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Musulmanas en Occidente: ¿las nuevas brujas?

La racialización del sexismo se expresa en Europa a través del prohibicionismo del velo

Austria acaba de prohibir el hijab en la escuela primaria, una medida impulsada por la coalición gobernante que incluye a la extrema derecha del Partido por la Libertad (FPÖ). En concreto el texto de la ley se refiere a cualquier “ropa con influencia ideológica o religiosa asociada con el cubrimiento de la cabeza”. ¿Por qué se dan este tipo de prohibiciones?

El velo se arroja a la arena judicial y jurídica del contexto europeo en 2003 en Alemania, tras una sentencia del Tribunal Constitucional Federal que por un lado respaldó el derecho de una profesora a usarlo en su lugar de trabajo (la escuela) y al mismo tiempo abrió la posibilidad de que los Estados alemanes legislen en contra. El uso del velo ha sido hoy proscrito en los establecimientos educativos de la mitad de los Estados alemanes. En 2004,  en nombre del principio de laicidad y mediante una controvertida ley, Francia prohibió la manifestación de pertenencia a una confesión religiosa en cualquier establecimiento de enseñanza pública –incluye signos o vestidos–. En este mismo país, la pulsión prohibicionista saltó en el 2011 de los centros educativos al espacio público en general (Decreto Fillon) y en el 2016 del velo al burkini (a través de una serie de ordenanzas municipales respaldadas por Manuel Valls). Desde esas primeras legislaciones alemanas y francesas, la fiebre prohibicionista se fue contagiando al resto de Europa: a Holanda, Bélgica, Dinamarca y Austria. En marzo de 2017, la propia Corte Europea de Justicia avaló el derecho de las empresas a vetar el uso de símbolos religiosos visibles a sus empleados.

Las dos primeras décadas del siglo XXI reflejan, por lo tanto, una tendencia europea al prohibicionismo en relación al modo de vestir de las mujeres y a legislar, en consecuencia, sobre nuestros cuerpos. Pero no hablamos de todas las mujeres ni de todos los cuerpos, sino, en especial, de las mujeres musulmanas y de sus cuerpos racializados.

Si miramos al pasado, la mujer construida histórica y culturalmente por el sistema de género patriarcal ha sido cosificada entre dos estereotipos opuestos: la mala –la puta, la bruja, la no madre o mala madre, la lesbiana, la feminista– y la buena mujer –la decente, la madre y esposa ejemplar, la sumisa–. Para trazar una línea discriminatoria entre ambas posiciones, una frontera tan funcional a la división sexual del trabajo como a la separación entre las propias mujeres (y de cada mujer consigo misma), el artículo 40 de las leyes mesoasirias –siglos XV a XI a J.C.– impuso el uso del velo a las “respetables” (casadas, hijas solteras y concubinas) y lo prohibió, bajo crueles castigos en caso de infracción de la norma, a las “no respetables” (putas del templo, rameras y esclavas).

Los primeros Estados arcaicos impusieron el velo a sangre y fuego. Los Estados europeos “modernos” lo prohíben en la actualidad de forma cada vez más dura y en cada vez más esferas de la vida. 3.500 años después, la ley del velo sigue siendo una herramienta empleada por el Estado para legislar sobre el cuerpo de las mujeres y, en el caso de los Estados occidentales, el vehículo perfecto para estigmatizar culturalmente, subalternizar políticamente y explotar económicamente a las mujeres de religión y/o cultura musulmana.

En los países europeos, las mujeres que manifiestan visiblemente un origen no occidental o una profesión religiosa adscrita al islam, esto es, las que visten velo, nihab o burqa han sido estigmatizadas a la vez como víctimas y como enemigas. El velo musulmán parece difuminar la vieja frontera entre la buena y la mala mujer y tras el mismo, dejan simplemente de ser persona para transformarse en el estereotipo más conveniente para la ocasión: las mujeres musulmanas veladas pierden su singularidad y se ven obligadas a demostrar si son amenaza terrorista, víctimas redimibles o ambas cosas a la vez.

Son las nuevas brujas. Sospechosas de terrorismo de entrada por pertenecer a un marco cultural (el islam) que la cultura occidental ha decidido caricaturizar como inmutable. Según este estereotipo, el islam sería una cultura completamente refractaria a su transformación y las personas de cultura musulmana no tendrían por su parte ninguna capacidad de agencia en la redefinición de su marco cultural. Reacios y reacias, en consecuencia, a cualquier tipo de avance emancipador, contrarios a defender, por ejemplo, los derechos de las mujeres.

