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La ciudad mutante

La escritora y cineasta nórdica Odveig Klyve presenta en su corto View (2022) una nueva visión del leviatán marino: la cámara encuadra un bucólico paisaje portuario nórdico, con sus casas pequeñas, las aguas plácidas de su bahía y un viejo campanario al fondo. Sin embargo la escena se ve alterada poco a poco por la aparición de una mole que surgiendo por la izquierda de la pantalla devorando la visión de las aguas calmadas y el viejo campanario. Incluso amenaza con engullir las casitas que ahora resultan frágiles frente a la inmensidad del gigante. Es un crucero, el primero de los que irán llegando, y de sus tripas van desembarcando hileras de turistas que con su frenético avance destruyen una quietud que, solo unos segundos antes, nos parecía eterna. Klyve filmó estas imágenes en Stavanger, una ciudad de la costa oeste noruega. Y aquí surge lo inevitable, claro. Porque Rafa Lahuerta es responsable de que cada vez que aparece Noruega pensemos irremediablemente en València.

El fenómeno turístico hace tiempo que está transformando la ciudad. O más exactamente, mutándola. València se está convirtiendo en una ciudad mutante. El turismo lo modifica todo, incluso las iniciativas más bienintencionadas. La peatonalización de Ciutat Vella lejos de humanizar sus calles vericuetas ha degenerado en una estresante carrera de obstáculos para esquivar el aluvión de visitantes, dispersos o en grupos organizados bajo la dirección de ese guía que enarbolando su banderín parece parodiar la figura de El Palleter. La promoción de la bicicleta ha dado pie a auténticos batallones de ciclistas que recorren nuestras vías con la misma complacencia y determinación con la que la caballería del general Custer irrumpía en los poblados apaches. En el Mercado Central consumen todos los productos, aunque lo hagan más con los objetivos ávidos de sus cámaras que con la cesta de la compra. Los músicos callejeros agasajan a los recién llegados con sus actuaciones, siempre los mismos temas, que acaban transformándose para el residente en un eterno día de la marmota melódico. Disfrutar de una simple cerveza se convierte en el mejor de los casos en una trabajosa odisea por encontrar algún sitio libre, porque a compartir ese momento con los parroquianos ya has renunciado: tu vecino de mesa nunca será el mismo, irá cambiando a golpe diario de nuevos vuelos o nuevos cruceros. Y con cada cambio escuchas un idioma distinto mientras lees el menú en inglés y piensas con sarcasmo en las políticas de normalización lingüística.

Una ciudad es la fusión del paisaje y su paisanaje. O debería ser. Porque en Ciutat Vella el paisanaje está desapareciendo. Sus vecinos se van muriendo o se marchan. Si el problema de la vivienda estrangula el futuro de las ciudades y las personas en cualquier lugar, el fenómeno turístico viene a incrementar la asfixia hasta extremos sádicos. Es cierto que hoy la llegada de nuevos residentes extranjeros ha evitado el desierto e incluso permite al distrito ganar población. Bienvenidos sean. No creo en las esencias inmutables de los espacios. Me gusta ver que las calles emanan diversidad y si algo me molesta es comprobar como detrás de ella persisten a menudo inaceptables realidades de exclusión social. No me importa que el Carmen se convierta en Little Italy, como no me rasgo las vestiduras porque la calle Pelayo sea la entrada a la nueva Chinatown. El paisaje urbano cambia, eso es todo. El problema del impacto turístico es que no crea paisaje. Al contrario, la industria turística, una de las vanguardias en la desmaterialización de la realidad promovida por la globalización neoliberal, sólo genera no-lugares, como los centros comerciales o los aeropuertos, espacios despersonalizados, meros decorados temáticos, como los de esas franquicias que desplazan a comercios o bares tradicionales, donde el visitante no busca descubrir lo que le sorprenda sino confirmar que encuentra, cómodamente, lo que esperaba. En Benidorm o en la plaza del Tossal.

Frente a estas impresiones, la industria turística acostumbra a responder con una voz de alarma: ¡turismofobia! La crítica quedaría así desarmada al colgar a quien la realiza una etiqueta que le estigmatiza como trasnochado y nostálgico, cuando no abiertamente reaccionario como los miembros de las otras tribus fobia: el transfobo, el homófono el xenófobo. El sector, que si algo tiene son buenos publicistas, contraatacará además recordando las grandes cifras de visitantes, el impacto en el PIB, su incidencia en el empleo. Incluso llegará a aceptar algún reparo que, en cualquier caso, considera subsanable con una buena diversificación de destinos que evite las masificaciones o una especialización de productos. Soluciones que no dejan de recordar a aquel chiste infantil del “susto o muerte”. Sólo que cuando hay intereses económicos detrás el siniestro dilema suele acabar con un susto de muerte. De hecho, la realidad demuestra que las diversificaciones de destinos turísticos lejos de limitar la masificación la extienden como el txapapote. Basta con pasear por Russafa. O con comprobar el interés especulativo del capital inmobiliario extranjero por el Cabanyal.

Detrás de estas apologías hay dos mitos asentados en el imaginario. El primero es que el turismo es una industria limpia, cuando la experiencia acumulada demuestra su carácter depredador sobre el territorio. Si en los años 60 el turismo de sol y playa degradó nuestro litoral, hoy el turismo de ciudad transforma nuestras calle en no-lugares. De las emisiones de CO2 o la sobreexplotación de acuíferos, ya ni hablamos. El segundo mito es haberlo convertido en la panacea de cualquier cosa con sólo añadirle un adjetivo: se habla de cultura y patrimonio, inmediatamente surge el turismo cultural; se habla de la España vaciada, ahí está el turismo rural; se habla de fe, turismo religioso; se habla de pimientos, pues nada, turismo gastronómico. El turismo se presenta así como una especia de bálsamo de Fierabrás que para todo sirve aunque, como decía el refrán del ungüento blanco, para nada aprovecha.

Nadie pone en duda la importancia económica del sector turístico. Pero poco se recuerda que para mantener los niveles millonarios de visitantes se requiere alguna de estas condiciones: ser un referente icónico mundial como París, Nueva York o Venecia, o ser un destino barato… para el visitante, por supuesto. Esta última variable suele ser la determinante en la mayoría de casos, sea España, Cancún o Thailandia. Porque detrás de las grandes cifras y los números astronómicos se esconde la precariedad y los bajos sueldos de los trabajadores, de los camareros, de las kellys. No sorprende que, pese a los exitosos balances y las grandes previsiones económicas, el 40% de las plazas ofertadas en carreras de turismo y hostelería se quedarán desiertas este curso universitario en España.

Plantear el debate como una dicotomía entre turismo sí o no, carece pues de sentido. Especialmente cuando, además, la reciente pandemia nos ha mostrado el grave riesgo de futuro que comporta la enorme dependencia del monocultivo turístico. Por eso los términos de la polémica deberían situarse en otra dimensión, en pensar cómo avanzamos en la consolidación de la comunidad, en su cohesión económica, urbanística, cultural y social, en su vertebración colectiva y su armonización medioambiental. Ahora que los viejos dogmas neoliberales se derrumban sería la ocasión propicia para reimaginar y promover un nuevo territorio, una nueva ciudad, una València compartida. Aunque, claro, ahora estamos en campaña electoral y tal vez no sea el mejor momento…

José Manel Rambla
Publicado en La Vanguardia

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