Caminos de esperanza en la catástrofe
¿Podremos esperar en el lugar de la pérdida? Es la pregunta que nos hacemos cuando la angustia nos ahoga y la destrucción nos aterra nuestra esperanza personal, social, política y cultural, que siempre es alumbramiento e irradiación, ha quedado herida, golpeada y dañada, hasta instalarnos en la impotencia personal, en la zozobra colectiva e incertidumbre sobre el futuro. Sin embargo, la esperanza ha estado brotando, en la emergencia, cuando se abren las casas a quienes las perdieron, los niños con los pies mojados reparten la comida a los abuelos, los jóvenes desafían al barro de manera incondicional, los adultos se cruzaron las manos para salvar a la mujer arrastrada por la torrentera, las parroquias se convierten en centros de comida, los representantes políticos se acercan al dolor de las personas, se atiende a la montaña de sufrimiento y de víctimas desde todos los rincones. las personas inmigrantes indocumentadas limpian las aceras incluso de los centros de policías. La esperanza en la emergencia tiene la lógica de la hospitalidad, la proximidad, la amistad social, y la fraternidad universal: “donde está la perdición está la salvación”.
A los veinte días de la catástrofe, la esperanza es una pasión militante y creativa que puede cambiar el curso de las cosas y abrir avenidas inéditas.
El coraje de comenzar.
La primera avenida de la esperanza arraiga en el territorio que somos, queremos y pertenecemos; cuando el territorio se ha destruido, quedan afectados los espacios físicos y los lugares afectivos y culturales que nos ofrecieron significados y sueños viables; la esperanza militante batalla en dos frentes: la reconstrucción de los espacios que conducen a la casa, al trabajo y a la fiesta. Y el fortalecimiento de los lugares de la memoria que dan sentido a nuestras vidas. Mientras las máquinas y los ejércitos limpiarán certeramente los escombros, no demos por perdida la batalla por los lazos emocionales con el territorio, que construimos en las familias, en las escuelas, en las parroquias, en las mezquitas, en los polígonos deportivos, en las escuelas de música y en las asociaciones, en los casales. No consintamos que la destrucción del espacio, destruya también el ánimo que guardamos en las fotos aunque estén dañadas por el barro, en las historias que nos contamos aunque estén inacabadas, en los momentos de felicidad que nunca quisimos perder, en los abrazos que nos cuidaron. Como sugería Vicent Andrés Estellés : “ara, s’ha de tornar a casa i s’ha de començar”. Si perdemos los lugares de la memoria se habrá consumado nuestra peor derrota, y la mayor victoria de la destrucción. Podemos trasformar la caída en vuelo y la pérdida en andamio. Los seres humanos hemos nacido para comenzar, para tomar iniciativas y convertirse en precursores de algo nuevo. Y la puerta abierta no conduce a la normalidad que produjo la catástrofe; si sólo aspiramos a restaurar la normalidad perdida, estaremos preparando otra catástrofe.
La destrucción del territorio pide el coraje de comenzar un urbanismo que no esté sometido a la especulación mercantil, que las casas precarias, que nacieron en los barrancos por motivos económicos, se conviertan en hogares dignos y seguros, que los sistemas de detección de riesgos permitan confiar de nuevo.
Un pueblo que viene.
Una avenida de la esperanza está siendo traída por los vecinos que se ayudan en lo cotidiano, promueven la amistad social que no excluye a nadie, y practican la generosidad y la bondad anónimas. Su amparo, refugio, protección y defensa son los rostros de la resistencia que es la hermana mayor de la esperanza que custodian las asociaciones de vecinos y movimientos sociales. Una de estas avenidas que construye el gusto de ser pueblo tiene que ver con la cooperación gratuita de los voluntarios, que muestran que el ser humano sólo cabe en la utopía. “sin voluntarios, se oye por las calles, este pueblo estaría muerto”; con acciones concretas, incondicionales, empáticas y organizadas forman una comunidad de conmovidos”. que se sienten afectados, e interpelados y responden con exigencia y responsabilidad; estiman las conquistas sociales y no fragilizar a las instituciones protectoras; se reconocen como actores secundarios, vulnerados con los vulnerados, ayudantes y ayudados. En la construcción del pueblo que viene tienen un papel esencial la indignación que al reclamar responsabilidades, implica a los ciudadanos en la conducción de la comunidad; quienes no son capaces de indignarse por lo ocurrido, es que no aman realmente a su pueblo. Indigna la construcción de casas en zonas inundables; indigna la fragilidad del sistema de emergencias; indigna la arrogancia de la incompetencia; indigna el dogma neoliberal de que sobran los sistemas públicos; indigna la mala política que aprovecha el dolor para ganar lealtades.
Las tres formas de la solidaridad social se acreditan si fortalecen y consolidan estructuras comunes de servicios que protegen cuando somos agredidos, sanan cuando estamos enfermos, incorporan cuando estamos orillados, y acompañan cunado estamos solos. Reconstruir la casa común, los servicios públicos universales, los bienes comunes de justicia garantizados como derechos en el ámbito social, educativo, sanitario, habitacional son componentes esenciales de la esperanza política abierta a cualquiera sea la raza, la nacionalidad, la clase social o la religión. Sin la donación se malogra la vida en común, sin derechos consolidados se fragiliza el “nosotros” que somos.
Hospital de campaña
Peter Handke (2006) y el filósofo surcoreano Byung-Chul Han (2012) en sus respectivos “Ensayos sobre el cansancio” proponen que nos preguntemos “si el cansancio nos hace una seña y nos cuenta algo” y reconocen en la comunidad de Pentecostés una comunidad de cansados que se levantan y comienza algo inédito. Este cansancio, afirman ambos autores, “te rejuvenece, te da una juventud que nunca has tenido”. De este modo, el agotamiento que vivimos abrirá las puertas que la tragedia cerró. El movimiento cristiano se inició en una comunidad de cansados y decepcionados que se levantaron . Así lo han entendido las parroquias que en el lugar de la catástrofe se han convertido en hospitales de campaña, en centros sanadores del hambre y de la soledad. En los primeros días de la barrancada, algunas imágenes de santos salían del templo sobre las aguas torrenciales, como náufragos entre los náufragos. Es la gran metáfora del Espíritu para nuestros días, que en palabras de Francisco “se convierte en signo vivo de una Iglesia que camina junta, que apoya a los que no llegan y que no quiere dejar a nadie atrás. Es la imagen de la Iglesia «hospital de campaña» que, como el buen samaritano, se acerca con compasión y venda las heridas derramando sobre ellas aceite y vino. Todo en silencio y con discreción, porque ante el sufrimiento, las palabras deben dejar espacio a la cercanía y a los gestos de ternura. Les encomiendo: ¡que éste sea siempre su estilo!”
La mesa del pan y el vino celebrada en la plaza del pueblo convertida en vertedero con los comensales en botas enfangadas es la imagen del futuro esperanzado. En ese contexto se hace creíble la promesa de un futuro para los muertos, Si la esperanza es sólo para nosotros, acabará confundiéndose con el optimismo de las elites y con el bienestar de unos pocos. No hay esperanza para los vivos, si no hay futuro para los muertos.
Joaquín García Roca