La productividad de no hacer nada: una oda a la pereza
En un mundo en constante movimiento que nos obliga a ser productivos incluso cuando estamos descansando, no hacer (realmente) nada se concibe como un error marginal de nuestra forma de vida. Sin embargo, la ociosidad y la pereza son necesarias para dejar de exigirnos y poder centrarnos en nuestras metas.
La pereza, el descanso y la urgencia de no hacer nada son cuestiones que socialmente siempre se han abordado como errores marginales en nuestra forma de vida. Aquello que hacemos cuando no estamos produciendo, consumiendo o haciendo algo útil; o cuando pensamos que no somos creativos, no nos sentimos realizados o no estamos construyendo algo. Pero ¿y si fuera justamente durante esos momentos de descanso cuando más productivo es el ser humano? ¿Y si fuera la pereza la clave para la productividad?
Tras una pandemia que nos ha obligado a estar encerrados en nuestras casas, dejando a muchos sin su puesto de trabajo o con unos ritmos horarios completamente alterados por las medidas preventivas, tanto estudiantes como profesionales y jubilados han sufrido las consecuencias de ese momento en el que o bien la pereza tomó sus máximas expansiones o quedó completamente absorbida por jornadas laborales inacabables. Si ya veníamos de una sociedad en constante movimiento, innovación y crecimiento que nos obligaba a entrar en dinámicas circulares de superación creativa, el coronavirus solo sirvió para definir aún más esa delgada línea que marca la diferencia entre ser productivos y ser vagos.
A lo largo de la historia, han sido muchos los filósofos que han reflexionado sobre el descanso y la pereza. Uno de los primeros fue el francocubano Paul Lafargue, que en su ensayo El derecho a la pereza reflexionó acerca de cómo el sistema capitalista había entrado en una dinámica que terminaría con una crisis de superproducción, proponiendo el progreso tecnológico de las máquinas y la reducción de la jornada laboral –ampliamente debatida en la actualidad– como solución para que la sociedad pudiera dedicarse a la satisfacción de las necesidades humanas elementales.
En el contexto que nos atañe, el filósofo Juan Evaristo Valls expone en su libro Metafísica de la pereza una aportación más radical sobre el concepto: partiendo de la aportación de Lafargue, explica cómo el trabajo ha constituido en una dominación generalizada en el entorno económico donde la pausa (o el descanso) no han existido más allá de lo necesario para la productividad. En contraposición, ensalza la ociosidad y la pereza como forma de resistencia a tales ritmos.
Perder la noción del descanso por sumersión en un orden de productividad es una afección que ha venido heredándose en las últimas generaciones, que han visto como la frontera entre lo personal y lo profesional se ha ido borrando poco a poco. Así lo recoge el filósofo Eduald Espluga en No seas tu mismo, donde aborda esta concepción del trabajo que tiene la generación millennial, una de las más afectadas por las crisis económicas de los últimos tiempos: una asociación que, en lugar de brindarles una mayor libertad, solo ha conseguido sumirlos en jornadas laborales ininterrumpidas.
Es por este motivo que tanto Espluga como otros filósofos hablan de una generación fatigada, cansada de unos ritmos de vida frenéticos y (auto)exigentes que no dan lugar al error, mucho menos a el descanso. En palabras de Antoni Gutiérrez Rubí en La fatiga democrática: «Existe una enorme aceleración de la transición entre pensar, decir y hacer: antes teníamos tiempo entre cada uno de estos verbos; ahora no, todo sucede al momento». Pero, como explica Mihaly Csikzent en su libro Creativity, «la creatividad requiere atención, lo que significa que necesitamos tener tiempo y bienestar disponible para centrarnos en las ideas que no están intrínsecamente relacionadas con nuestra supervivencia inmediata».
Quizás la pereza sea solamente un convencionalismo de un sistema que está condenado a la total productividad, donde el descanso se articula no como un momento de pausa, sino como un parón necesario para que todo siga funcionando. Algunas culturas ya han incorporado en su vocabulario conceptos que remiten a enfermedades relacionadas con la superproducción, como es el caso del término japonés karoshi: la muerte por exceso de trabajo. ¿Cuál será la fórmula para conseguir conciliar, de forma saludable, el bienestar personal con la realización profesional sin ser absorbidos por estas dinámicas de autoexplotación? De momento no existe un consenso con respecto a este asunto, pero requerirá, sin duda, una respuesta creativa.
Ariadna Ramos
Publicado en Ethic