Corría el mes de marzo de este año cuando los usuarios del metro de Londres, acostumbrados a que cada espacio disponible se ocupe con publicidad, se toparon con el anuncio de Fiverr.
Fiverr es una app que permite a los usuarios intercambiar bienes y servicios por cinco dólares estadounidenses. No hay que negociar, solo ofrecer cualquier cosa a esos cinco dólares (suelen ser pequeños trabajos como traducir 500 palabras a otro idioma o diseñar un logo, por ejemplo) o buscar el servicio deseado a esa cantidad. La empresa, que dice pertenecer al sector de la economía colaborativa, ha crecido rápidamente hasta convertirse en un mercado de microtareas mundial.
En su anuncio en el Tube, Fiverr mandaba el siguiente mensaje, bajo la cara de una chica de apariencia cansada: «Para comer te tomas un café. Sigues y nunca paras. La privación de sueño es tu droga. Quizá puedas ser un emprendedor: En Fiverr creemos en los emprendedores».
Los pasajeros del metro londinense vertieron su incredulidad en las redes: «¿Qué tipo de vida deprimente, miserable, estáis intentando hacer atractiva?», escribía un usuario. «Lo que estáis promoviendo aquí, Fiverr, son actitudes extremadamente dañinas hacia el trabajo que acarrean consecuencias para la salud», exponía otra.
«La economía colaborativa nos está matando», aseguraba otra de las personas que se toparon con el anuncio al ver la cara de la mujer y el poso del mensaje (que la empresa no retiró y continúa abanderando). Este caso es solo un ejemplo de una problemática que los expertos coinciden en destacar por su amplitud, pero resalta lo rápido que la denominada economía colaborativa ha pasado de defender conceptos como el consumo responsable, el respeto al medio ambiente o la colaboración con la comunidad a vender la esclavitud como forma de vida.
Dos modelos muy diferentes bajo un mismo paraguas
Javier de Rivera es sociólogo especialista en nuevas tecnologías. Es coautor de uno de los primeros estudios que, tras el optimismo inicial en torno a las posibilidades de la economía colaborativa, señalan las implicaciones no tan positivas del modelo.
El texto profundiza sobre los resultados de un análisis de los mismos autores encargado por la OCU en 2016: Consumo colaborativo: ¿colaboración o negocio? «Estudiamos cómo funcionaban estas webs y vimos que la gran mayoría, sobre todo las más grandes e importantes, estaban muy bien diseñadas para satisfacer una necesidad individual del consumidor, pero no tenían una dimensión colaborativa, social o cooperativa», explica el investigador a Público.
Empresas con inversiones millonarias de fondos de capital riesgo copian modelos colaborativos surgidos desde abajo y sin ánimo de lucro.
Pero si es solo un nuevo modelo de economía, ¿de dónde viene entonces el apellido colaborativa? «Se remonta a un libro publicado en 2010. Los autores, que hoy trabajan para fondos de capital riesgo, hacen una especie de justificación teórica e ideológica de este tipo de comercio. No es un libro académico, sino más de marketing, que presenta en un envoltorio atractivo estas nuevas alternativas», contesta De Rivera.
El investigador señala que empresas como Uber o Airbnb aprovecharon una corriente que, en el momento de su fundación, llegaba desde abajo. Propuestas sociales que usaban las nuevas tecnologías para poner en contacto a usuarios sin fines lucrativos, huyendo de las lógicas capitalistas.
¿Dónde están esas alternativas sociales? Las encontrarán lejos del foco de la publicidad. WWOOF pone en contacto a granjas ecológicas con voluntarios que recibirán cama y formación en agricultura y ganadería a cambio de su trabajo; en ZeroRelativo se intercambian objetos sin prestación económica; en FreeCycle directamente se puede regalar cualquier cosa que ya no se use. Si lo que se busca es un alojamiento, en BeWelcome la gente se ofrece a cobijar a viajeros y mostrarles su ciudad gratuitamente. Ninguna de estas plataformas fomenta el intercambio económico, sino la creación de comunidad.
