La feminización de la pobreza: un recordatorio
Hablar de feminización de la pobreza es hablar de un tema urgente. Un tema desplazado del foco feminista por el desembarque en su escenario de las actuales políticas del borrado de las mujeres y del activismo queer plasmado en leyes. Hoy los lobbies neoliberales y sus grandes intereses económicos, quieren que nos olvidemos de la pobreza y, mucho más, de la feminización de la pobreza. Y, si puede ser, también del mismo feminismo.
En 1978 Diana Pearce habló por primera vez de La feminización de la pobreza (concretamente en su trabajo The feminization of poverty: Women, work, and welfare). Y esta expresión adquirió el rango de conceptualización feminista en los 90, principalmente con su impacto en la IV Conferencia Internacional de las Mujeres de Pekin en 1995. Cuando hablamos de feminización de la pobreza no estamos hablando solo de que haya más mujeres pobres que hombres pobres en el planeta, aunque esta es una realidad constatada. Así, por ejemplo, en 2017 un informe de Cáritas revelaba datos contundentes al respecto: «De los 1.300 millones de pobreza absoluta en el mundo, el 70% son mujeres. De los 1.000 millones de analfabetos adultos, las dos terceras partes son mujeres. De los 125 millones de niños no escolarizados el 70% son niñas. Las mujeres realizan el 67% de las horas trabajadas en el mundo, pero ganan sólo el 10% de los ingresos. Las mujeres sólo poseen el 1% de las propiedades. En las mismas condiciones de trabajo, el salario de la mujer es del 30 al 40% menor que en el hombre, e incluso en países como Japón y Corea, llega en casos a ser un 50% más bajo. La atención sanitaria recibida por las mujeres es deficitaria, especialmente la relacionada con la salud sexual y reproductiva. Al año mueren 600.000 mujeres en el mundo por causas relacionadas con el embarazo y el parto. Cada día se practican 50.000 abortos en condiciones peligrosas para la mujer».
Con ser estas cifras apabullantes, lo cierto es que al hablar de feminización de la pobreza no hablamos solo de un fenómeno cuantitativo. También la calidad de la propia vida o, mejor dicho, la falta de esta es un indicador de la pobreza femenina. Así, si tal como lo ha estudiado el economista Amartya Sen, la pobreza se relaciona también con la falta de recursos para poder desarrollar las capacidades, parece obvio señalar que en la mayor parte de los casos son las mujeres quienes cumplirían con este criterio de lo que es pobreza. Porque su situación de desigualdad estructural las sitúa en posición de inferioridad a la hora de poder hacerse con esos recursos que les permitieran justamente desarrollar las capacidades. En ese sentido, la pobreza femenina se vincula con la desigualdad y el propio Amartya Sen ilustra esta situación con el caso del África subsahariana donde, si bien no cabe decir que las niñas sufran una mayor desnutrición o mayor índice de mortalidad, sí cabe decir que «existen a menudo grandes diferencias entre sexos en muchas otras capacidades, tales como saber leer y escribir, evitar mutilaciones, poder elegir libremente la propia carrera u ocupar posiciones de liderazgo» (Sen).
Vinculadas pobreza y desigualdad, aplicar la perspectiva feminista a esta última será preguntarse qué hace que una mujer pobre sea más pobre que un hombre pobre. Y la respuesta exige una perspectiva crítica que parta al menos de asumir tres claves: a) que las causas estructurales de la desigualdad de las mujeres en el planeta las hace más susceptibles de sufrir pobreza y que ello explica que, de las personas cuantificadas como pobres en el mundo, el 70% sean mujeres; b) que la pobreza entendida como falta de libertad para desarrollar las capacidades impacta en particular en las mujeres, precisamente por esa desigualdad estructural y, por tanto, por una mayor posición de sometimiento que impide ese desarrollo; y c) que la noción misma de «feminización de la pobreza» no tiene solo un sentido descriptivo, sino que se asume con una carga política fundamentalmente reivindicativa.
En definitiva, se trata de abordar la pobreza desde la mirada feminista. Cosa que no parece tan habitual. Por ejemplo, diversos estudios han señalado que, además del círculo vicioso de la desnutrición –especialmente en los países con pobreza extrema-, otro círculo vicioso de la pobreza lo constituye el aumento de la tasa demográfica. Ello se explica porque el mayor número de hijos/as garantizaría mayor posibilidad de ingresos gracias al trabajo infantil. Pero este tipo de estudios no relacionan ni se plantean cómo influye ese aumento demográfico en un mayor empobrecimiento de las mujeres y las madres que, al trabajo realizado para la subsistencia de la familia, suman ahora la enorme carga del trabajo de cuidados de la familia. Y con ello se redoblan sus condiciones de desigualdad en lo que hace al desarrollo de sus capacidades, lo que, como hemos visto, constituye un indicador de pobreza.
Al encarar estos estudios una explicación más sociológica de la pobreza se reconoce que hay diferencias en los grados de pobreza de una comunidad pobre, ya que «la desigualdad entre los hombres y las mujeres se debe a la imposición de ciertas normas sociales». Y esas normas hacen, por ejemplo, que «las mujeres deben comer menos que los hombres, o que, en caso de ausencia de la madre, son las hijas, y nunca los hijos, quienes deben dejar la escuela para cuidar a los hermanos» (Dieterlen). Pero ni siquiera en estos casos se vinculan o se relacionan estas normas sociales de la desigualdad con el hecho de que el sistema patriarcal permea todas las sociedades que conocemos en sus diversas manifestaciones.
Si hoy podemos hablar del rechazo al pobre -de la «aporofobia» como tan brillantemente lo ha denominado la filósofa Adela Cortina -, cabría añadir que este rechazo es mayor cuando ese pobre es una mujer. Porque al rechazo al emigrante o al refugiado por su condición de pobre, como argumenta Cortina, hay que sumar la propia discriminación estructural o patriarcal si es mujer. Hablaríamos así de una doble pobreza: por una parte, las mujeres están, como se ha visto en cifras, sobrerrepresentadas en las bolsas de pobreza; por otra parte, las mujeres están en posición de mayor vulnerabilidad, por su situación de desigualdad estructural, lo que hace que en mayor porcentaje sean susceptibles de padecer pobreza y el subsiguiente rechazo y exclusión social.
¿Por qué hablar de feminización de la pobreza cuando todo el escenario mediático y político parece copado solo por el ruido de «lo trans»? Porque, en fin, el feminismo no puede olvidarse de lo que primordialmente es: un proyecto de emancipación para las mujeres y, por tanto, un proyecto de emancipación para toda la humanidad.
Luisa Posada Kubissa
Artículo publicado en Público