Labordeta no se ha callado ni muerto
Era como esos viejos árboles batidos por el viento que azota desde el mar; era igual que su tierra, suave como la arcilla y duro del roquedal. Atravesó el tiempo dejando en los secanos su lucha total. Quería que le recordáramos como un árbol batido, como un pájaro herido, como un verano ido, como un lobo cansino, como un hombre sin más. No le tembló el pulso, solo la voz, siempre que puso sobre la mesa todas sus banderas rotas, las que rompió la vida, la lluvia y la ventolera de una dura derrota y de la que solo quedó un mástil desarbolado y unos jirones de tela rotos por el vendaval. Avanzó cumpliendo este camino, creciendo hasta el ocaso. Fue una de esas contadas voces diferentes que se cruzan en el alba buscando la verdad. Y en sus canciones retumbaban y seguirán retumbando siempre inciertas duras voces de desesperación pero sus pálidas palabras, al contrario de lo que nos cantó, no se perderán en la noche sin hallar solución porque siempre fue puente herido de abrazos detenidos por ver la libertad.
En estas líneas —hemos construido el párrafo anterior aprovechándonos de algunas de sus grandes canciones— sigue habitando José Antonio Labordeta, de cuya marcha se cumplen 10 años este 19 de septiembre. En estas palabras y en tantas otras que configuran un universo creativo único, apabullante e interminable que el paso del tiempo no ha logrado ni tan siquiera arañar.
Su voz rota, triste y amarga levantó a todo un pueblo en épocas oscuras en las que incluso resultaba difícil levantar la cabeza. De pocos hombres puede decirse lo que no es aventurado decir de Labordeta: que él solo reinventó un pueblo, que unas estrofas suyas reinventaron Aragón. Bien pudo ser él el autor de las palabras de Pablo Neruda cuando confesó que había vivido y escribió que «de estas tierras, de este barro, de este silencio, he salido yo a andar, a cantar por el mundo». Dos canciones, dos simples pero infinitas canciones, ayudaron a delimitar las costuras sobre las que actualmente se asienta una tierra que durante demasiado tiempo se sintió invisible y abandonada, que vivió de espaldas a la vida, ahogada en su sequedad, derrotada en su victoria.
La primera, ‘Aragón’ (1974), marcó la frontera, el antes y después de un pueblo que había dejado de respirar; le devolvió la posibilidad de ser, de creer y de crecer: «Polvo, niebla, viento y sol, donde hay agua una huerta. Al norte los Pirineos, esta tierra es Aragón». Este quejido, que su autor escribió en 1970, logró que la sangre volviera a circular por un cuerpo antaño inerte que, ahora sí, quería ponerse en pie. La segunda, ‘Canto a la libertad’ (1975) —que dará la vuelta al mundo y se convertirá en un himno universal contra las dictaduras—, fue capital para que quien acababa de ponerse en pie, de levantarse, quisiera andar, quisiera volar, ser libre: «Habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad». La suma de estas palabras, la música de estas canciones, marcaron la topografía de un pueblo que ansiaba existir y existir en libertad.
Pero sería injusto, además de falso, tratar de reducir la vida de José Antonio Labordeta a solo dos canciones, porque él lo ha sido todo en su tierra —una tierra a veces inhóspita con los suyos, como reconocía el propio interesado, donde nunca ha sido fácil destacar y sobrevivir para contarlo— y fuera de ella. Además de cantautor (24 elepés) y escritor (26 obras publicadas entre poesía, narrativa, viajes y memorias), fue profesor de instituto (Teruel y Zaragoza), inventor de periódicos (actor activo en la puesta en marcha en 1972 de Andalán, otro de los hitos en la reinvención de Aragón); periodista, articulista, analista político, político en activo (hombre cercano al PCE en las primeras elecciones democráticas, participó en 1976 en la creación del Partido Socialista de Aragón. Fue diputado en las Cortes de Aragón y en las de Madrid de la mano de la Chunta Aragonesista, partido nacionalista y de izquierdas que ocupó el hueco dejado por el PSA cuando éste fue engullido por el PSOE); también hizo sus pinitos cinematográficos y fue presentador y conductor de programas de televisión como España en la mochila.
