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Siempre les quedará Paris

Érase una vez un pueblo lleno de luz y naranjos. Sus habitantes de todas las edades sabían cuándo llegaba cada estación. La primavera, por el olor del azahar y los primeros insectos. El verano, por el aroma del jazminero y del galán de noche y por el zumbido de las abejas. El verano, por la lluvia dorada de las avispas, que fabricaban sus nidos en las persianas alicantinas de las masías y los dulces higos. El otoño, por la uva del emparrado que había empezado a madurar y que, tentadora, se ofrecía a que alargásemos los dedos para endulzarnos la boca con algún grano y las mandarinas brillantes. El invierno, por la floración de los almendros.

En ese pueblo lleno de luz que era el mío, la lluvia asomaba el hocico con alguna tormenta a finales de agosto, se arriesgaba un poco más en septiembre y se hacía pertinaz en un par de semanas de octubre. Y, si iba muy preñada, las primeras de noviembre.

Por aquel entonces, yo vivía en Barcelona y mi padre se empeñaba en bajar todos los años a Carcaixent por las fiestas patronales, que empezaban el 12 de octubre y terminaban unos diez días más tarde. Mi madre rezongaba siempre, porque no había festejo que no pasase por agua y toda la chiquillería terminábamos totalmente empapados y felices.

Al final de las fiestas, cada año, mi madre terminaba diciéndole a la suya en un creciente refunfuñar: “Veas por qué se empeña este hombre —se refería a mi padre— en bajar al pueblo en fiestas, con lo bien que estaríamos aquí en Pascua o Navidades”.

Una de las veces, casi nos pilló la última riada del Turia. Mis padres esperaban en la Estación Churra —la que estaba en el centro de la actual Avenida de Aragón y que se llamaba así porque iba a Aragón— el tren que nos devolvería a Barcelona. Mi hermano era un bebé y yo no tenía más de cuatro años. Según mi padre, el cauce andaba ya muy desbordado y nos salvamos de milagro.

No obstante, el que nos ha causado siempre mucho respeto a los aborígenes de las Riberas Alta y Baja es el río Júcar en castellano o Xúquer en valencià. Según unos etimólogos, la expresión Xúquer viene del árabe y significa el devastador; según otros, las expresiones XÚQUER > SUCRE > JÚCAR derivan de la familia de ATXUKARRO > TXOKARRO > SUCRO en latín, que se compone de OTA (alto) + GARA (cima) y sitúa a la población de Júcar en la “cima del alto”, que es lo que significa y de donde el río que lo cruza tomó su nombre. Pero para que un río tenga nombre, debe haber un poblado bastante desarrollado que lo bautice, como es el “oppidum SUCRO”.

El rostro aterrador del Júcar dejó tras de sí una estela de muerte en 1571, 1864 y 1982. Yo viví la última y puedo asegurar que fue más letal que las anteriores porque la mano humana multiplicó ese rostro terrible por mil. Un pantano “cogido con pinzas” y unas compuertas que no funcionaron (¿por qué?) han dejado en nuestra memoria un recuerdo imborrable bautizado como la pantanada. Todavía no se han puesto todos los medios para que una catástrofe de esta envergadura se pueda evitar. ¡Y ya han pasado años ya!

Uno de los medios para frenar los desbordamientos sería dejar de plantar pinos o árboles que arden en verano con facilidad, bien porque no son los que debieran, bien porque no se ponen medios para evitar los incendios. Para las guerras sí que hay dinero y medios, añado. Cuando nuestros bosques arden, el suelo que queda —me lo contaba el muy sabio y querido Miquel Gil i Corell, primer profesor de Ecología de la Universidad de Valencia y uno de los que más luchó para que el Saler fuese del poble— es muy ácido y, en consecuencia, impermeable, lo que impide ante fuertes lluvias que quede empapado. La bajada de aguas a los cauces, entonces, es el primer paso para los desbordamientos.

Con todo, hace años que no llueve en las Riberas Alta y Baja como lo hacía antaño. Más aún: no cae ni una sola gota de agua. Y es que la sequía se ha generalizado en nuestro país y amenaza con terminar con nuestra más importante fuente de riqueza: la agricultura. No, no… el turismo no… Podríamos habernos decantado por una agricultura respetuosa con el medio ambiente, pero hemos preferido llenar nuestras calles de guiris. Podríamos haber ayudado a nuestros agricultores, pero preferimos darles el dinero a los bares y los hoteles. Podríamos haber formado excelentes labradores que, además, amasen su tierra, pero hemos preferido emplear a camareros agotados por horarios inhumanos día tras día.

Pero volvamos a mis recuerdos. Que yo haya nacido en zona de cítricos no significa que el País Valenciano no posea —o haya poseído— comarcas ricas en árboles y arbustos, insectos y flores, ríos y lagunas llenos de agua fresca. Estoy segura de que, a quien esto lea no le costará recordar cómo era su pueblo y su comarca, si es que de alguno de ellos procede. Estoy convencida que también distinguían las estaciones anuales por los visitantes animales y vegetales que en cada una de ellas se presentaban y que no eran, precisamente, turistas.

La pena es que lo que he contado al principio mis nietas ya no lo verán; ni las nietas y nietos de esas personas que proceden del ámbito rural. Ciertamente, pudieron conocer tras la reclusión obligada por la pandemia animales que jamás antes habían visto: ciervos, liebres, zorros… Por primera vez, pudieron “campar por sus respetos” sin miedo al brutal cazador o el insistente conductor de coches, dominguero todos los días de la semana… Pero duró poco: ya hemos vuelto a las andadas. Tampoco conocerán muchas aves ya extinguidas ni el aviso de una nueva estación gracias a estos gráciles pasajeros del cielo.

