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Breve ensayo sobre el ODS 11: Ciudades y comunidades sostenibles

1. – Hacia un mundo demasiado confortable

La humanidad, dentro su gran diversidad regional y salvo determinadas excepciones, ha evolucionado desde un estilo de vida nómada, salvaje y precario hacia uno mucho más sedentario, civilizado y confortable. Los seres humanos, en su estado inicial (hace más de 300.000 años con los primeros homínidos anatómicamente humanos, o más de 160.000 años si nos referimos al comportamiento moderno) para sobrevivir necesitaban realizar un gran despliegue físico cotidiano, adaptar sus ritmos y su forma de vida a las condiciones climáticas y ecológicas del entorno, incluso competir por el alimento con otros grandes depredadores de manera más o menos directa. Muchos miles de años después, un ser humano actual –si su economía y las condiciones legales se lo permiten- puede elegir vivir en prácticamente cualquier lugar del planeta de forma relativamente segura y confortable, sin necesidad de un esfuerzo físico previo, al existir unas infraestructuras de movilidad, habitacionales, energéticas y de aprovisionamiento aseguradas de forma permanente dentro de un sistema industrial globalizado.

La dependencia tecnológica tan característica del ser humano, ha aumentado exponencialmente en las últimas décadas debido a la digitalización de la economía y de la vida cotidiana. Hoy, muchas personas, las que tienen acceso a la tecnología y a los recursos, pueden obtener prácticamente cualquier producto comercial fabricado en cualquier parte del planeta sin necesidad de moverse de una silla y sin mayor esfuerzo físico que mover unos dedos, incluso sin necesidad de ello. Esas mismas personas quedan severamente mermadas en su capacidad productiva y de consumo cuando se ven desprovistas de alguna herramienta tecnológica de las que son dependientes, siendo en la actualidad el Internet una de las más paradigmáticas.

Garantizadas las necesidades básicas para la supervivencia (alimento, vestido, cobijo, salud, seguridad…) a través de un sistema socioeconómico moderno más o menos impulsado, dirigido y protegido por los gobiernos y administraciones de los estados; producción y consumo industrial (en sentido amplio) han sido las principales actividades a las que generaciones de seres humanos, al menos la gran mayoría de los que vivimos en los países industrializados, venimos consagrando la mayor parte del tiempo y los esfuerzos de nuestras vidas. Ya en los años 60 del pasado siglo, el término Homo consumens fue acuñado por el relevante filósofo humanista Erich Fromm.

Esta liberación humana respecto del pesado yugo impuesto por los condicionantes físicos del entorno, ha ido de la mano de otros fenómenos menos liberadores y beneficiosos que ponen en entredicho la sostenibilidad de la actual civilización. Algunos de los más evidentes son:

  • La estructuración de una huella ecológica humana inasumible por la biosfera a medio y largo plazo (cada vez más cerca del corto plazo).
  • La dificultad para percibir esta huella ecológica de forma directa, dada la gran complejidad del sistema socioeconómico, y la práctica imposibilidad de aplacarla tanto por parte de las instituciones, empresas y la propia población.
  • La pérdida generalizada de una cultura de responsabilidad, respeto y veneración hacia la naturaleza y de temor respecto de los efectos negativos de la acción humana insensata sobre ella.
  • La delegación de las responsabilidades en las empresas, instituciones, gobernantes, administraciones, legislador@s, técnic@s, científic@s…y, en última instancia, en la entelequia conocida como sistema.
  • La irrefrenable concentración de población en los lugares que efectiva o aparentemente ofrecen las mejores condiciones, comodidades, ventajas y oportunidades para el desarrollo de la vida humana: las metrópolis.

2. – ¿La economía rural como modelo intermedio recuperable?

La humanidad, salvaje en origen, fundamentalmente rural durante largos milenios y mayoritariamente urbanita desde 2007, se encuentra hoy en 2020 en una (muchas en realidad) difícil encrucijada que puede quedar bien expresada por dos realidades:

  • La creciente conciencia de nuestra propia inviabilidad como sociedad a medio, incluso a corto plazo, según los parámetros socioeconómicos actuales.
  • Las enormes reticencias, miedos y conflictividad que genera cualquier paso significativo y decidido, colectivo e incluso individual hacia un modelo mucho menos impactante con el medio ambiente del planeta Tierra, único sustento material y vivencial con el que seguimos contando los seres humanos.