En esta semántica islamófoba, las mujeres musulmanas son leídas como terroristas en potencia en la medida que, como madres (su rol por antonomasia) pueden reproducir en sus vástagos y sostener en sus comunidades los valores trasnochados y peligrosos de su cultura. Son potenciales terroristas y educadoras de terroristas. Pero también son mujeres subyugadas, incapaces de salir por sí mismas de la relación de dominio patriarcal. Si existe una figura paradigmática de este paradójico patrón que aúna a la buena y la mala mujer en un solo cuerpo esta es Shamina Begum, la joven británica que se unió al Estado Islámico.

Para evitar ambas sospechas, a las mujeres musulmanas no les quedaría más remedio que desvelarse.

La subalternización de las mujeres musulmanas

No es sencillo librarse de las constricciones del marco islamófobo de análisis de los discursos políticos y mediáticos. Muchas personas podrían pensar que una mujer racializada con la melena al viento, el ombligo al aire y los vaqueros ceñidos es la imagen por excelencia de “la” mujer liberada. A este prejuicio responden, por ejemplo, los expertos en comunicación del Frente Nacional cuando proponen en 2007 precisamente esa imagen de la beurrette emancipée (mujer “liberada” de origen árabe) en su campaña electoral. Así lo cree igualmente Fadela Amara, francesa de origen argelino y fundadora del movimiento francés Ni putas ni sumisas, que fue secretaria de Estado en tiempos de Fillon y recibió el Premio de la Laicidad francés en el año 2003. Su recorrido político ilustra de forma muy paradigmática la posición de subalternidad en la que parte del feminismo occidental coloca a las mujeres de orígenes no occidentales.

Así lo explica Ángeles Ramírez con argumentos difíciles de rebatir en un artículo donde describe cómo, en su lucha por mejorar la vida de las mujeres de los barrios de periferia (cités) de las ciudades francesas, Amara pasó de pensar las violencias sexistas sufridas como un “problema de desestructuración social por el olvido de los barrios” a interpretarlas como un producto del islam, esto es, “esencializando la cultura musulmana para explicar los problemas sociales”. Este “olvido” de las condiciones materiales de existencia de los habitantes de las banliues (caracterizados, en la actualidad, por una composición fuertemente racializada), parece arrastrar otro cambio de posicionamiento de la activista: esta, que en un primer momento se opuso a las prohibiciones normativas por sus consecuencias estigmatizadoras, pasó después a legitimarlas y a secundar sin fisuras la aprobación de la Ley prohibicionista francesa de 2004, antes citada.

Para muchos, Fadela Amara representa la posibilidad de toda mujer de origen árabe y cultura musulmana de liberarse de las opresiones patriarcales. Para otras, Amara solo ha abanderado, por desgracia, el imperativo de subalternidad a la que la cultura occidental pretende someter a la heterogeneidad, cada vez mayor, de las poblaciones europeas.

De la subalternización cultural a la explotación económica

No existe, en un mundo que ha convertido en sinónimos economía y economía neoliberal (o globalización capitalista) subalternización cultural libre de intereses de acumulación de beneficio, de objetivos de explotación. Como escribimos recientemente en este mismo medio, en “el caso de las mujeres musulmanas en Europa, su posición subordinada en el mercado laboral sirve para cerrar en falso la crisis de cuidados a la que asistimos desde la década de 1980”. Traducido al affaire europeo del velo esto significa que para confiar en “ellas” como cuidadoras de “nuestras” familias, limpiadoras de “nuestras” casas y ciudadanas en pie de igualdad en “nuestras” sociedades occidentales, las mujeres de religión y cultura musulmanas habrían de (des)velar, de entrada, sus cabezas y cuerpos como prueba de asimilación a la cultura occidental. En otras palabras: para “integrarse”, las mujeres inmigrantes y racializadas pobres habrían de buscarse el pan en los nichos reservados para ellas: esto es, el sector feminizado, mal pagado y poco valorado del trabajo doméstico y de cuidados. Pero antes de “liberarse” a través de este camino impuesto por los intereses de las economías europeas, deberían cumplir una condición sine qua non: quitarse “libremente” el pañuelo.

En la cuestión del velo y la emancipación de las mujeres, con las gafas islamófobas y eurocéntricas solo habría una forma de entender la relación de dominio patriarcal y únicamente una manera de combatirla: las violencias sexistas se limitarían a los pueblos de cultura no occidental y a sus comunidades residentes en los países europeos. Esto se llama racialización del sexismo.

Con las gafas de un feminismo radicalmente antirracista, la hermenéutica de las posibilidades de transformación de la realidad es totalmente distinta. Su receta infalible, pero siempre difícil de aplicar, exige no imponer la mirada propia y obligatoriamente sesgada a ninguna experiencia de transformación común. Porque una relación de dominio nunca se expresa unívocamente (tampoco la de género) y ningún camino hacia la autonomía es mejor que los demás (tampoco en las apuestas de emancipación feministas).

Marisa Pérez Colina
Artículo publicado en Ctxt

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