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Antonio Muñoz Molina – “La noche de los tiempos”

 

Libro: “La noche de los tiempos”.

Autor: Antonio Muñoz Molina

Editorial: Seix Barral

Año: 2006

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Es sorprendente que de cuanto he leído, pocas novelas generan ese sabor a nostalgia, poesía y afecto por el periodo republicano como lo hace el autor en este libro. Por el relato de sus logros y también por sus fracasos. Muñoz Molina se recrea a través de esta novela en el espacio y el tiempo republicano, con cariño y con respeto.

A través del personaje, Ignacio  Abel, el autor nos llevará de la mano por el Madrid republicano. Nos acompañará a visitar los rincones madrileños anteriores a la Guerra Civil, deambulamos por sus cafés, conocemos su trama urbana, los espacios culturales, sus parques y sus nuevas avenidas. Es una ciudad aún mesurable, abarcable y sencilla, con rincones recoletos.

El trabajo del personaje es construir la nueva Universidad madrileña, La Ciudad Universitaria más allá de Moncloa, en los confines de la capital, en un espacio destinado a que las nuevas y emergentes generaciones tengan una nueva oportunidad, una oportunidad para estudiar y emanciparse. Luego tristemente todo quedó hundido por los bombardeos del frente de Madrid, aniquilado por el fragor de la guerra.

El encargo está hecho por el Gobierno y depositado en la manos de D. Juan Negrín, artífice del evento, entonces mandatado por Gobierno para su ejecución. La novela es también una aproximación a su figura, a su hacer y a la influencia que tuvo en ese período tan singular de la historia.

Ignacio Abel nos pone al corriente también su vida privada, su matrimonio con una mujer, Adela, con la que no acabó de congeniar, los dos hijos que tuvo y a los que ama. Su vida matrimonial ha ido languideciendo y relata su aventura con una mujer muy hermosa, Judith Brialy, por la antepone todo. La conoce en la famosa Residencia de Estudiantes. Conocerla constituye en un nuevo incentivo y su nueva experiencia vital. Ignacio se alejará de su familia, alumbrando un periodo nuevo de una vida plena de euforia. Sera siempre un sueño por el que quedará seducido. Judith es una persona a la que amará siempre. El amor tiene algo de ese aroma de regreso a la adolescencia, de prolongación de las dudas e inseguridades, de enfrentamiento del deseo y la realidad. Están bien recogidos esos momentos.

Queda también reflejada Valencia, sus tonos pastel y sus casas blancas, su playa, el perfume de su costa, los colores de sus casas, la alegría de sus gentes. Refugio del Madrid asediado, será la nueva capital del Gobierno. Quedó acuñada desde entonces la divisa de una ciudad poliédrica, glosada en muchos medios como sede y espacio para intelectuales y artistas, para niños y familias que abandonan por la fuerza sus hogares. Son los supervivientes recogidos y amparados del cerco de un Madrid ya degradado e inhóspito por los daños de la  guerra.

Pocas estampas habrán quedado retratadas en una coyuntura tan singular, de destrucción y destierro por un escritor, como lo hace Muñoz Molina.

Valencia, que ni aun en guerra sentirá ese peso tan intenso de ese fracaso colectivo, continuará viviendo casi ajena a lo que se siente en los frentes. Tan solo los bombardeos de la aviación italiana, que llegaron con más intensidad en la segunda parte del conflicto, perturbarán su vida ciudadana. Al principio era una ciudad alegre con sus cafés y sus calles llenas de gente, ajena al fragor y la angustia de los frentes de Madrid, pagará, al final, después de este conflicto fratricida, una factura feroz de represión y de muerte.

La escapada del protagonista al exilio nos conducirá a otro escenario. En la costa este de USA, será donde discurrirá la última parte del relato, en el regazo de las orillas del río Hudson.

Una invitación de dos colegas, Van Doren y del profesor Stevens, lo llevarán a recalar en el departamento de un “High school”. Es otro escenario nuevo para conocer el periplo del protagonista. Es la búsqueda de un espacio para sobrevivir. Atrás quedó todo lo que tenía. Ya no habrá ni vieja ni nueva normalidad. Todo lo sólido hasta entonces se ha precipitado en el vacío. Todos los sueños, todas las gentes queridas, todo su mundo se ha sumido en una sima de la que tan solo quedarán los despojos de muchos españoles y de algunos amigos.