En la actualidad siguen siendo la industrialización y el crecimiento económico – especialmente del PIB-, junto con el más reciente proceso de digitalización de la economía, los paradigmas de lo que conocemos como progreso y desarrollo. Son las urbes, por su propia naturaleza, las grandes abanderadas y triunfadoras en la carrera humana hacia del crecimiento. Las ciudades ocupan entre el 2 y el 3 % de la superficie continental y concentran ya a aproximadamente el 55 % de la población mundial, generando en torno al 80 % del PIB global. Por otro lado, emiten más del 70 % de los GEI y consumen entre el 60 y el 80% de la energía que se produce en todo el planeta.

Frente al modelo industrial, concentrador y competitivo urbano, el modelo económico rural tradicional basado en la explotación extensiva de recursos agropecuarios y forestales se concibe generalmente como algo obsoleto y superado y se suele descartar como opción de vida por una buena parte de la población joven tanto urbana como rural. Los espacios rurales parecen llamados a seguir proveyendo de recursos naturales y alimentos a las áreas urbanas como su principal función (a pesar de las décadas de esfuerzos de diversificación de las economías rurales), lo que los hace en buena medida dependientes de éstas (y también al revés). Mimetizarse con lo urbano a nivel socioeconómico y cultural, con el proceso de digitalización como piedra de toque, parece ser la expectativa más generalizada para dotar de viabilidad al mundo rural, muy por encima de la puesta en valor de la sostenibilidad del modelo económico rural tradicional como apuesta de presente y de futuro para los espacios rurales y como inspiración para el conjunto de la humanidad en esa búsqueda de su propia viabilidad como sociedad dentro del finito y relativamente frágil planeta Tierra.

Este ensayo no pretende ser una comparativa entre el medio rural y el urbano, entre la huella ecológica generada por una sociedad y otra. De poco o nada sirve tal comparativa. La huella generada en el polígono industrial de un área metropolitana no es patrimonio exclusivo del empresario u operario urbanita, del mismo modo que tampoco lo es del campesino o ganadero rural la huella generada en sus respectivas explotaciones. Todos consumimos lo producido en la fábrica y en el campo, todos nos beneficiamos de la mercancía llegada a un puerto o a un aeropuerto y de lo extraído en un bosque o en alta mar. La culpa, si la hay, al igual que el beneficio, si lo hay, es global. ¿Acaso alguien cuenta con suficiente legitimidad como para tirar una primera piedra contra el más depredador de los Homo consumens? Muy pocas personas cuentan con esa legitimidad y pocas veces han sido escuchadas sus voces -más bien su agonía-. Nuestra civilización occidental, en nombre de Dios, del imperio, del Estado, del capital, del progreso… se especializó en aniquilar a molestos grupúsculos que pululaban por los territorios sin producir ni consumir demasiado, como auténticos salvajes sin altos valores ni educación. Nuestra civilización postmoderna, occidental o no, no ha corregido demasiado esa tendencia, aunque por suerte cada vez se reconoce más la sabiduría y el saber vivir de los pueblos indígenas como un patrimonio humano a proteger.

En pocos foros se plantea la posibilidad -entre audaz y perogrullesca- de que la población urbana vuelva su mirada al mundo rural y que éste se reconozca y se centre en sí mismo, dejando atrás la tradicional relación de dependencia y subordinación rural-urbano. Si ambos espacios han de terminar sintetizándose en un modelo socioeconómico y cultural único, como parece apuntar la imparable tendencia globalizadora -inter e intra-, será de capital importancia que prevalezcan en la medida de lo posible elementos efectivos y simbólicos del modelo rural tradicional: la paciencia frente a la inmediatez, la sabiduría auténtica frente al afán de éxito, el sano esfuerzo frente a la nefasta comodidad, lo arraigado frente a lo superfluo, lo permanente frente a lo fugaz, el terruño frente a la nube digital, la libertad del que se adapta frente a la esclavitud de quien codicia, el horizonte frente a la pantalla…

Este discurso ruralista podría sugerir a alguien la manida expresión de la vuelta a las cavernas. No abogamos por una vida precaria, desde luego. Tampoco sugerimos esconder bajo la alfombra tantas conquistas humanas y avances tecnológicos que han permitido -o podrían permitir- avanzar hacia unas sociedades más prósperas, justas y felices. Sin embargo, no debería escandalizar a nadie el planteamiento de amplias renuncias a asumidas comodidades estructurales con más que dudoso beneficio para el desarrollo humano y más que acreditado perjuicio sobre la vida en el planeta.

