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Víctimas / heroínas / guerreras. El empoderamiento de las mujeres desde los movimientos sociales

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Mamá Angélica.

Víctima: la imagen clásica de quienes han sido afectadas por violencia de toda índole. A veces, desde los estamentos de derechos humanos o desde las instituciones estatales, o incluso desde las organizaciones de mujeres, es preferible posicionar a la víctima en un núcleo duro identitario para, con condescendencia, no dejar de mirarla como una subalterna.

Pero sucede que la condición de víctima es estacionaria y que, son ellas, las que tras procesos dolorosos de aprendizaje y resiliencia, logran convertirse en agentes de sus propios destinos. Y no solo eso, como lo comentaré líneas abajo, incluso se agrupan para coordinar a otras víctimas, como ellas, y de esta manera darles un soporte, una organización, una articulación mínima, una esperanza.

Hace pocos años la feminista francesa Elizabeth Badinter decía que ciertas redes feministas han insistido mucho más en la visión de las víctimas que en la de aquellas mujeres sobresalientes, las heroínas: “la victimización del género femenino permite unificar la condición de las mujeres con el discurso feminista bajo una bandera común. Así el rompecabezas de las diferencias culturales se desvanece…” De esta manera, las diferencias étnicas o de clases, que son reales y discriminatorias entre las mujeres, se rebajan para poder entender que todas podemos caminar juntas hacia el horizonte de los derechos.

Obviamente, insistiendo en la “mujer como víctima” se ha visibilizado con profundidad lo vinculado a la opresión femenina: la violencia hacia las mujeres, las violaciones sexuales y el feminicidio; pero se ha descuidado levantar la imagen de aquellas mujeres que, a pesar de todo, salen adelante en espacios complicados donde no son reconocidas, o son atacadas, o son ninguneadas. Sospecho que se trata de mediatizar, a veces sin querer, los cambios profundos que se han dado en nuestra sociedad, vinculados a la educación de las mujeres, el acceso al empleo y al espacio de lo público en general.

Y sin embargo, ser víctima no implica ningún mérito, es simplemente una condición: las víctimas no son mejores personas por ser víctimas, este hecho ha sido contingente y azaroso en sus vidas, por eso considero que, en realidad, una víctima es un mejor ser humano cuando aprende a transitar esa condición y deja de serlo. Cuando entiende sus derechos, expone sus historias y se convierte en una abanderada de sus propias luchas junto con otras mujeres.

Quisiera compartir acá la historia de tres mujeres peruanas que han pasado esa condición y que son mis heroínas personales, con todos sus miedos, con todas las reservas del caso, pero que me inspiran a seguir adelante, a pesar de todo.

Mama Angélica

Me refiero en primer lugar a Angélica Mendoza de Arcarza, campesina ayacuchana, más conocida como “mama Angélica”, una mujer que se enfrentó a comisarías, policías y gobierno para buscar a su hijo Arquímedes, desaparecido en 1983 en el cuartel Los Cabitos de la ciudad de Huamanga, en pleno momento crítico del conflicto armado interno peruano, en el que se enfrentaron las fuerzas del orden con el movimiento terrorista Sendero Luminoso. Mama Angélica vio cómo los militares le arrancaron de las manos a su hijo una noche de julio y de inmediato se abocó a buscarlo. Durante treinta años guardó un papel, roto y estrujado, en el que Arquímides le pedía que le consiga un abogado para que lo saque del cuartel. Ese papel ha sido una prueba vital en el proceso contra los militares que lo desaparecieron y que hoy, incluso, no termina.

Pero no fue el pedazo de papel sino la fuerza, el coraje, la resistencia y la persistencia de esta mujer que organizó, junto con todas esas otras mujeres quechuahablantes y analfabetas, una institución que el dos de septiembre ha complicado 32 años de trabajo ininterrumpido: la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú-ANFASEP. Con ANFASEP las y los peruanos aprendimos a entender que el amor de una madre, de una viuda o de las hijas e hijos de las personas desaparecidas, puede lograr no solo llevar a juicio a los perpetradores, sino solicitar un apoyo digno para las y los “afectados” y construir una memoria que permita a todo el mundo vislumbrar la reconciliación a lo lejos. Esta nomenclatura también nos la enseñó ANFASEP: no hablan de víctimas sino de afectadas para no cristalizar una identidad que las subalternice. Las mamás de ANFASEP han construido un pequeño Museo de la Memoria, en el segundo piso del local donde funciona la asociación, y han logrado que el Estado peruano done siete hectáreas donde quedaba el cuartel Los Cabitos para construir un santuario denominado La Hoyada.

