Los servicios sociales promoviendo y protegiendo la interacción de todas las personas
El viejo contrato social de la sociedad industrial incorporaba un sistema público contributivo de protección social para los varones empleados y para las mujeres (proveedoras de cuidados y apoyos familiares y comunitarios) y las descendientes vinculadas a dichos varones. Dicho sistema ofrecía aseguramiento, básicamente con dinero, frente a riesgos que se entendían y trataban como relativamente tasados o acotados (así la enfermedad, el desempleo o la jubilación). En ese marco se asumía que la asistencia social o, después, los servicios sociales se harían cargo (en forma no contributiva) de determinadas minorías especialmente vulnerables (identificadas previamente en forma de colectivos especiales) que pudieran quedar fuera del mencionado paraguas protector y, en definitiva, excluidas del sistema social.
En buena medida por el éxito relativo de ese modelo social, accedemos a la llamada sociedad del riesgo, en la que fenómenos como la sociedad del conocimiento, la globalización económica, la crisis de los cuidados, la individualización de trayectorias, los derechos sociales o la encrucijada ecológica determinan que los procesos de exclusión social se tornen crecientemente diversos, complejos, sistémicos y virales:
- Diversos, porque se multiplican los factores o situaciones generadoras de exclusión social, que se entrecruzan entre sí.
- Complejos, porque dichas situaciones de exclusión se combinan con factores generadores de empoderamiento e inclusión, apareciendo nuevas y desconocidas trayectorias, perfiles o segmentos de población excluida y demandante de inclusión.
- Sistémicos, porque la exclusión social se revela como crecientemente estructural y no necesariamente se limita a colectivos minoritarios.
- Virales, porque la exclusión puede propagarse con rapidez y presentarse de forma inesperada en la vida de personas que se creían a salvo de ella.
En ese contexto, unos servicios sociales que quieran (de iure o de facto) perseverar en el encargo del manejo de la exclusión social se ven sometidos a tensiones irresolubles y crecientes. Como decíamos en un seminario reciente, la prevención y abordaje de la exclusión social es, por igual, responsabilidad de todos los ámbitos: una situación que se presenta como exclusión laboral puede beneficiarse de una intervención educativa; otra que emerge como aislamiento relacional puede ser abordada desde el sector de la vivienda; la que se manifiesta en el ámbito de la convivencia en el espacio público quizá requiera la atención desde el sector sanitario; aquella que aparece como carencia de recursos económicos para la subsistencia puede requerir de la protección judicial que acote y promueva la autonomía de la persona; y así sucesivamente.
Además, el desarrollo y la complejidad de nuestras sociedades impulsan con fuerza los procesos de especialización funcional de las diversas políticas públicas, en una dinámica de mejora basada en la evidencia y el conocimiento. La ciudadanía espera de las políticas públicas y servicios profesionales de la policía, la sanidad, el urbanismo o la garantía de ingresos (por citar cuatro ejemplos) que dispongan de la mejor tecnología y, en general, saber para la protección y promoción del bien público que, en cada caso, se les encomienda (respectivamente: la seguridad, la salud, el territorio o la subsistencia, por seguir con los mismos cuatro ejemplos).
En ese contexto tiene cada vez menos sentido que se espere de los servicios sociales que se ocupen (aunque fuera para colectivos minoritarios) de bienes que tienen sus propios sistemas especializados para ser gestionados (bienes como, por poner otros ejemplos, la empleabilidad o el alojamiento). Máxime cuando es cada día más evidente la necesidad de que los servicios sociales se encarguen de forma más eficaz y eficiente del bien que, a nuestro entender, les compete: la interacción humana, esa autonomía funcional interdependiente en el seno de relaciones familiares y comunitarias que nos es imprescindible.