3. – Y ahora.. ¿qué?

Mientras l@s responsables polític@s se reúnen periódicamente a escala global para discutir y decidir acerca de cómo afrontar el cambio climático, el calentamiento y el deterioro ambiental del planeta avanzan a marchas forzadas. Más allá de las tozudas estadísticas, son la actitud, la acción, la visión y la valentía que demuestran cada vez más seres humanos, los datos a observar y en que confiar, como puntuales faros en el grueso océano, para continuar albergando la esperanza de llegar a orillas más templadas. Si algo ha demostrado la crisis del COVID-19, al margen de la gran vulnerabilidad que a todos los efectos conlleva ser humano, es la posibilidad de frenar la máquina productivista-consumista que creíamos irrefrenable. Un virus -muy contagioso, pero de momento menos mortífero que otros- lo consiguió en pocas semanas, nos obligó a parar casi por completo en cierto momento y es probable que lo vuelva a conseguir. Las situaciones extremas, las grandes crisis tanto personales como colectivas, son las que nos hacen aprender y cambiar de veras cuando esto no es posible de forma suave y gradual. Si este coronavirus no ha llegado para golpearnos, aprender y cambiar, al menos lo parece.

Entre lo inhóspito de una vida salvaje a merced de cualquier fenómeno natural y la obscenidad de un modelo económico que sigue primando el consumo irreflexivo y, a la postre, destructivo, han de haber modelos intermedios en los que el ser humano pueda habitar el planeta de una forma suficientemente confortable y segura a la vez que integrada y equilibrada en el ecosistema en que se inserta. Este modelo el ser humano lo ha materializado en diferentes etapas de su historia en muchos lugares del mundo. En nuestro territorio es posible que una vida mínimamente confortable -con todas las reservas hacia el concepto confortable- haya que buscarla superada la Edad Media y que un modelo socioeconómico sostenible -con las debidas reservas al concepto- haya que rastrearlo antes del desarrollismo, de la industrialización y, seguramente, de las grandes deforestaciones del siglo XIX.

El párrafo anterior, fruto de la intuición, es una mera especulación que requeriría de un análisis extenso y riguroso para comprobar su veracidad y para plantear la conveniencia y la posibilidad de escenarios futuros en la línea apuntada. Lo que sigue, también fruto de la intuición, no es una especulación, es un convencimiento que no requiere de análisis. Renunciar a ciertas comodidades que damos hoy por conquistadas y seguras va a convertirse mucho más pronto que tarde en una prioridad y un ejercicio voluntario y cotidiano del ser humano del siglo XXI. Apasionarnos con otro tipo de conquistas que nos lleven a una vida más plena a nivel individual, más generosa con nuestra sociedad, más solidaria con el conjunto de la humanidad y más respetuosa -temerosa incluso- de nuestro entorno natural, puede ser la aventura épica que tanto necesita esta generación humana. Ir más allá de la inconsciente, engañosa y dolorosa herencia recibida en contra de la vida del planeta en general y del ser humano en particular, no puede ser sino un anhelo profundo inserto en lo más profundo de cada miembro de las malheridas y vituperadas generaciones Y, Z y Alfa, las que realmente se atreverán a cambiarlo todo, por tener mucho menos que perder que las antecesoras. Más nos valdría cederles el protagonismo, el liderazgo y todo lo demás lo antes posible. Más nos valdría dejar de tenerles miedo y reservas a ell@s y al futuro. Nuestros padres ya fueron Homo consumens sin saberlo. Somos Homo perniciosus a sabiendas. Busquemos alternativas al Homo apocalipticus que se nos viene, renunciemos a la exasperante y obsoleta comodidad de cada día, demos paso al Homo incognitus que se avecina.

Yann Javier Medina, geógrafo, educador ambiental y emprendedor rural

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