COP26: Un consenso imposible
Ciertamente, hay gente angustiada por los estragos que el cambio climático está provocando en la Tierra. Sin embargo, aunque es consecuencia de nuestras acciones, el número de personas alarmadas ante dicho cambio es harto insuficiente. Entre otros motivos, porque los humanos solo empezamos a actuar tras producirse el desastre.
No obstante, tanto los expertos como el público consciente de la realidad han constatado que la «abundancia sin límites» del planeta es un mito semejante a aquel que consideraba que la Tierra era plana. Así pues, el «supremo anhelo» del capitalismo, que es crecer de forma infinita, ha quedado totalmente obsoleto. Negar tal evidencia aboca a la desaparición de nuestra especie y de un número considerable de otros seres vivos.
Veamos, a modo de ejemplo, dos estragos provocados por nosotros que son, al mismo tiempo, característicos del cambio climático.
Comencemos por la sequía. Recientemente, los medios de comunicación más «visitados» por el público no dejan de avisarnos de la creciente sequía que hemos empezado a padecer. Desgraciadamente, todavía se mantiene una política —para ganar votantes en las urnas— basada en desviar los cursos de los ríos para satisfacer a nuevos consumidores. Habitualmente, aquellos que viven de la agricultura intensiva o cultivan en nuestro país productos no apropiados, como pueden ser el aguacate o el mango. Dicha desviación no tiene en cuenta la carencia grave de agua entre los usuarios actuales.
No dejan tampoco de informarnos los medios de comunicación de la «usurpación» de agua por quienes construyen pozos ilegales y provocan otros desequilibrios medioambientales muy graves. De hecho, Europa ya nos ha multado varias veces por no prohibir —que es lo mismo que permitir— que se horaden pozos sin permiso; es el caso de Doñana. Multas que, por cierto, pagamos todos los españoles…
Un dato indicativo de «cómo está el patio» es la reorganización estratégica de los «lobbies del agua» para hacerse con el mercado mundial, que también implica la ocupación bélica de territorios donde los acuíferos todavía son abundantes. Es lo que hizo el gobierno francés —¿según mandato de quién?— al invadir Libia «en defensa de la democracia». Curiosamente, el país posee una de las bolsas de agua dulce más importantes del planeta. Asimismo, en 2018, los habitantes de Casanare y Arauca (Colombia) tuvieron que enfrentarse a un programa de extracción de fracking1 por parte de su gobierno (en connivencia con los EEUU) por haber decidido la exploración y explotación de sus valiosísimas reservas de agua dulce subterránea, necesarias para la vida, y cuya desaparición conllevaría la muerte no solo de personas sino también de múltiples especies y la conversión de una zona tropical en un auténtico secarral. Finalmente, aunque no nos lo digan, ya hay una migración millonaria de nativos africanos que han tenido que huir literalmente de sus regiones por la «volatilización» de sus acuíferos.
No olvidemos, además, los crecientes conflictos que se están desencadenando ya en todo el mundo por la posesión del agua dulce, aunque tampoco nos lo digan los medios de comunicación.
Terminemos con el aumento de la temperatura media del planeta. Indudablemente, el público mayoritario —un 95% — no capta de forma global la gravedad que implica una subida de 2,7º la temperatura de la Tierra. A nivel local y puntual, puede no tener excesiva importancia, pero, si es un aumento global y progresivo, transformará definitiva y radicalmente la vida de todos los seres vivos. Además de alterar su conducta, desencadenará mutaciones —como los patógenos— que provocarán la extinción de especies, el rebrote de viejas enfermedades y la aparición de otras nuevas; como la actual pandemia. Sin olvidar que es el principal causante de las sequías.
¿De qué forma afectarán parámetros como las sequías y los aumentos globales de temperatura a las generaciones futuras?
Muchos de nosotros somos incapaces de imaginar un planeta devastado, pero no es en absoluto improbable; por tanto, ¿se merecen nuestros descendientes el mundo que les dejaremos? ¿por qué han de pagar ellos por nuestro despilfarro enloquecido y asesino?
En cualquier caso, el ser humano puede responder ante el peligro extremo de tres formas: huyendo, paralizándose o reaccionando. Un número considerable de gente suele seguir las dos primeras opciones. Son los que consideran que las inquietudes acerca del cambio climático son fruto de predicciones poco fiables e imaginaciones febriles y, en consecuencia, las desestima en aras del «sentido común» y la «reflexión mesurada». Son los que conocemos con el nombre de «negacionistas». Frente a ellos, quienes se enfrentan al problema —muchos menos de los que sería conveniente que hubiese— empiezan preguntándose por la verdadera gravedad de las amenazas para, a continuación, pasar a actuar. Desgraciadamente, se trata de un sector minoritario y mal coordinado que, igualmente, es silenciado por lobbies, políticos y medios de comunicación.
Imaginemos ahora que, tras haber ninguneado durante dos siglos las predicciones de los expertos en cambio climático, nos encontramos en los albores del siglo XXII. Los pocos habitantes que quedan escuchan las palabras de quienes les hablan de la locura, el egoísmo y la negligencia de los habitantes de la segunda mitad del siglo XX y el primer tercio del siglo XXI, sus dirigentes y los poderosos del planeta; sí, los mismos que organizaban las COP2. También de la irresponsabilidad de la política mundial ante el cambio climático, aun conociendo el grave peligro que implicaba para la humanidad y restantes especies vivas el hecho de no frenarlo.
No existe perdón para quienes aupamos y defendimos a despreciables líderes mundiales, por muy ignorantes que fuésemos, pues contábamos con el asesoramiento e información de expertos en la materia.
Nuestra irresolución e irresponsabilidad han supuesto terribles «Guerras del Agua», que estallaron simultáneamente en distintos puntos del planeta, se propagaron por todos los continentes y provocaron conflictos bélicos que acabaron con un buen número de habitantes. ¿Era, quizás, eso lo que pretendían los poderosos? ¿Eliminar a la mayor parte de la humanidad para neutralizar el cambio climático y evitar la desaparición del capitalismo? ¿o utilizaron dicho cambio porque sabían que se acompañaría de innumerables y variadas pandemias como la COVID-19? Pandemias provocadas por virus «asesinos» que se propagaron con enorme rapidez y estuvieron a punto de exterminar a los pocos habitantes que quedaban, entre otras cosas, a causa de la debilidad inmunitaria en que habían quedado como consecuencia de varias guerras mundiales, la escasa higiene debida a las sequías y las explosiones nucleares.
Así que nuestros descendientes están en su derecho al condenarnos por habernos peleado entre nosotros mientras el planeta se consumía.
Algunas lecciones que dichos descendientes podrían extraer como consecuencia de nuestra irresponsabilidad y del sufrimiento que les hemos ocasionado son: la lucha por la supervivencia ante una trágica mengua de seres vivos, el control de la natalidad en un espacio finito y con unos medios finitos si se quiere sobrevivir y, por último, el noble valor de una vida sencilla, opuesta radicalmente al elevado dispendio innato del capitalismo.