«Las más sociales se sostienen asociadas a una ONG o a organizaciones sin ánimo de lucro, porque realmente el coste básico puede llegar a ser muy bajo», expone De Rivera, apuntando que «la gran pregunta para entender estas nuevas empresas es el modelo de financiación. Cómo surgen y cómo se sostienen en el tiempo, económicamente. Las más exitosas, las que están generando los problemas, han surgido gracias a inversiones multimillonarias de fondos de capital riesgo en sus primeros años, asociados la gran mayoría de las veces a Silicon Valley».
Que decidan los tribunales
Las inversiones multimillonarias a las que alude De Rivera no solo facilitaron a estas empresas el desarrollo de sistemas informáticos muy eficientes y capaces de revolucionar los sectores económicos en los que operan. También nutren al lobby neoliberal que asocia la idea de crecimiento económico al de desarrollo social.
Los Estados están dejando que sean los tribunales los que definan qué es la economía colaborativa
Este lobby bombardea los aparatos ejecutivos estatales, intentando convencer a los legisladores de las ventajas de liberalizar mercados: promesas de miles de nuevos empleos, bajadas de precios, libre competencia. La presión es tal que ha conseguido convencer a la gran mayoría de los gobiernos europeos de que mantengan la alegalidad de la economía colaborativa. Aseguran que sus apps solo conectan a unos usuarios con otros y no ofrecen un servicio económico regulado por las autoridades.
Pero esta alegalidad no convence a los modelos de negocio tradicionales, que consideran que están sufriendo competencia desleal: mientras estas empresas operan sin apenas marco normativo dada su novedad, los negocios del siglo XX sufren una gran carga reguladora en cada aspecto de su actividad. Es el argumento de los taxistas, los primeros que han plantado cara a Uber y Cabify llevando el caso al Tribunal Superior de Justicia de la Unión Europea (TJUE).
Este jueves, el Abogado general del TJUE les ha dado la razón. Ha expuesto que Uber no solo ofrece un contacto digital entre particulares, sino también un servicio de transporte, y como tal debe ser regulado por las autoridades.
«Uber impone a los conductores requisitos previos para el acceso a la actividad y su desarrollo, recompensa económicamente a los conductores que llevan a cabo un número importante de trayectos y les indica los lugares y los momentos en los que pueden contar con un número de carreras importante o tarifas ventajosas», resume el letrado. Sus conclusiones no son vinculantes para el Tribunal, pero suelen coincidir en una gran mayoría de casos con el veredicto definitivo.
En resumen: Si la plataforma decide quién, cuándo, cómo, y además cobra por ese servicio, no es economía colaborativa. Tan solo un nuevo modelo de negocio.
¿Derechos laborales? No, gracias
El marco de actividad de la economía colaborativa no es el único foco del debate. Los derechos de los trabajadores que hacen uso de estas empresas tratando de obtener ingresos, y la contribución de ambos al Estado también está en cuestión. En este momento los trabajadores no son reconocidos como tales —Uber llegó a denunciar a la ciudad de Seattle por permitir sindicarse a sus conductores— y no tienen protección laboral. Los impuestos de su actividad se van a Países Bajos.
Uber no considera que sus conductores trabajen para ella; los trata como autónomos que ofrecen un servicio por su cuenta
«Lo que ocurre con Uber es muy relevante porque esta sirviendo de catalizador de la problemática que plantea este tipo de actividades que se enmarcan en la economía colaborativa», expone Borja Suárez, profesor de Derecho del Trabajo y Seguridad Social en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de Economistas Frente a la Crisis.
«El concepto básico más importante del Derecho del Trabajo es el que se identifica con la dependencia del trabajador asalariado de su empresa. Y aquí la dependencia de la plataforma digital es total y absoluta, todo esta articulado a través de ella», afirma Suárez: «Por eso no puede presentarse a los trabajadores como autónomos. Es bastante evidente que lo que persiguen estas empresas es una forma novedosa de llevar a cabo actividad económica. Considerar a sus trabajadores como autónomos emprendedores es manifiestamente abusivo».
Para el profesor queda claro que el progreso tecnológico está alterando las bases sobre las que se ha construido la legislación laboral, pero ni mucho menos la ha dejado obsoleta. «El cambio es importante , pero no es tan brutal como para pensar que la legislación laboral ya no nos sirva; hay que ofrecer soluciones para asegurar que las personas que prestan servicios para estas empresas tengan una solución de trabajo digna», pide Suárez.
Carlos del Castillo
Artículo publicado en Publico