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Recoger el guante

En marzo, cuando la situación empeoró en Italia, telefoneé a mis amigos Alessandro y Domenica que residen en Lombardía. Durante la conversación me contaron cómo vivían el confinamiento y me aconsejaron que me procurara una mascarilla con filtro, medicamentos antipiréticos como paracetamol y desinfectante para las manos y los objetos a base de alcohol de cloro. Al poco la virulencia del virus alcanzó a España y otros países de Europa. Luego, como si se tratara de piezas de dominó dispuestas en vertical unas detrás de otras, fueron cayendo los otros países del mundo. Para entonces ya era obvio que se trataba de una pandemia y que la crisis de la COVID-19 no guardaba parecido con la del ébola o de la fiebre aviar. En esta ocasión el virus se propagaba mundialmente a nivel exponencial y casi nadie contaba con defensas para hacerle frente. La sensación de vulnerabilidad e inseguridad global crecía mientras la plaga se extendía a todos los continentes sin respetar clases sociales ni sexo ni etnias. Puede decirse que en estos momentos ya hay suficiente consenso para declarar que se trata de una situación dramática que nos ha sobrevenido de la noche a la mañana. Sin embargo, no es algo que nos venga de nuevo, máxime cuando era patente una crisis humanitaria y ecológica planetaria causada por las tecnologías biocidas y genocidas de un capitalismo financiero desaprensivo. Muchas voces antes de ahora advirtieron del peligro. Entre tantas, me viene a la memoria que hace exactamente diez años el filósofo Eduardo Subirats, en «Filosofía y tiempo final», ya señalaba la urgencia de desactivar este proceso civilizatorio irracional al que él mismo daba el nombre de «catástrofe globalmente anunciada».

Desde luego el punto al que se ha llegado da mucho en qué pensar. Esta crisis nos ha puesto delante de una realidad distópica que solo acostumbrábamos a leer o ver en novelas o películas de ficción. En general nos resistíamos a creer que llegaríamos a vivir tan de cerca algo que podría hacernos temer por la propia vida, la de nuestra familia y la de nuestras amistades. De ahí que esta crisis asuma un doble desafío. El primero a nivel sanitario combatiendo el virus con la vacuna y el segundo, a nivel sistémico exigiendo un cambio de paradigma social. Ambos casos son determinantes y no hay que descuidarlos. Aun así, hay que insistir sobre todo en lo que vendrá después y en cómo reaccionaremos cuando el virus haya sido controlado, no sea que para salir de esta situación tan difícil en vez de rectificar nos metamos en mayores problemas y en lugar de salir a flote sigamos avanzando en la misma dirección que ha ocasionado este desastre. Por eso creo que, para no cometer el error de una huida hacia adelante, habría que aplicarse en recoger el guante y aceptar el reto de repensarnos como humanidad que navega en el mismo barco.

En ese sentido cabe apelar a la solidaridad y responsabilidad colectiva pero no de manera momentánea sino para instaurar un orden mundial que la tenga en cuenta en sus fines. Por eso mismo es tan importante educar en el sentimiento de responsabilidad que consiste en tener habilidad para saber responder de nuestro comportamiento, dando cuenta de lo que hacemos y de lo que se hace a los demás. Ese es el sentimiento cívico por excelencia y más que un principio o una idea, ha de ser sobre todo una actitud que puede ser educable mediante el hábito y la costumbre. Ciertamente a estos tiempos tan excepcionales, en los que o atinamos o no habrá otra oportunidad, les conviene una ética cosmopolita que pueda ser aplicada en el día a día. Una ética de las virtudes que nos enseñe a pararnos para reflexionar como sucede cuando se juega al ajedrez. De hecho, este juego es un buen ejemplo para mostrarnos que no hay que ser como los peones que avanzan siempre hacia adelante y no pueden retroceder ni cambiar de dirección. Mucho mejor si tratamos de ser como las otras piezas (torres, caballos, alfiles, rey y reina) que sí pueden variar su trayectoria y replantearse cambiar de dirección sin arrasar todo lo que se encuentre por el camino.

En mi opinión, el coranovirus está jugando con la humanidad una partida de ajedrez en la que hay que evitar un jaque mate que tendrá consecuencias sociales y económicas impredecibles. Ante este escenario que afecta al mundo entero se aceptan todo tipo de apuestas. Optimistas y pesimistas se reparten el debate filosófico, pero siempre coinciden en dejar claro que ganar de cualquier manera y a cualquier costa servirá de poco y será solo un apaño que no nos sacará del problema. En esa línea, tanto Jürgen Habermas como Slavoj Zizek, entre otros más, apelan a economistas, sociólogos y políticos para que den la oportunidad a una nueva idea de vida en común donde prevalezca la solidaridad y la cooperación global. En esencia, reclaman la necesidad de examinar este tipo de comunidad consensuada a nivel planetario que reduce la existencia humana a consumir y que para expandirse ha impulsado todo tipo de violencias y guerras coloniales.

Se anuncia en definitiva que estamos ante una nueva época donde el principio de ganancia y rentabilidad inmediata del capitalismo habrá de dejar paso al principio ético de defensa de la vida en condiciones de dignidad e igualdad. Por este motivo ahora que, dadas las circunstancias, se habla con insistencia de un cambio de valores y de objetivos con los que afrontar esta crisis sistémica que afecta a toda la humanidad, no puedo dejar de recordar a tres filósofas que en el siglo pasado ya dieron la voz de alerta. Me refiero a María Zambrano, Hannah Arendt y Simone Weil. La casualidad ha querido que, en estos tiempos de confinamiento, tuviera que releerlas para redactar un texto crítico que acompañará el catálogo de la próxima exposición que la artista Mery Sales inaugurará en breve y donde, gracias a sus grandes dotes técnicas para la pintura, ha sabido trasladar en imágenes el pensamiento de estas tres mujeres. En realidad, estas filósofas tienen mucho que decirnos en este momento histórico preciso por el que estamos pasando. Ellas mismas vivieron en primera persona los horrores y las consecuencias de una contienda sangrienta a nivel civil y mundial. Y aún con los matices que las diferencian, puede decirse que las tres aspiraron a una ética que nos ayudase a ser personas, apelando a la responsabilidad no como un imperativo moral íntimo y subjetivo sino como un concepto político que solo puede entenderse en el ámbito de lo público.

La sanidad, la vivienda, la educación, la renta básica universal han de estar en la agenda política próxima. No cabe otra que repensar lo político haciéndose las preguntas que en la contemporaneidad han sido evitadas con indiferencia sobre la responsabilidad y la culpabilidad, sobre las bolsas de pobreza, sobre el precariado, sobre la figura del refugiado o del paria. Es preciso, como defendió Arendt, tener la valentía de juzgar y pensar por reflexión. Estamos necesitados de ese juicio reflexivo que, a diferencia del juicio de la ciencia o del conocimiento, requiere de una gran imaginación social y de un corazón comprensivo con el que ponernos empáticamente en lugar del otro. No se nos puede olvidar que vivimos en un mundo común compartido a nivel global. No podemos darnos la vuelta y decir que esto no va conmigo o no va con nosotros. Estamos todos bajo el mismo cielo por mucho que les cueste reconocer a algunos políticos y al Fondo Monetario Internacional. Ese es el reto que hay que asumir si decidimos recoger el guante porque o jugamos bien la partida o esta vez el jaque mate será de forma unánime letal.

Amparo Zacarés
Artículo publicado en Levante.emv

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