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EL vuelo de la inteligencia

Con el objetivo de comprender en qué consiste exactamente ser inteligente, el filósofo y pedagogo José Antonio Marina emprende en ‘El vuelo de la inteligencia’ (Penguin Randomhouse) un viaje hacia ese deseo que es capaz de mover a todo ser humano: aprender a aprender.

El lenguaje, estructura básica de nuestra inteligencia, interviene en nuestra vida intelectual y en nuestra vida afectiva, como le contaré después. Ahora prefiero seguir estudiando su protagonismo en la construcción de la libertad personal. La gran transfiguración de la inteligencia aparece cuando somos capaces de iniciar, controlar y dirigir nuestras operaciones mentales. Por lo tanto, la inteligencia que estamos proyectando ha de ser capaz de dirigir. Se trata de una capacidad aprendida, que ahora estamos empezando a saber educar. Ocupa el lugar de lo que tradicionalmente se llamaba «voluntad», aunque no podemos identificarla con ella. Por voluntad se entendía una facultad innata. La «nueva idea de voluntad» no es una facultad, ni es innata. Es un conjunto de habilidades inventadas, construidas laboriosamente por la inteligencia, que tienen que adquirirse.

Siempre ha habido métodos para educar la voluntad, que inevitablemente sumían al aprendiz en la perplejidad, el desánimo o la culpabilidad. Pocas cosas exigían tanta fuerza de voluntad como seguir los métodos para reforzar la voluntad. Eran, pues, un círculo vicioso. Ahora, en cambio, consideramos que el control de la conducta se va configurando en varias etapas. Al elaborar una «psicología evolutiva de la inteligencia» tenemos que dar cada vez más importancia a la adquisición de la voluntad, que no es un añadido sino un componente esencial de la inteligencia humana. Una persona incapaz de controlar sus impulsos no es inteligente.

Le contaré a la carrera las etapas que el vuelo de la inteligencia recorre para alcanzar la «nueva voluntad». En la primera, el niño tiene que desarrollar la capacidad de inhibir el empujón del impulso o el tirón del estímulo. Los recién nacidos no pueden controlar su movimiento ni su conducta. Están a merced de las ganas y del estímulo, es decir, de coacciones interiores y exteriores. El niño aprende poco a poco a obedecer. Freud describió este momento como el tránsito del principio del placer al principio de realidad. Era la versión pesimista de cambio. Podemos interpretarlo también como comienzo de la autonomía personal y de la creatividad.

A veces, los individuos construyen deficientemente sus sistemas de autocontrol. Hay personas impulsivas, que pasan directamente al acto sin mediación reflexiva. La acción es involuntaria, violenta, súbita, imperiosa, incoercible. Según el DSM-III, el manual de diagnóstico psiquiátrico más usado en el mundo, la impulsividad del niño se manifiesta al menos por tres de los siguientes síntomas: a menudo actúa antes de pensar, cambia con excesiva frecuencia de una actividad a otra, tiene dificultades para organizarse en el trabajo, necesita supervisión constante, con frecuencia levanta mucho la voz en clase, y le cuesta aguardar turno en los juegos o en situaciones de grupo.

Estos niños –o los adultos en que se convierten– necesitan un proceso de reeducación, para el que contamos con varias técnicas. Sólo quiero referirme a una de las más utilizadas, puesta a punto por Donald Meichenbaum. Consiste en enseñar al niño a hablarse a sí mismo de tal manera que le ayude a frenar el primer empujón del impulso. Tenemos que enseñarle a que se dé órdenes y a obedecerlas. Y la primera orden es: «Piensa un instante lo que vas a hacer». Es, pues, una reeducación lingüística.

¿Por qué es tan importante detener el impulso? Porque es la única manera de conseguir tiempo para deliberar, es decir, para evaluar el curso de la acción, tener en cuenta las consecuencias y aprovechar las experiencias propias y ajenas.

Esto último es importante. Los animales resuelven problemas con un enorme ingenio, pero son incapaces de aprovechar los errores. A mí me sorprende el talento de la avispa excavadora. Para conseguir que sus crías tengan comida lista al nacer, pone los huevos sobre un escarabajo al que previamente ha anestesiado. No es que las avispillas vengan con el pan bajo el brazo, es que nacen en la despensa. ¡Hace falta ser muy inteligente para haber inventado una solución tan ingeniosa!

Pero cuando la observamos con detenimiento comprobamos que es un animal muy tonto, porque es incapaz de aprender de sus errores. Después de inmovilizar el escarabajo, sigue siempre la misma rutina. Lo arrastra hasta la cercanía de un agujerito que ha excavado en la tierra. Al llegar a unos cinco centímetros de él suelta su presa, inspecciona si la cuevita está en condiciones, vuelve a por su presa y la arrastra dentro. Si mientras gira su visita de inspección separamos el escarabajo unos centímetros, la avispa rehará toda la rutina. Lo llevará hasta cerca de la cueva, la inspeccionará y volverá a por él. Si de nuevo separamos el escarabajo de nuevo repetirá la secuencia. Una y mil veces, como un muñequito de cuerda. La avispa no aprende de sus fracasos. Puede morir agotada por exceso de precaución.

El hombre, con frecuencia, tampoco aprende. Basta recordar la terrible inutilidad de las guerras, esa demostración de estupidez presuntuosa. Se terminan, y al poco tiempo los feroces enemigos se vuelven fervientes amigos, y todo el mundo se apresura a olvidarse de los muertos para que no entorpezcan las nuevas relaciones. Ya que es imposible no errar nunca, nuestro proyecto de inteligencia exige al menos, por utilidad y por deber, aprovechar la enseñanza de las equivocaciones.

Deliberar es la segunda etapa en la construcción de la voluntad. Seremos más inteligentes y más libres cuando conozcamos mejor la realidad, sepamos evaluarla mejor y seamos capaces de abrir más caminos o posibilidades en ella. La ignorancia esclaviza siempre. El error también, por supuesto. Sólo la verdad puede hacer libre, aunque no baste la verdad sola para conseguirlo. ¿Por qué? Porque una cosa es saber lo que sería conveniente que hiciéramos y otra cosa es hacerlo.

José Antonio Marina
Artículo publicado en Ethic

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