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La cajera más lista de Mercadona

¿Qué significa ser joven entre dos crisis? Esta es la pregunta a la que intenta responder la escritora Ana Iris Simón en su artículo publicado en ‘Vidas low cost’ (Catarata), donde Javier Pueyo reúne la voz de periodistas, politólogos y sociólogos para analizar la situación en la que viven aquellos jóvenes que dan forma a esa «generación del futuro».

Seguimos «sin casa, sin curro, sin pensión» y sin esperanza de tenerlos, siquiera. Porque al final resultó que romper con el bipartidismo desembocaba necesariamente en refundarlo por bloques y que «llegar al gobierno no era llegar al poder». Y porque, tras una década de aquello y con aproximadamente un 40% de paro juvenil, en las tertulias de la tele y en el Congreso, en las tribunas de los periódicos y en las columnas, ya nadie habla del paro juvenil, ya nadie se sorprende por que cobremos, si llega, mil euros, y ya nadie se sonroja por que nos veamos condenados a compartir piso hasta más allá de los 30, si es que podemos emanciparnos. De lo que sí hablan, de lo que hablan mucho, es de fascismo y de socialcomunismo, aunque por la calle se ven más negocios cerrados y más chavales sin futuro que pelaos dando palizas –menos mal– o que –¡ojalá!– hordas de obreros socializando los medios de producción. Y en este texto están los sentires y pesares de una generación entera, la milenial, que empezó a fabricar recuerdo cuando «España iba bien», cuando comenzaron a crecer como setas las urbanizaciones de adosados a las afueras de casi todos los pueblos de España, a inaugurarse más rotondas que hospitales, a dar hipotecas con pasmosa facilidad y a regalar baticaos y pajitas con formas imposibles con las cajas de tres kilos del ColaCao. Después resultó que España empezó a ir un poco peor, o igual es que nunca fue bien bien. «Mileurista» empezó a ser un insulto, lo recuerdo del instituto: cuando sacaba malas notas en Matemáticas, que era casi siempre, mi padre me amenazaba con la posibilidad de no llegar a ser más que mileurista. No sospechábamos entonces que, una década después, cobrar mil euros sería casi un motivo de eterno agradecimiento: a los hados, en el mejor de los casos. A los patrones, en el peor.

En las páginas [de Vidas low cost] está el consuelo de no saberse ni solo ni culpable del todo, la certeza de que nuestro fracaso no es individual ni generacional, sino que nos trasciende en esos dos sentidos; pero, sobre todo, está la seguridad de no saberse loco. No, no estamos locos envidiando, muchas veces, la vida que tenían nuestros padres a nuestra edad. Con treinta recién cumplidos los míos estaban a punto de tener a su segundo hijo, una hipoteca medio pagada y una Thermomix que mi madre se compró con el dinero que ahorró al dejar de fumar. Los dos habían mejorado las condiciones de vida de sus padres, mis abuelos, y pensaban, claro, que yo y mi hermano haríamos lo propio, porque de qué si no iba el progreso.

Hijos de campesinos –como tantos boomers españoles– y feriantes, mi padre y mi madre se sacaron con veinte la plaza de carteros y creían fervientemente, como les habían dicho, que la cosa solo podía ir a mejor. Y que la cosa fuera a mejor pasaba, claro, por tener hijos universitarios, porque en las manifestaciones del Primero de Mayo oyeron muchas veces aquello de «el hijo del obrero, a la universidad». Pero en los años diez –del 2000–, los hijos de los obreros que fuimos a la universidad, que para ser justos fuimos muchos en comparación con los hijos de los obreros de la generación de nuestros padres, empezamos a olernos la tostada. Y la tostada era que lo del ascensor social debía ser de los mismos creadores de lo del progreso, porque ni siquiera los herederos de la clase media podían aspirar a permanecer en ella, título mediante. Así que figúrate tú nosotros.

Lo de «el hijo del obrero, a la universidad» lo seguimos coreando en las manifestaciones, pero ya con el convencimiento de que la universidad no era un pasaporte para nada sino casi un fin en sí mismo. Con la certeza de que el capital es, además de material, cultural, así que también había que redistribuirlo. Pero, sobre todo, con el convencimiento de que el mercado no tendría necesariamente un lugar reservado para nosotros si terminábamos una carrera, hacíamos un máster y aprendíamos un par de idiomas; no te digo ya si nos íbamos de Erasmus, aunque el Erasmus fuera una beca prácticamente inaccesible para las clases populares, para esos chavales que no podíamos pedirle 200 pavos al mes a nuestros padres para pagarnos la estancia en alguna ciudad europea porque la cuantía que asignaban –y asignan– era de risa

Los milenials no nos creímos, como algunos piensan, el mito del Estado: nos creímos –y eso también está en estas páginas– el del mercado. No pensábamos que ningún Gobierno nos debiera nada: ni un curro, ni una pensión, ni una casa. Confiábamos, por el contrario, en que la empresa privada tuviera un hueco reservado para nosotros según nos expidieran el título universitario. Al fin y al cabo, era lo que nuestros padres y nuestros profesores nos habían dado a entender: éramos «la generación mejor preparada de la historia», así que lo de que seríamos también la primera que, en décadas, viviría peor que sus padres no nos lo vimos venir.

Cuando sacaba malas notas además de en Matemáticas en Latín, o quizá cuando empezó a intuir que lo de mileurista dejaba de ser un insulto para convertirse en un logro, mi padre comenzó a decirme a modo de advertencia para que hincara codos que iba a ser la cajera más lista de Mercadona. Más de una vez le respondí que igual cobraba lo mismo que de periodista, y de hecho así acabó siendo un poco. Las esperanzas lógicas de toda una generación –los boomers–, depositadas en que sus hijos mejoraran las condiciones de vida que ellos les habían podido brindar, se veían quebradas: ni siquiera iba a ser fácil igualarlas.


Este es un fragmento de ‘Vidas low cost. Ser joven entre dos crisis‘ (Catarata), por Ana Iris Simón.

Artículo publicado en Ethic

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