¿Por qué no voy a votar?
Por supuesto que voy a votar; con menos entusiasmo pero con más decisión, con más convicción y más responsabilidad que nunca. He dado este título al artículo con la esperanza de que algún descarriado -y no los convencidos de siempre- me lean. Daré un rodeo, más bien, para explicar por qué sí voy a votar; y por qué, al mismo tiempo, el 23J ya no puede ser, ni siquiera en el mejor de los casos, «la fiesta de la democracia».
Me preocupa la naturalidad con que se habla de «cambio de ciclo», un concepto casi biológico que presupone dos ideas: una fatalista y la otra optimista. La primera implica que el cambio -en este caso hacia la derecha- es tan inevitable como las mareas o la ley de la gravedad; no podemos hacer nada contra él; se impondrá al margen de nuestra voluntad y contra toda nuestra resistencia, al igual que un fenómeno meteorológico, sin obstáculos y sin responsabilidad. La segunda idea, asociada a la anterior, revela un inesperado optimismo, pues el concepto de «cambio de ciclo», junto al fatalismo del proceso, genera la ilusión de que, de la misma manera que llega de forma inevitable, el mal acabará pasando y en el borbotón sucesivo volverán los buenos a gobernar.
El problema del «ciclo» no es solamente que inscribe en la naturaleza, y no en la política, los acontecimientos históricos sino que acepta un sustrato de estabilidad como estructura vertebral del mundo: los cambios se producen en un lecho sustancial que permanece inalterable por debajo de los avatares y los accidentes: la marea sube y baja, pero el mar sigue ahí. Un ciclo de paz, un ciclo de guerra y la vida continúa, como decía cínicamente Aznar la víspera de la invasión de Irak: «Había vida en Irak antes de la invasión y seguirá habiendo vida después de ella». Viene un ciclo de izquierdas y luego un ciclo de derechas, pero la democracia se mantiene inmutable. Cuidado: si en algo se parece la situación actual al período de entreguerras del siglo pasado no es en el regreso de las mismas fuerzas y las mismas polarizaciones. Hoy no hay, por ejemplo, una revolución comunista enfrentada a una revolución fascista en un contexto todavía «neolítico». Hoy no hay más que una revolución, la neoliberal, cada vez más incompatible con la democracia, y cuya legitimación populista se ha confiado a fuerzas reaccionarias que pretenden conciliar en la cabeza de los ciudadanos el consumo libérrimo, el desgaste climático y el individualismo tecnológico con la tradición y la seguridad.
En algo se parecen, sin embargo, los dos períodos. Lo que hizo posible ambas situaciones de peligro fue la ilusión cotidiana de permanencia y renovación. Quiero decir que en 1933 nadie pensó que el nazismo era el «nazismo», ese símbolo del mal radical: Hitler era la legítima opción política de una clase media enfadada que ni preveía ni quería el Holocausto. Era un «ciclo» nuevo volcado hacia la derecha que también la izquierda asumió como provisional y casi anecdótico, según nos recuerda, por ejemplo, la filósofa Simone Weil. Impresiona mucho pensar que desde el 15M han pasado solo trece años. Pues bien, impresiona aún más pensar que Hitler estuvo un año menos en el poder -solo doce, de 1933 a 1945- y que en ese breve tiempo, antes de que cambiara el «ciclo», Europa estuvo a punto de desaparecer. No es fácil medir desde el cuerpo, bajo el sol, mientras el metro circula y las terrazas se mantienen abiertas las consecuencias de un «cambio de ciclo». Todo es enteramente «normal» la víspera del «paso al acto». Es lo que Jay Gould llama «la gran asimetría»: la desproporción que existe entre la acumulación de gestos pequeños que sostienen el mundo -y de derechos trabajosamente adquiridos- y el zarpazo fulminante que en un minuto los derriba. Siempre puede más un solo Hitler que un millón de Robin Hoods.
Nos creemos libres en el mundo y solo nos sentimos atrapados en la historia, de repente, cuando es demasiado tarde para evitar la catástrofe. Es esta ilusión de «normalidad», antropológicamente banal y hasta saludable, la que nos debería llevar a rebelarnos contra el fatalismo del «ciclo». Puesto que no podemos medir las consecuencias de la «gran asimetría» no deberíamos confiar ni en la estabilidad sustancial ni en el retorno de la normalidad. No se trata, me temo, de un «ciclo» electoral; se trata de un cambio de época y, si se me apura, de mundo. Antes del 23J, antes del 28M, las cosas habían cambiado ya; llevábamos mucho tiempo aceptando con mansedumbre toda una serie de retrocesos que, a los ojos de muchos ciudadanos, se han vivido, sin embargo, sin dramatismo y casi como adquisiciones reparadoras o revanchas históricas. No es un fenómeno español. Al contrario. A España llega con un poco de retraso, en la onda remota iniciada en otros sitios con mucha antelación. Pensemos, por ejemplo, en Brasil y EEUU, donde Bolsonaro y Trump fueron derrotados pero cuyas democracias han quedado desnudas y temblorosas. Pero pensemos, naturalmente, en la propia Europa: en Polonia, Hungría, Italia, ahora Finlandia. No es un «ciclo». Es algo, al mismo tiempo, menos inexorable y más profundo.