Hace poco menos de un mes Mama Angélica, a sus 83 años, presentó el libro ¿Hasta cuándo tu silencio? en el auditorio municipal de la ciudad de Huamanga. Se trata de una recopilación de testimonios sobre la búsqueda de personas desaparecidas y la larga lucha por justicia. En su propio testimonio ella señala: “Cuando veo a las socias de ANFASEP también me duele mucho porque, al igual que yo, han caminado buscando a sus seres queridos, buscando justicia pero no hemos alcanzado justicia… pero a la vez todo esto me da fuerzas para no callar”.

Giorgina Gamboa

Giorgina Gamboa

Giorgina Gamboa

“Yo lo único que quiero es que me pidan perdón…”, es lo que declara en una entrevista realizada hace poco Giorgina Gamboa, una mujer ayacuchana violada por siete policías el 29 de diciembre de 1980 a los 15 años de edad. A pesar de los 33 años transcurridos, Giorgina, hoy más que nunca, reclama justicia. Felizmente la Comisión Interamericana de Derechos Humanos-CIDH ha aceptado la petición presentada por COMISEDH, así que dentro de poco tiempo el Estado peruano tendrá que explicar por qué, a pesar de todo este tiempo y de las pruebas contundentes (informes médicos, policiales, peritajes). se archivó dos veces el caso y se absolvieron a todos los implicados.

Los hechos son simples y perversos: una joven muchacha es capturada bajo la excusa de ser terrorista, llevada a la estación policial de Vilcashuamán, amarrada y violada en masa. “¡Tú eres terruca (terrorista)!”, le decían y ante su silencio los sinchis -policías antiterroristas- le rompieron la pollera, el fustán y la ropa interior, la ataron las manos y le metieron un pañuelo en la boca: “Uno salía y otro entraba, a veces lo hacían entre dos, inclusive pude sentir que era violada por tres personas. Estaba como muerta. Trataba de huir, pero era violada nuevamente; lloraba y ellos me golpeaban, me decían ‘cállate, cállate no vas a decir nada’”, es lo que ha dicho ella cuando dio su testimonio ante la Comisión de la Verdad y Reconciliación en el año 2002.

A diferencia de muchas otras mujeres, cuyas vidas quedan destruidas ante una violencia en masa y ante una respuesta indiferente de los representantes del Estado, Giorgina pudo seguir adelante. ¿Qué le permitió salir de esa abyección? Su fuerza interna, la ayuda que recibió, su búsqueda de justicia. Giorgina tuvo a su hija Rebeca y la crió no sin problemas. Ahora Rebeca es una mujer madura que conoce el origen de su vida y también es madre. Giorgina, hoy abuela, entiende que su caso es emblemático: “muchas mujeres no quieren hablar porque tienen miedo, acaso tienen pareja y sus parejas no comprenden… a mí mi pareja me ha comprendido, me ha apoyado bastante, y eso ha ayudado. Yo reclamo justicia, no solo para mí, para varias mujeres que no han denunciado. Quizás este gobierno nos pueda escuchar… ¡son treinta años!”.

Máxima Acuña

Máxima Acuña de Chaupe

Máxima Acuña de Chaupe

Máxima mide un 1.50 mts, es delgada, tiene los huesos fuertes y la voluntad inquebrantable. Nunca fue a la escuela pero conoce perfectamente los usos medicinales de muchas plantas y con una voz muy queda canta la historia de su terreno y su propia historia. A las cinco de la mañana ordeña las vacas, arrea al ganado, prepara té de berenjena. Máxima Acuña de Chaupe, con cuatro hijos todos mayores de edad y sin llegar a cumplir ella aún los 48 años, ha podido cincelar, con su oralidad y su inteligencia, una de las resistencias pacíficas más fuertes contra la mina de oro más grande de Sudamérica.