Nada será como antes, unos en el exilio interior sometidos a humillaciones, cuando no a penas de prisión o muertes dolorosas ante pelotones de fusilamiento. Otros condenados al exilio eterno de una noche de piedra que vuelve a repetirse muchos años después. Son ya dos los últimos desgarros recientes de nuestra historia. Los perpetrados contra los liberales en el siglo XIX, por Fernando VII, el rey felón, y los restos de los despojos de los republicanos españoles en el siglo XX. Ambos colectivos pagaron largamente su tributo.

Es la noche de los tiempos que les ha tocado vivir a varias generaciones, y de las que en muchas ocasiones nos hemos despertado para ver no solo sus consecuencias, sino si todavía estaba ahí el rostro torvo y angustioso de la represión y de la muerte.

En el largo periplo de salida de Ignacio Abel, el protagonista, el autor nos ha conducido por Francia, por los lugares que luego se han visitado luego como la iconografía de un exilio en varias estaciones, como un largo viacrucis que las generaciones posteriores han ido descubriendo en el tiempo, pasados los años, como un itinerario de la nostalgia, del dolor y miseria.

También hemos conocido el opulento mundo lleno de contradicciones de la sociedad americana del momento, de sus ofertas del sueño americano y la realidad incontrovertible de sus contrastes, de sus luces y de sus sombras. El autor se extiende lo mismo que en el escenario de una obra de Broadway, minuciosamente. Pero indudablemente es preciso reconocer que el autor lo hace con aprecio. Reconoce que fue el lugar de refugio de europeos, no solo de la guerra civil española, sino de amplias capas de ciudadanos de toda índole y condición, huidos del fascismo y del nazismo en los años subsiguientes.

Son innumerables los autores que han explorado estos años tremendos, pero hay tres autores españoles que han recogido como pocos este conflicto en el seno de sus obras. Un periodista Chaves Nogales, que lo recoge en sus crónicas, y que lo ve venir, un novelista reconocido que lo acota en diversas obras, Arturo Barea, en una trilogía, ambos muertos en UK, y finalmente, Max Aub en su “Laberinto Mágico” y en toda su obra, a la que se consagra totalmente con un compromiso admirable. Max es un gran escultor del lenguaje y el alma y bandera de los transterrados.

Muñoz Molina lo hace desde fuera, a extramuros de la esa generación de escritores que lo vivieron. La aproximación que hace es de un cuidado y un respeto enorme, de una delicadeza extraordinaria, cuando no de una firme admiración. Sabe que las señas de identidad están ahí y que nos han sido vedadas. Muchas han tenido que ser rescatadas del olvido, desveladas muchos años después, y otras han sido descubiertas como los naipes de una baraja poco a poco. Sabe que los valores que encarnó esa generación con sus luces y sus sombras, son parte de nuestras señas de identidad. Fueron las de una generación sacrificada y la llave para entender nuestro pasado. Este aunque el final haya sido terrible, es la historia de todos. Y Muñoz Molina lo hace con una prosa remansada y reflexiva.

Desde esa perspectiva esta obra tiene la virtud de situarnos en la acción, de vivir el escenario, de aproximarnos a los dilemas, de ponernos en el disparadero que otros vivieron y de recrearse en la perspectiva. De ahí la nostalgia, el compromiso y el valor de hacerlo. Muchos quedaron varados en el empeño o sucumbieron a él, pero todos son reconocidos en el relato como un homenaje a sus dificultades, a la amargura de sus vivencias, y al noble empeño de la defensa de sus ideales.

A través de algunas escenas cinematográficas se ha visto todo este sufrimiento, todos estos desgarros, pero también la esperanza, el anhelo, el afán de superación de esos amargos momentos en los que sucumbir era lo más fácil. Es por esa circunstancia, que la obra se asoma, no sin riesgos, a evocar esos trazos vitales, que de alguna manera fueron alfa y omega de mucha gente, durante mucho tiempo, antes que sobreviniera el silencio y la noche de los tiempos.                                                                                                                                                                                                                                          Pedro Liébana Collado

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