«Yo creo que cada uno tiene sus fantasmas y lo que hacemos es darles vueltas sin cesar», solía decir. Sus fantasmas siempre han tenido nombre y apellido y siempre cantaron con él, escribieron con él, recitaron con él, sufrieron con él, respiraron con él, vivieron con él un día tras otro de su interminable existencia: la Guerra Civil, la derrota, la posguerra, la dictadura, su hermano Miguel, la libertad y Aragón, sobre todo Aragón, donde se funden todas sus derrotas y sus contadas esperanzas.
En 2000 llega al Congreso de los Diputados. Allí permanecerá dos duras legislaturas —la segunda de Aznar con el «No a la guerra» y los atentados del 11-M y la primera de Zapatero, con los rescoldos de lo uno y de lo otro— y aprende de primera mano lo que ya intuía, que «la política es una madrastra sin entrañas». Cae en el grupo Mixto, que, según cuenta en su libro Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados, era el lugar «de los sobrantes, los mitad vaca y mitad cordero y, en las noches de luna, ciudadanos agrestes dispuestos a defender con ahínco lo que siempre creímos que era justo. Casi nunca acertábamos». Fue un diputado trabajador, siempre dispuesto a defender aquello en lo que él creía, aunque supiera de antemano que iba a fracasar en el intento. Se hizo famoso, casi sin querer, cuando mandó «¡a la mierda!» a un grupo de diputados del PP que no paraban de increparle y de interrumpirle cuando, desde la tribuna de oradores, mantenía un debate con el entonces ministro Álvarez Cascos. «¿No se puede hablar aquí o qué? Coño, a ver si no puede uno hablar aquí. ¡A la mierda, joder! Estoy hablando con el ministro y no con ustedes. ¡A la mierda!».
«Avanzamos —escribió en Banderas rotas, libro de memorias publicado en 2001— dejando en las veredas y en los caminos, en los recuerdos y en las vivencias paisajes y paisanajes que el tiempo destruye, desvirtúa, y con ellos se nos van muchas esperanzas e ilusiones». Y va un poco más allá en el mismo libro: «Somos una generación complicada, porque, cuando fuimos jóvenes, el poder nos miraba como un peligro y ahora, ya mayores, el poder nos mira como un estorbo y un problema. Creo que lo mejor que podríamos aportar a la sociedad es nuestra paulatina desaparición».
Hizo de todo y todo lo hizo bien: con un compromiso ético de hombre de izquierdas y una honestidad, dignidad e intensidad incontestables. Siempre formó parte de esa «insólita cofradía de creadores pensativos, rebeldes frente a tanta opresión y tanta mediocridad», como recordó el catedrático y amigo Eloy Fernández Clemente cuando el cantautor recibió, el 23 de marzo de 2010, el doctorado Honoris Causa por la Universidad de Zaragoza. Pero sería asimismo injusto, además de falso, no reconocer que esas dos canciones, esos dos gritos, esos dos lamentos, y lo que representaron en su momento y siguen representando, todavía ahora magnifican, aún más si cabe, la vida y la obra del zaragozano más importante del siglo XX.
«Nací en Zaragoza en el año 1935 —dejó escrito el propio Labordeta— en el seno de una familia pequeñoburguesa e ilustrada. En mi casa igual se leía a Virgilio que a Lautremont. Tuve una infancia secretuda y llena de escondites donde guardaba mis ansias de ser un hombre. No fui un buen estudiante pero sí un buen amigo de mis amigos. De mi hermano Miguel heredé el ansia de escribir y de mi hermano Manuel el de cantar. De mi padre heredé los silencios y de mi madre las desconfianzas hacia el ser humano. Escribí versos, reí con mis amigos y el franquismo me puso la cara seria hasta tal punto que, durante unos años, olvidé de reírme… Un día me puse a cantar, pero nunca me lo tomé muy en serio porque estaba convencido de que ese no era mi oficio. Oficié en Andalán con unos colegas inconscientes y seguí convencido de que lo mío era pasear por las mañanas en la Zaragoza gusanera… Ahora solo me produce intranquilidad el fax. Lo demás, a mi edad, ya casi lo tengo todo controlado, menos la vida, naturalmente«.
Fernando Baeta
Artículo publicado en Infolibre