La Dama de la Laguna Azul, como la llaman, ha sido avasallada por la minera Yanacocha y no se ha amilanado, sigue persistente luchando por su terreno en pleno corazón del proyecto Minas Conga. Máxima ha declarado: “dicen que aquí en mi terreno hay oro, y por esa ambición del oro es que me quieren quitar mi terreno a la mala, a la fuerza. Aún hasta matándome…”. Pero no se trata solo de una lucha por su posesión: ella misma admite que, más allá de que puedan quedarse o salir o dejarle el terreno a la empresa porque nunca lo venderán, es una lucha por el agua. “Nosotros seguimos resistiendo aquí porque sabemos que la empresa solo traerá la destrucción de nuestras lagunas”. El terreno de la familia Chaupe está localizado, de manera estratégica, al costado de la Laguna Azul que, una vez vaciada, servirá para guardar los relaves de la mina de oro.

La historia de resistencia comenzó el 9 de agosto del 2011 cuando la empresa intentó desalojar a la familia a la fuerza: aproximadamente 200 efectivos de la DINOES (División de Operaciones Especiales de la Policía Nacional del Perú) ingresaron al terreno, echaron los enseres, los pellejos que fungen de camas y las frazadas de la casa de tapial y luego quemaron la misma casa. Ellos, los Chaupe, resistieron y los DINOES no se retiraron sino hasta que un culatazo de fusil en la nuca de Jhilda Chaupe, de 17 años, la noqueó. Permaneció tres horas tendida sobre la grama. Todos pensaron que había fallecido, la policía se retiró de la zona. Felizmente solo estaba desmayada. Máxima se indignó y los días siguientes durmieron a la intemperie bajo los matorrales de ichu para abrigarse porque a 4.200 msnm el frío en las noches perfora los huesos. Pero no abandonaron el terreno.

Desde el 2011 los ataques y acosos por parte de la minera no han parado. Los hostigamientos -incluso luego de que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos-CIDH les otorgara medidas cautelares- se han seguido produciendo. Hace poco Máxima Acuña de Chaupe recibió serias amenazas de muerte. Muchas veces aquellos campesinos que quieren congraciarse con la empresa pueden pretender “hacer el trabajo sucio”, pero en este caso, una persona de la comunidad de El Amaro se acercó a la casa de Máxima y le dijo: “No salgas de tu casa, que si sales y regresas, será que yo no valgo nada. Porque eres una pendeja que no quiere salir de ese terreno para que la mina no siga con sus trabajos”. A las pocas noches de esa amenaza, un grupo de seis personas encapuchadas, armadas y a caballo se acercaron a la casa de Máxima, felizmente ella no se encontraba.

La empresa minera Yanacocha denunció a Máxima por “usurpación agravada” y pidió más de diez años de cárcel, pero perdió el juicio. Hoy Yanacocha ha insistido en presentar ocho denuncias más y ha interpuesto una demanda civil por reivindicación. La mina ha cerrado los caminos ancestrales que Máxima y su familia usaban para movilizarse a la zona, en este momento el terreno que la familia posee está totalmente alambrado. Máxima no solo está impedida de construir siquiera un corral para sus cuyes en su terreno, sino incluso de sembrar, la acción imprescindible de un campesino para sobrevivir.

Hostigamiento, criminalización, bufetes de abogados de Lima apoyando a la empresa con todos sus recursos contra una mujer analfabeta. Es la lucha de David contra Goliat en un contexto de guerra por los territorios para mantener el extractivismo que enriquece a los ricos. Pero es también el ejemplo de una mujer que, con sólo sus manos, nos enseña que la dignidad puede más que el oro.

Rocío Silva Santisteban.
Artículo publicado en la Revista «Con la A».

Rocío Silva Santisteban es escritora, profesora universitaria, activista y periodista en temas de género, literatura, imaginarios y derechos humanos. Doctora en Literatura Hispánica por la Universidad de Boston y diplomada en Género por la Universidad Católica del Perú. Actualmente es la directora ejecutiva de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos.

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