Tal como comenta Chema Toribio (Psicólogos sin Fronteras), en las emergencias humanitarias, antes de entrar en las zonas devastadas las profesionales responsables del abastecimiento de agua, lo hacen quienes se encargan de identificar y potenciar los liderazgos, activos y redes comunitarias. Como se comprueba en los proyectos de comunidades compasivas que impulsa Silvia Librada (New Health Foundation), en el proceso de morir, tan importante es la profesional que acierta con la dosis de morfina como la que ayuda al cuidado y armonía de los apoyos familiares y activos comunitarios alrededor de la persona que va a morir. Como sabe Maite Calleja (Agintzari), impulsora de los nidos familiares, cuando en una familia traemos al mundo una nueva criatura, queremos que no se deterioren nuestros empleos e ingresos, pero todavía más queremos que ese bebé cuente con los cuidados primarios y el apego seguro que es fundamental para su vida.
Desde los servicios sociales pedimos a las compañeras y compañeros de las Haciendas y la Seguridad Social que trabajen por integrar deducciones y prestaciones en un pilar universal de garantía de ingresos. Esperamos de los servicios y políticas de vivienda que tomen como misión la garantía del derecho universal al alojamiento. Solicitamos a las responsables de las políticas activas de empleo que las orienten en mayor medida a las personas más alejadas del mercado de trabajo. Y lo hacemos porque, con honradez intelectual, reconocemos que no somos especialistas (respectivamente) ni en pobreza económica, ni en exclusión residencial, ni en situaciones de desempleo. A la vez nos comprometemos a trabajar con rigor, denuedo, creatividad e ilusión en la protección y promoción de ese bien de primera necesidad que es la interacción.
Por ello, una ley de servicios sociales, hoy y aquí, debe servir para empujar suave e intensamente nuestros servicios sociales hacia otro lugar muy diferente de aquel que ahora habitamos. Con inmenso respeto y cariño por nuestra historia, debe ayudarnos a girar poco a poco y acabar traicionando gozosamente nuestras tradiciones.
Traicionar felices la “tramitación de ayudas” para reinventarnos como profesionales del cuidado y el apoyo a la sostenibilidad de la autonomía funcional en la vida cotidiana de todas las personas en sus entornos y relaciones familiares y comunitarias deseadas. Traicionar con orgullo nuestra historia de etiquetación, segregación, control y contención de “nuestros colectivos” para posicionarnos como especialistas en el acompañamiento y la dinamización del empoderamiento de todas las personas para la construcción de proyectos vitales en el seno de relaciones primarias atravesadas por las diversidades sexuales, generacionales, culturales y funcionales.
Una ley de servicios sociales debe, sin duda, garantizar el derecho subjetivo, universal e incluyente, a un catálogo y cartera de prestaciones y servicios. Y debe estructurar un sistema público de servicios sociales de forma que los servicios sean próximos y los itinerarios amigables para las personas. Y debe instituir una gobernanza ética y participativa de dicho sistema.
A la vez debe impulsar un ecosistema de investigación, desarrollo e innovación tecnológica y social que haga del conocimiento el corazón de un sector económico, el sector de los servicios sociales, generador de valiosos retornos sociales, económicos y políticos y clave para la configuración de territorios atractivos y competitivos. Un sector en el que la Administración de los servicios sociales, legitimada por la ciudadanía, lidere y logre sinergias eficientes con iniciativas sociales, comunidades académicas y emprendimientos empresariales.
Una ley de servicios sociales, por lo demás, es determinante, en el rediseño, recalibración y reordenación de la conversación e integración entre los servicios sociales y otros sectores de actividad y políticas públicas como sanidad, educación, empleo, vivienda, garantía de ingresos, cultura o seguridad, sacando a los servicios sociales de su actual nicho transversal (que es en realidad residual).
Finalmente, hoy y aquí, una ley de servicios sociales debe servir para ilusionar y galvanizar a las personas que trabajamos en los servicios sociales, ciudadanas y ciudadanos, profesionales de diversas áreas de conocimiento, con el punto justo de madurez y ganas, capaces de contagiar compromiso con el sistema de bienestar y la ciudadanía social en los barrios y pueblos de cuyo paisaje somos ya parte indispensable.
(Remezcla de varias entradas de fantova.net preparada para el blog de la Fundación Hugo Zárate.)