Ay Nicaragua, Nicaragüita
Esta semana regresé a Nicaragua, de nuevo en conflicto. Miles de estudiantes universitarios comenzaron protestando en las calles, en los primeros días, contra una reforma regresiva del seguro social. Con la respuesta represiva del Gobierno, la protesta ha evolucionado. Creció la inconformidad y el hartazgo hacia la clase política, a raíz de la corrupción y falta de democracia, una situación común a muchos países en la región. Ahora las protestas piden justicia para las víctimas que han dejado los enfrentamientos.
La historia de Nicaragua en el último siglo ha estado marcada por la violencia: intervenciones militares, la lucha nacionalista de Sandino, el represivo régimen de Somoza, la insurrección y victoria revolucionaria sandinista, la injusta e ilegal guerra de los contras.
Esta vez, en cambio, no hay una intervención imperialista, y tampoco hay una insurrección armada. Pero la protesta de las personas de a pie está siendo respondida con una violencia brutal y letal. En ello coinciden todas las organizaciones defensoras de los derechos humanos. Hay más de 170 muertos cuando escribo estas líneas (la cifra ya asciende a 212).
Unos días atrás, el ejemplo fue emblemático. En el Día de las Madres, que se celebra el 30 de mayo en Nicaragua, fue atacada una marcha encabezada por las madres de estudiantes universitarios asesinados. Por las noches circulan los llamados “motorizados” (grupos parapoliciales) armados, que siembran el miedo con total impunidad. Este fin de semana, una familia completa de 6 personas, incluyendo un bebé de ocho meses y un niño de 2, murió calcinada dentro de su propia casa. Hay testimonios de que varios grupos parapoliciales prendieron fuego a la vivienda porque la familia no quiso dejar entrar a los francotiradores de estos grupos, que pretendían apostarse en el techo para atacar a civiles.
Cada mañana se hace un nuevo recuento de más y más muertos, y heridos.
El diálogo no avanza. Con la represión no hay condiciones y, sin diálogo, es difícil entrever siquiera una solución política. Daniel Ortega dice que se queda. Los manifestantes piden que se vayan tanto él como su esposa, Rosario Murillo. Es prácticamente seguro que algún día tendrán que irse. Pero ahora se especula sobre cómo y cuándo, si de forma adelantada, pacífica y ordenada, o de forma lenta y violenta.
Mientras tanto, continúa la masacre.
En este impasse tenebroso, lo primero que se tendría que pensar en serio es cómo garantizar los derechos humanos. En mayo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) elaboró un informe en el que evidencia graves violaciones a los derechos humanos y la represión “a cargo de la Policía Nacional, sus fuerzas antimotines y grupos parapoliciales.” El mismo mes, Amnistía Internacional publicó su informe Disparar a matar, que concluye que “las autoridades nicaragüenses, incluso las más altas, implementaron y mantuvieron una estrategia de represión, en ocasiones intencionalmente letal, a lo largo de las semanas de protesta”.
El Gobierno niega estos hechos. Rosario Murillo ha argumentado que las noticias son falsas y plantea un relato alternativo. Su versión es que se trata de violencia generada por grupos políticos de oposición y denuncia una “conspiración delincuencial que, desde la intimidación, el miedo, las amenazas y el terror, ha pretendido entregar el país a la delincuencia y al crimen organizado”. Es un relato que se difunde a través de todos los medios de comunicación que controla el Gobierno. Otro relato muy diferente circula por las redes sociales, entre jóvenes y universitarios que empiezan a ser protagonistas de su propia historia.
Ante este relato “alternativo” del Gobierno, tan alejado de la realidad, resulta imprescindible que haya una vigilancia internacional sobre lo que está pasando en Nicaragua. Curiosamente, durante los cuatro días que estuvo la CIDH en Nicaragua, no hubo muertos en la calle. La propia Comisión ha propuesto crear un grupo de expertos independientes para investigar e identificar los responsables de los abusos. Es un buen primer paso. También habría que desmontar los aparatos de represión y supervisar procesos judiciales que garanticen que finalmente habrá justicia para las personas fallecidas y sus familiares. Y hay que mirar no solo a Managua, sino al conjunto del país, cuyas carreteras están trancadas y donde para miles de personas se dificulta el acceso y el abastecimiento de combustible y alimentos.
El desafío más grande será encontrar una transición de salida a la crisis política, que solo puede hacerse realidad empezando por atender a las causas que la generaron. Adelantar directamente las elecciones no es una solución. Es más, sin una reforma del sistema electoral actual, que con frecuencia se denuncia que está amañado, el riesgo es que vuelva a ocurrir lo mismo una y otra vez. Hay que reformar el sistema electoral pero también renovar con profundidad el sistema político, que se percibe como carcomido desde adentro. La única manera de abordar esta necesidad es con presencia política internacional, acordando las reglas de esa transición por la vía del diálogo.
La captura política del Estado es un fenómeno muy extendido en Latinoamérica, producto de una fundación o una transición democrática frágil en muchos países. Permite a las élites económicas proteger sus intereses. Concentra la riqueza y el poder, es soberbia y patriarcal. Y es el principal obstáculo para reducir la pobreza y desigualdad. En su forma más sutil, convive con las reglas de la democracia. En su forma más cruda, las reglas de la democracia no importan lo más mínimo. Por eso también la presencia internacional resulta tan importante para ayudar a intermediar el cambio y la transición. Para que una mirada externa asegure la limpieza del diálogo y la protección de las vidas en riesgo.
Después de muchos años de compromiso personal con Nicaragua, veo con asombro como se repite la historia. Hablé con una amiga sandinista que luchó en la insurrección contra la dictadura de Somoza. Me dijo: “Nunca pensé que iban a matar a nuestra propia gente. Esto es lo mismo que Somoza.” El libro Rebelión en la Granja de George Orwell termina de la misma forma: “No había duda de la transformación ocurrida en las caras de los cerdos. Los animales asombrados pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo; y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quien era otro”.
Simon Ticehurst
Artículo publicado en Ctxt