados que ha desarrollado en el ámbito cotidiano, ha entendido mejor que nadie el valor de los espacios, las necesidades, los programas, la superposición de actividades, la escala, la formalización, haciéndose catedrática de esa otra arquitectura que nace de la vida y está al servicio de la vida. Todo eso que nos han escondido con la obsesión por manipular la realidad y hacer ver lo que no es.
Aquel maestro decía que soñaba con proyectar una habitación más en las casas que le encargaban para poder vivir allí un tiempo, dentro de los espacios que él había creado desde fuera, y así comprobar la eficacia (funcional y formal, claro) de su trabajo. Eso ha hecho la mujer desde siempre; percibir la realidad, vivir en ella, pero teniendo negada la posibilidad de intervenir, de crear. Todo ello con un aluvión de tópicos que todavía nos sonrojan.

Qué mundo este, decía Bertran Russell, en el que hemos de luchar por lo evidente, por aquello que deberíamos entender sin más en lugar de llenar la maquinaria con la arena de los prejuicios.
Así hoy, en ese camino, la mujer ha conquistado una doble titulación: como usuaria destacada y experimentada de los espacios, y como creadora de los mismos. Un lujo.
Una doble titulación merecida que disfrutamos todos, y que hemos de reconocer con honores evitando cualquier tentación de retroceso.

Débora Domingo y Rafa Rivera, arquitectos.
Ilustraciones Rafa Rivera

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