Eso sí, distinguirán primaveras y otoños por las malditas alergias y harán ayuno de muchos productos alimenticios a causa de las intolerancias. Sin embargo, poco sabemos aún —y los que lo saben no nos lo van a decir— acerca de las causas de dichas intolerancias y alergias. Los médicos, porque no pueden estudiar todavía una asignatura llamada “Medicina medioambiental”, ya que no existe en nuestros programas de estudio. Las farmacéuticas porque quieren ganar más dinero aún del que ganan. Las empresas de abonos e insecticidas porque se les acabaría el chollo.

Este relato mío podría haber sido mucho más catastrofista —ahora podría llamarlo colapsista— y hubiese sido mucho más real de lo hasta aquí narrado. Y podría haber hablado no solo de mi pueblo o mi comarca, sino de todo el planeta que nos alberga y alimenta. Un planeta al que hemos enfermado, como se ha constatado con la pandemia o que estamos agotando por culpa de un cambio climático que hemos provocado nosotros al precio de convertirnos de ciudadanos en, exclusivamente, consumistas del todo y la futura nada.

Hace muchos años ya que se viene hablando de ese cambio climático. No por parte de futurólogos, sino de científicos, pero preferimos creernos lo que nos cuentan cuatro ignorantes por televisión y huir hacia delante en busca de una felicidad que no existe más que a instantes y cortos retazos.

Terminaré acusando a mi especie, nuestra especie, la de quienes esto leen. Hasta el momento, solo tengo noticias de que hemos sido la única —sobre todo a partir del siglo XX—  que ha alterado significativamente el mundo que habita. Y lo ha hecho mediante la contaminación de todo lo que necesitamos para sobrevivir: aire, tierra, ríos y mar.

Sí, la naturaleza ha ejercido cambios sobre la Tierra. No obstante, la gran diferencia con respecto a los cambios que nosotros hemos provocado es la velocidad, entre otros. Mientras la primera ha sido lenta, nosotros no hemos podido ir más deprisa. Por ejemplo, hay un lapso muy breve entre la introducción de insecticidas y abonos mortíferos y la aparición de intolerancias y alergias. Y ha sido así, en parte, porque nos hemos negado a probar, experimentar, reflexionar… Lo que nos habría llevado a utilizar productos menos peligrosos para todas las especies vivas, muertas y desaparecidas…

Tampoco podemos negar ya que muchos de esos insectos que nos molestaban aumentaron porque dedicamos nuestros suelos a una agricultura intensiva que los atraía en cantidades mucho mayores.

Ni que abundan “plagas humanas” muy peligrosas, como esos políticos que cortan árboles a diestro y siniestro en sus ciudades en nombre de no se sabe qué “bien común”.

O de aquellos próceres, como un exministro de Franco, que poseía una inmensa propiedad en mi pueblo y que decidió importar de California una especie de naranjos  que mató todos los nuestros. Hemos actuado con nuestras plantas y nuestros animales como aquellos colonizadores que fuimos cuando ocupábamos continentes hasta entonces desconocidos para nosotros. No solo los matamos a trabajar, sino que también les llevamos todas nuestras plagas y, en muchos casos, los extinguimos. Es decir, que nuestra especie también podría clasificarse entre más o menos depredadores.

De nada sirve que tengamos excelentes ecólogos e ingenieros, científicos e investigadores expertos en el medio ambiente cuando no los escuchamos y les prohibimos que se manifiesten para contar la verdad. O que las barbaridades más flagrantes sigan siendo consentidas por los departamentos gubernamentales de todo el mundo, esclavos de los poderes fácticos mundiales. Con ello, los políticos nos corroboran que son incapaces de cuidar de ellos y de sus familias. Tampoco lo son los que han potenciado ese cambio climático, ni nosotros mismos que lo favorecemos con nuestro consumismo generalizado, como son esos viajes que nos hemos empeñado en creer que nos traen la felicidad.

Con todo, no obviemos la gran verdad: el neoliberalismo quiere como única religión el beneficio y que nosotros seamos sus feligreses. Y, desgraciadamente, lo ha conseguido, porque estoy convencida de que ya no llegamos a tiempo. En todo caso, si nos damos prisa por desaparecer, aún les quedará a otras especies vivas, París, como les quedó a Humphrey Bogart e Ingrid Bergman.

Pepa Úbeda

 

 

 

  1. javiier Dominguez Says:

    Precioso y nostálgico escrito. Tengo 94 años y me has recordado tiempos en los que cazaba mariposas en el campo, había conejos por todas partes, las gallinas picoteaban sin parar, los pinzones venían a comer a la ventana, domesticados por generaciones, pero mandaba Franco y fusilaba sin piedad.

  2. Amparo Bellver Cebria Says:

    Grácies Pepa que fácil y entrañable me ha resultado bucear en tu relato.
    Cuanto y cuantisimo pudimos gozar lo natural era un regalo.
    Es precioso que lo hayas podido compartir, estamos huérfanos de propuestas que auténticamente contrarresten el acoso y derribo que las actuales formas de vivir están socabando nuestros ecosistemas.
    Los motivos para levantar la voz y unir las manos deberían convocarnos para favorecer un aire y unas aguas limpias que nos permitan soñar que si sí siempre nos quedará París.

  3. ANA ANTONIA GOMEZ GARCIA Says:

    Muy bueno, Pepa. Es una gran idea personalizar y relatar para dar carne a los argumentos. Muy chulo.

  4. Willie Milton Hostos Says:

    Hola Pepa. Un historia descrita con la nostalgia agridulce del presente sin futuro cierto. Me hizo tambalear.!
    Un saludo especial! Gracias

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