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Mar de espejos para la ceguera

Un día te subes al monte y lo que ves es un paisaje rendido a la belleza. Todo es del color de la tierra. El color de la tierra es la tira de colores, no uno solo. De sus raíces sube algo que se parece a la vida para decirnos que profanarla, profanar esa vida subterránea, es como dejar sin aliento el corazón de la montaña, las turbulencias de los ríos, el alma siempre compleja de los pueblos. Otro día te subes al monte y lo que ves no es un paisaje rendido a la belleza, sino un mar de espejos que te dejan ciego cuando los miras. Escribía el poeta Rilke que el horror y la belleza van juntos, que no se pueden concebir el uno sin la otra. En Alcublas, un pequeño pueblo de la Serranía, la belleza dejará de existir si no se pone remedio con los arrebatos de la urgencia. Sin ese remedio, lo que quedaría sería sólo el horror, como si al poeta Rilke le hubieran partido por la mitad uno de sus versos inmortales.

Desde hace tiempo se habla en todas partes de la España vaciada. Menuda monserga. Lo importante no es que haya sitios vacíos, sino quién y por qué los ha ido vaciando sin contemplaciones. Manga ancha para que lleguen las excavadoras y destrocen las montañas hasta hacerlas desaparecer, hasta que la memoria de esas montañas se borre porque lo que no vemos es como si nunca hubiera existido. En la Serranía sabemos mucho de esas desapariciones, demasiado sabemos. Ahora llega el turno a lo que se llaman energías renovables. Buscar otras fuentes de energía es imprescindible. El problema es hasta qué punto y de qué hablamos cuando hablamos de esas energías. Y parece que no hay límites a la hora de sacarnos de nuestro sitio, de romper abruptamente el paisaje que fue hasta ahora ese poso moral en el que crecimos a contracorriente y casi a contratodo. Por eso la gente de Alcublas se ha rebelado contra el proyecto de convertir su tierra en un parque inacabable de placas solares. Lo leo en este periódico: esas placas ocuparán una superficie equivalente a novecientos campos de fútbol. Me pierdo cuando se habla de hectáreas. Pero se me aclaran las dimensiones de ese proyecto cuando me imagino novecientos campos de fútbol llenos de espejos que dejarán irremisiblemente ciego a un pueblo -a una comarca- porque resultará insoportable mirarse en el reflejo acristalado del horror.

Cuando surgen ese tipo de proyectos lo hacen bajo un eslogan que se repite como el estribillo de una canción: un chollo para la gente, la superación de la pobreza, la pasta gansa que irá a parar a las arcas del ayuntamiento y a las precarias economías familiares. O sea: los viejos cuentos de la lechera. La Serranía, y Alcublas es un ejemplo que conozco muy bien, ya está harta de esos «chollos». La vida aquí es la que es: sencilla, apegada a la tierra que heredamos de nuestros antepasados, a la búsqueda siempre de que los avances tecnológicos o los que sean no nos pasen de largo. Pero esos avances poco tienen que ver con la destrucción de eso que podemos llamar rural en el sentido más noble de la palabra, una palabra que se usa muchas veces con los tintes de una nostalgia engañosa, como todas las nostalgias. Los almendros de Alcublas son los de ayer y los que poco a poco se han ido añadiendo porque hay gente joven que sigue las voces de una herencia indomable. Ahora 50.000 árboles pueden ser arrancados para dejar sitio a las placas solares. Leo que la empresa que las instalaría ya ha solicitado los permisos al Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico. No sé si ya le ha sido concedido ese permiso. Lo que sé es que el pueblo entero se ha levantado contra esa instalación. Y también sé que en la Serranía tenemos una inagotable experiencia en enfrentarnos a decisiones empresariales y gubernamentales -centrales y autonómicas- con la fuerza que nos concede la razón frente a los intereses privados que se nos venden con la cínica vitola del servicio público.

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