Podemos hablar con Michael Sandel de un «descontento de la democracia», pero esta expresión es casi una lítote. Habría que hablar más radicalmente de cansancio de la democracia o, aún más, de odio a la democracia en un contexto neoliberal y, si se quiere, como respuesta a un contexto neoliberal. Se produce, sí, a escala global, pero en cada país adquiere su propia coloración o «estilo» nacional. En España, este cansancio pivota en torno a tres polos que la ultraderecha ha sabido explotar -y alimentar- con inescrupuloso tino, a través de medios de comunicación afines.
Me refiero a dos acontecimientos recientes y a un problema histórico de fondo: la derrota de la izquierda transformadora que había ilusionado a la mitad del país, el retroceso del feminismo que había conquistado la hegemonía y -pecado original de nuestra historia- la cuestión territorial, nunca resuelta y que la derecha activa a su favor contra la democracia.
Una mujer a la que conozco y quiero desde mi infancia, que siempre ha votado a IU y a la que convencí el otro día de que no podía abstenerse, me expresaba su «cansancio de la izquierda», cansancio que entre sus vecinos del barrio del Pilar, donde ella vive, alcanza -me decía- cotas de una visceralidad sideral. A mi pregunta de por qué un barrio de trabajadores había votado al PP y podía votar eventualmente a Vox, me respondía del modo más lúcido y sintético: ellos quieren ser ricos y la izquierda les pide sobriedad y solidaridad; quieren divertirse y la izquierda les aburre; llegan cansados del trabajo y la izquierda les regaña, les pide un esfuerzo feminista o ecologista o antropológico. Mi amiga explica a su manera que se ha producido una ruptura total entre una izquierda elitista muy puritana y una clase trabajadora formateada por el deseo neoliberal a la que le importa mucho más la seguridad que el voto y que está dispuesta a votar, por tanto, contra la democracia: ETA y los okupas presiden buena parte del horizonte mental de personas normalmente buenas que siguen regalando una cebolla a sus vecinos, prestándose a cuidar a sus hijos y visitándolos en el hospital cuando se ponen enfermos.
El PP y Vox, apoyándose en sus medios de comunicación, han convertido ese cansancio en odio. Para la mitad de la población, la izquierda, en efecto, no es ya una opción política equivocada, pero legítima. Es el otro, el mal, la anti-España que creíamos haber dejado atrás y que moviliza en negativo a miles de españoles, hombres y mujeres, los cuales consideran de pronto mucho más material esta emoción agresiva (contra los progres, las feministas, los ecologistas, los independentistas) que las medidas tomadas por el Gobierno para proteger a los ciudadanos. Alguien podría aducir que la izquierda ha perdido votos porque no ha ido lo bastante lejos en sus políticas sociales y económicas. No estoy seguro. Una política más valiente, absolutamente necesaria, podría haber arrancado votos en otro sitio (en el abstencionismo endémico, por ejemplo, muy connotado en términos de clase) pero más que el puñado de votos en disputa, siempre el mismo, importa su repentina coloración emocional. No es un ciclo; es un temperamento. Y un temperamento es mucho más material que un salario. Allí donde el odio se convierte en la mayor fuente de satisfacción, de nada sirven las medidas ni los datos ni los discursos. Ese es el marco antropológico del deseo neoliberal: consumo y odio. Odio y consumo. El pasado 28M vimos el poder avasallador que tiene ese matrimonio en una ciudad como Madrid.
Así que el neoliberalismo y la derecha llevan en campaña muchos años; una campaña exitosa que hoy da sus frutos, no como cambio de ciclo sino como cambio de atmósfera. Ahora Sumar tiene que hacer la suya -su campaña- en pocos días y a remolque, sin esperanza de neutralizar y revertir el odio (cosa imposible) pero tratando de rebañar algunos votos entre los prófugos desencantados a fin de impedir que esa atmósfera, en forma de Gobierno, derogue y promulgue leyes contra la democracia. Una vez más hay que ir a la carrera, con todos los peligros a medio plazo que eso entraña. En 2014 había que darse prisa para aprovechar «la ventana de oportunidad»; en 2023 para cerrársela a la ultraderecha. No es fácil generar así un proyecto republicano y federal potencialmente transformador. Confiemos en que Sumar sobreviva tanto a una victoria como a una derrota electoral. Entre tanto, con menos ilusión que nunca, con más necesidad que jamás, todos debemos movilizarnos, a la escala de nuestras vidas y en la medida de nuestras fuerzas, para obtener una pequeña tregua o un aplazamiento el 23J. Es importante para España y para Europa. El ciclo hay que pararlo; luego habrá que pensar cómo cambiamos la atmósfera. Nunca votar será menos una fiesta, pero nunca habrá más motivos para celebrar una si logramos impedir en las urnas que el odio meta también el otro pie en nuestras instituciones.
Santiago Alba Rico
Publicado en Público