Mi primera charla con la Sardà
Mi amigo Luis, que también fue amigo de Pau, me envió el jueves una frase que era el resumen perfecto de la semana: “Últimamente se muere gente que nunca se había muerto”. No sé si es suya o del mejor filósofo que haya habido nunca. Pero la frase cobraba estos días todo el sentido que aparenta no tener.
Les hablaría de Pau, pero lo haré otro día. Hoy, de la Sardà. Entrevistarla hace un mes y medio fue un regalo. Porque era la primera vez que lo hacía. Pronto intuí que sería la última. Y porque la Sardà me ha hecho reír mucho. Y a mí lo de reír siempre me ha fascinado.
Rosa Maria Sardà me enseñó a amar la televisión cuando la descubrí en el mítico Ahí te quiero ver de TVE. Por entonces los hogares aún no disponían de decenas de canales, ni plataformas, ni pantallas varias. Pero las familias se reunían ceremoniosamente en el sofá ante la Telefunken, la Lavis, la Thomson o, en mi caso, la Grundig en colores. La liturgia arrancaba cuando oíamos una voz en off muy grave que anunciaba: “Señoras y señores, con todos ustedes, la presentadora más excitante de la televisión mundial”. Y se nos aparecía la Sardà en lo alto de unas escaleras, cual vedette del Paral·lel, pero en lugar de boas y plumas, se presentaba agitando un látigo de clavos o arrastrando una fregona. El humor irónico y desmitificador presidía el programa ya desde la primera secuencia: esa cabecera que cada semana sorprendía con un gag cómico al lado del inolvidable Enric Pous (Honorato).
Consiguió en los ochenta algo que incluso hoy en día sigue siendo muy raro de ver en la tele: una actriz cómica capaz al mismo tiempo de interpretar gags y entrevistar en profundidad a sus invitados. Ella, perfeccionista hasta la extenuación, tenía la convicción de que su sentido del humor no se entendía. Pero su vis cómica era innegable, como demostró en esta entrevista presidida por la muerte, la enfermedad y la desolación. Y lo consiguió, a veces, con una simple onomatopeya.
–No estoy en el mejor momento de mi vida, porque a los 78 años no se está en el mejor momento de la vida. ¿A ti qué te parece?
–Yo es que no los he tenido nunca.
–Pues los tendrás, afortunadamente para ti, porque si no, la alternativa, cariño, es ¡ñac!
Y ese “ñac”, esa mínima onomatopeya, expresaba lo que tantos otros no hemos sabido explicar con mil palabras: morirse, expirar, fallecer, perecer, traspasar, estirar la pata, irse al otro barrio, pasar a mejor vida, diñarla, espicharla… todo eso lo resume la Sardà con un mero sonido: “¡Ñac!”.
–Estoy enferma. Tengo un cáncer.
–¿Llevas muchos años luchando contra ese cáncer?
–No, yo no lucho contra nada. No se lucha contra el cáncer. El cáncer es invencible. No se trata de un match a ver quién gana. El cáncer siempre gana.
–¡Siempre, siempre, no, Rosa!
–Sí, siempre.
–Me voy a resistir un poco a esa afirmación.
–Bueno, tú mismo.
Y la Sardà sonreía convencida de mi error. Uno hace el ridículo cuando intenta animar con frases vacías. Lo que tendría que haber hecho es callarme y escuchar el silencio que corresponde a una respuesta como esa y pasar a la siguiente pregunta. Ella siguió: “No nos preparan para la muerte. Hay culturas donde se prepara a la gente para morir, pero aquí no. Y no, señores, la muerte es una consecuencia de estar vivo”.
Cuando empezó el confinamiento, Isabel Coixet grabó un vídeo, que publicó El Periódico , paseando por las calles vacías de Barcelona, y utilizó la voz en off de Rosa Maria Sardà para leer este texto que ella misma había escrito y que hoy suena a epitafio.
“No tuvimos oídos más que para nosotros mismos. / Agarrotados en nuestro ego, nos perdemos algo siempre esplendoroso. / La belleza en cualquiera de sus manifestaciones me recuerda que hay que perseverar. / No todo está perdido”.
Jordi Évole
Artículo publicado en La Vanguardia