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Nubes – Por Irene Vallejo

Tomo asiento en una sillita verde de dos palmos y descubro que, desde esa altura, la perspectiva cambia. En el aula donde tendrá lugar la reunión, padres y madres parecemos personajes huidos de Alicia en el país de las maravillas, tras haber comido un pedazo de pastel que nos provoca un crecimiento desproporcionado. Desde la humildad del asiento bajo y la postura ridícula, alzo los ojos hacia la sonrisa de giganta dulce de la maestra de mi hijo. Vuelvo a mi infancia; recupero imágenes nítidas de la luz que bañaba mi colegio, los palotes en el cuaderno, las canciones, las rimas y el perfil pecoso de un niño pelirrojo llamado René. Sentada en la silla verde miro de nuevo la escuela como la veía en la niñez: un teatro fascinante del juego y la palabra. Lee más: ‘El gran cuento de los osos’: una esplendorosa épica animadaDante Alighieri: la puerta del medioevo al Renacimiento.

La escuela siempre ha sido un escenario de debate social. Hace 2 mil 500 años, Aristófanes estrenó ante el público ateniense su comedia más famosa, Las nubes, donde caricaturizaba a Sócrates y la pedagogía innovadora de la época. Aristófanes, como buen conservador, se preocupaba por la decadencia de la enseñanza, y en algunas escenas parece anticipar nuestras guerras culturales del presente. Su discurso en Las nubes añora los buenos tiempos pasados, cuando los niños eran disciplinados, obedientes y respetuosos con sus mayores. “Por norma no se oía nada, ni un gruñido infantil, y todos caminaban por la calle guardando la compostura. Si uno de ellos hacía una payasada, le daban una tunda”. La didáctica de los palos era insuperable; en cambio, los métodos permisivos de la nueva educación convertían a los jóvenes en una panda de chicos pelilargos, flojos, charlatanes, liantes e inmunes a la voz de la autoridad. Al final de la comedia, un padre desatado decide zanjar el conflicto por la vía pirómana, y prende fuego al Pensadero, la escuela donde Sócrates impartía sus peligrosas enseñanzas. Sucede, y ahora hablamos de la realidad, que el filósofo sería condenado años después a beber una dosis letal de cicuta por corromper a la juventud con ideas nocivas.

La paradoja es que Sócrates y los corrompidos discípulos que continuaron su labor —unos tales Platón y Aristóteles, entre otros— son hoy recordados como una generación dorada. Ya no hay maestros como ellos, suspiran los elegíacos. Se diría que la educación está siempre degenerando. Los padres, en perpetuo estado de alarma y premonición de catástrofes, reincidimos en la ridícula costumbre de enseñar a los profesores cómo cumplir su tarea. Aunque el apocalipsis suele faltar a la cita, los profetas del fin del mundo no parecen perder un ápice de credibilidad. Y mientras discutimos sobre el declive de la enseñanza, olvidamos reivindicar la labor y el saber hacer de los maestros. Ya los agoreros antiguos, encantados con sus cataclismos, se desentendieron de minucias como reclamar mejoras y medios para esta profesión humilde, típica de quienes caían en desgracia y exiliados. “O se ha muerto o es maestro en alguna parte”, dice un personaje de comedia sobre alguien de quien no se tienen noticias. “Tuvo un oscuro comienzo”, escribe Tácito a propósito de un hombre que dio clase en su juventud.

Nieta como soy de maestros, me pregunto por qué no hablamos más a menudo de confianza y gratitud. Son profesionales con una misión exigente y visionaria: la escuela es el lugar donde primero edificamos el futuro, un espacio de crecimiento íntimo y colectivo. La figura de Sócrates ofrece uno de los ejemplos más antiguos del ascensor social en funcionamiento. Descendía de una familia humilde y cuentan que era el tipo más feo que merodeaba por Atenas. La fealdad no es un dato anecdótico: los griegos estaban tan obsesionados como nosotros por la belleza física. Llama la atención que aquel hombre de túnica raída, malcarado y sin pedigrí aristocrático, dejase una huella imborrable. Su historia de ascenso se truncó cuando lo procesaron, convirtiéndole en uno de los primeros maestros perseguidos de la historia. Él, que tal vez sonrió ante su caricatura en el teatro, sabía que la educación no es un juego: es lo que siempre está en juego.

Irene Vallejo
Publicado en Milenio

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