En la muerte de una luchadora
En la última batalla de esa impresionante luchadora que ha sido Ruth Bader Ginsburg, estaba condenada inexorablemente a la derrota, pero ella no cejó. No me gusta aplicar a los enfermos de cáncer esos términos, «lucha», «victoria». Pero en este caso es absolutamente adecuado porque, según confesó hace pocas semanas a su nieta, su último deseo era éste: vivir lo suficiente como para que su sustitución como magistrada del Tribunal Supremo de los EEUU fuera un nombramiento propuesto por el nuevo presidente. Un nuevo presidente que esperaba fuera mejor que Trump, al que se enfrentó abiertamente desde antes incluso de su elección, con declaraciones que alguna vez entraron en la terminante descalificación, algo de lo que expresamente se retractó, en una de las escasas muestras de moderación de su «radicalidad».
RBG, como era popularmente conocida o incluso «notorius RGB», según el apodo que acuñó con mucho éxito una estudiante de Derecho norteamericana, Shana Knizhnik, haciendo un juego de palabras con el nombre de un famoso rapero, «Notorious BIG», fue también, en los últimos años un auténtico icono cultural para las nuevas generaciones. La propia Knizhnik, con Iris Carmon, escribió luego la biografía más conocida de Ruth Bader, Notorious RGB The Life and Times of RBG.
Como justice del TS, Ruth Bader se sitúa en la estela del legendario justice Holmes («the great Dissenter»), por sus votos en disidencia de la mayoría conservadora del alto tribunal, en especial durante los años en que, tras la muerte de la primera mujer que accedió al cargo, Sandra O’Connor- con quien mantuvo una excelente relación dialéctica desde posiciones ideológicas alejadas-, se convirtió en representante casi en solitario de la lucha por la igualdad de género y por los derechos de las minorías, así como por nuevos derechos, también en el ámbito medioambiental. Sus votos que comenzaban con el I dissent -frecuentemente sin la mediación del obligado «respetuosamente»- son un ejemplo de poderosa argumentación jurídica, que bien cabe situar en la tradición consagrada por Ihering de entender el Derecho como la herramienta «civilizada» de una lucha social, que es la lucha por el Estado de Derecho, la lucha por los derechos. Esos años, según reveló en una entrevista en 2014, fueron «sus peores tiempos»: «La imagen para el público que entraba a la sala del tribunal era de ocho hombres, de cierto tamaño, y luego esta mujercita sentada a un lado. Esa no fue una buena imagen para que la viera el público». En 2009 y 2010, a propuesta de Obama, se unieron otras dos mujeres progresistas al TS: Sonia Sotomayor y Elena Kagan.
Hay numerosos testimonios audiovisuales de ese trabajo incansable de Ruth Bader. Mencionaré tres: el documental de Julie Cohen y Betsy West, RBG (2018); el biopic que le dedicó Mimi Leder también en 2018, On the Basis of the Sex («Una cuestión de género», se tituló en España) y una entrevista realizada por la profesora Ruth Rubio en el Instituto Europeo de Florencia, en 2016, accesible en Youtube.
Ojalá que las mujeres, que tuvieron en ella a una gran campeona, y el movimiento antirracista encabezado por el BLM, pero que es clave también para la que es ya la primera minoría en los EEUU, los latinos, sepan recoger ese espíritu de lucha de RBG y empujar para conseguir apartar a Trump de la presidencia el próximo 3 de noviembre.
Y ojalá que, pese a la ventana de oportunidad que se le abre a Trump y al líder republicano M. McConnell para tratar de sellar casi definitivamente la mayoría conservadora en el TS, sustituyendo a Bader por un candidato conservador, los demócratas sepan imponer el criterio de coherencia con el precedente de lo que sucedió con Obama, al que los republicanos bloquearon un nombramiento con el argumento de que no debía hacerlo en año electoral. De no ser así, la herencia de Trump podría alargarse pese a su eventual derrota.
Javier de Lucas
Artículo publicado en Levante.emv