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Necesitamos un socialismo de oportunidades y una aristocracia del mérito

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Aprenderse de memoria la lista de los reyes godos puede ser un indicador de nuestra inteligencia, pero no de nuestro talento. ¿De qué nos sirve, acaso, acumular conocimientos si no sabemos aplicarlos a la vida? Sobre ello reflexiona el filósofo José Antonio Marina en su último libro, ‘Objetivo: generar talento. Cómo poner en acción la inteligencia’.

¿El inteligente nace o se hace?

La inteligencia, como competencia, es innata, pero el desarrollo y el buen uso de ella, a lo que llamamos talento, es aprendido. La inteligencia puede ser estupenda al nacer y quedarse inútil si no se recibe educación de vida. El talento es, pues, la inteligencia triunfante.

Hay quien confunde el talento o la inteligencia con la mera acumulación de conocimiento.

Es un error. El conocimiento puede ser inerte, que no sepas qué hacer con él. El talento aparece en el uso que hagas de ese conocimiento. Has aprendido destrezas para usar esos conocimientos. En el fondo, nuestra inteligencia es la suma de biología más memoria. La memoria es lo que aprendemos: datos, hechos, operaciones, conceptos, actividades… Puede que sepas mucho de todas las cosas pero no sepas qué hacer con ellas. La memoria es el órgano del aprendizaje, está presente en todos los actos que hemos aprendido. Aprendemos a inventar, a pensar. Siempre que aparece la palabra aprender, por debajo está la memoria. En último término, es la capacidad que tiene el cerebro de cambiar de acuerdo con la experiencia; su plasticidad. La fuente de todo.

¿Sirve de algo aprender de memoria, repetir como un papagayo?

La confección injusta de la memoria es lo único que hace repetir. Recuerdo que escribí un estudio sobre la memoria creadora. La memoria repite en unos casos e inventa en otros. Un cardiólogo, cuando ausculta, está recibiendo el mismo estímulo auditivo que todo el mundo. Pero gracias a la memoria, sabe interpretarlo. La memoria hace implícitos aquellos recuerdos y habilidades que están ahí, funcionando, pero que somos incapaces de evocar: miedos, simpatía, experiencias que habíamos olvidado. Uno de los trucos que tiene el cerebro para ampliar su capacidad es automatizar comportamientos. Muchas veces, sobre todo los niños, pueden aprender cosas para toda la vida. En el caso de los miedos esto es muy claro; no están justificados.

En tu último libro insistes en que el entorno es el factor que puede bloquear el talento o, por el contrario, desarrollarlo. ¿En qué sentido? ¿Te refieres al entorno social? ¿Al físico?

La inteligencia personal, la que tenemos cada uno de nosotros −que es un fenómeno real, porque nadie desarrolla su inteligencia de una manera aislada−, bloquea o estimula. El entorno es más potente de lo que creíamos. Determina las capacidades, nos constituye. La epigenética nos dice que, aunque todos nacemos con un genoma determinado, no todos los genes se expresan; que se activen o no se activen depende del entorno.

Dices que la historia de España ha sido tan convulsa por falta de talento político. ¿Tienes esperanza en esos partidos que abanderan la «nueva política»?

No lo sé, porque la inteligencia política tiene que ser la capacidad de seleccionar bien los problemas, elegir bien las metas, gestionar las emociones y soportar el fracaso. Y no veo que haya esa capacidad de captar la complejidad de los temas. Veo posturas muy simplificadoras, pero que, cuando se enfrentan con la realidad para una tarea de gobierno, no funcionan. Deberían tener la capacidad de resolver problemas, de pensar con los demás, de negociar. Ese compromiso no significa, como se suele interpretar, una entrega o un fracaso. Con intereses legítimos opuestos, habrá que negociar. Eso exige humildad, atender a los argumentos, cierta calma, respeto, no descalificación. Pensar que la pluralidad de opiniones es un obstáculo, y no parte de la dialéctica, es una idea un poco dictatorial.

¿No ha sido precisamente la política o, más bien, las ideologías, el gran lastre del sistema educativo español?

El sistema educativo español está ideologizado desde finales del siglo XIX. Desde que se reinstaura la Monarquía. Esta es bastante conciliadora en muchos temas, salvo en la educación, de la que se encarga la Iglesia. Eso suscita la separación de la universidad; la Institución Libre de Enseñanza surge como protesta, en defensa de la libertad de cátedra. La República sigue un modelo educativo de escuela única, laica y gratuita. Cuando viene el franquismo, se encomienda de nuevo el control y supervisión de la educación a la Iglesia, con la idea de que el Estado tiene una posición subsidiaria. A partir del año 70 cambian las cosas, el Estado adopta competencias educativas importantes. También se produce cuando se firma la Constitución. Luego, mediante leyes ordinarias, se introducirá el modelo educativo más conservador o más socialista. Es disparatado, muy maniqueo.

Y nos lleva a ese enfrentamiento de los buenos y los malos, esa manía tan española.

La preocupación por la calidad siempre se ha atribuido a los conservadores y la equidad a la izquierda. Necesitamos una escuela con el suficiente talento como para atender a esas dos necesidades: calidad y equidad. Se tiende a intensificar más el papel de uno y el papel del otro. Se enrocan en su postura. Necesitamos desmontar esas máscaras de malos y buenos. Ser capaces de integrar. Desmontar todas las rigideces que se han ido configurando y que muchas veces no son más que mecanismos de autodefensa y de ataque. Lo que importa es el derecho de nuestros niños a estar bien educados.

El término «excelencia» es considerado como excluyente por gran parte de la opinión pública, que lo vincula a la desigualdad de oportunidades.

Debemos ir a una postura más matizada. No puede ser que el concepto de excelencia sea de derechas y el de igualdad, de izquierdas. Convirtiendo en un esperpento ambas posturas. Necesitamos ir a un socialismo de oportunidades y a una aristocracia del mérito. Al menos el 50% de los resultados en la escuela dependen de la situación socioeconómica de los alumnos. Si queremos mejorar la escuela, también debemos mejorar los entornos socioeconómicos. Según avance la enseñanza, empezará a ser sustituida esa necesidad de paliar necesidades, y se irá teniendo más en consideración el mérito de los alumnos.

¿Esto es aplicable a la universidad?

En mi opinión, durante los dos primeros años de universidad, hay que dar todas las becas que podamos, para facilitar el acceso a las mismas oportunidades a esas personas que no comprenden muy bien los estudios o que tienen dificultades. Pero a partir del tercer año, después de esos dos primeros de aclimatación, debemos ser exigentes con las becas, por ejemplo, con una persona que no apruebe. Aunque más vale ser garantistas que no cometer injusticias.

Laura Zamarriego.
Artículo publicado en Ethic.

 

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