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Una crisis, dos virus

En eso de usar lenguaje bélico respecto a la pandemia, hay algo de miedo. Miedo no sólo al virus, sino a lo desconocido, a lo que nos es ajeno.  Tratado así, lo humanizamos, lo entendemos mejor. Lo que sí parece que hemos entendido es que para enfrentarlo la mejor arma es el esfuerzo colectivo, la comunidad. Esa que hace no tanto parecía cada vez menos importante, un mero contexto para el individuo, que incluso se podía ver frenado por ésta. Y es que puede que hayamos olvidado que el enemigo es más comprensible, que, al igual que la guerra, este sí es obra humana. Conviene, pues, plantearse si acaso nuestra forma de producir, nuestra forma de vivir, no nos ha hecho más débiles en esta lucha. Si acaso no nos hace más débiles en las que están por venir.

Al comienzo, cuando llegaban las primeras noticias desde China, se destacaba que el SARS-CoV-2 se propagaba rápidamente. Era de fácil contagio. Muchos sectores en las sociedades occidentales pensamos que aquí no llegaría y que, desde luego, poco o nada afectaría nuestra economía. Hoy, rozando el mes de confinamiento en muchos países, las consecuencias están siendo devastadoras. Nuestros sistemas sanitarios, al borde del colapso, se han erigido como la mejor barrera que nos separa del caos total. Eso sí, la necesaria paralización de la actividad económica, casi a nivel mundial, deja caídas mayores que las de la crisis de 2008. Aunque se supone que la economía rebotará, todo apunta que la crisis económica que le siga será, otra vez, una de esas que se dan “una vez en la vida”.

Ahora bien, este virus no es más que otra de las muchas amenazas que todas las especies de este planeta enfrentamos en la lucha por la supervivencia. Lo maravilloso (si se me permite la cursilería) del ser humano es que, desde que lo es, ha usado la razón y el trabajo para enfrentar estas amenazas, hasta convertirse en la fuerza de mayor influencia sobre el Planeta. Hasta llegar aquí, nos hemos organizado de distintas formas a lo largo de la Historia, buscando el progreso, que no es otra cosa que vivir más y mejor. En esa sucesión de formas de organizarnos se impuso el capitalismo, establecido ahora como régimen socioeconómico mundial sin apenas discusión. Hubo, incluso, quién declaró “el fin de la historia” hace casi treinta años.

Catástrofes como ésta dejan claro que la Historia está muy viva y, más bien, hacen aflorar preguntas que ponen en duda el propio sistema. ¿Es acaso útil para eso, vivir más y mejor, un sistema que pone en el centro el beneficio, la acumulación –descontrolada– de riqueza, sobre todas las cosas? Frente a una crisis como la actual y otras amenazas, como el cambio climático, ese sistema, ¿no es acaso un lastre? Se está demostrando que, a todas luces, al menos, nos hace más vulnerables.

Respecto a la amenaza actual, conviene destacar que los científicos expertos en la materia, que no Bill Gates, llevan décadas avisando del riesgo de una pandemia que sobrepasara la capacidad de los sistemas sanitarios. Algunos incluso precisaron que éste tendría efectos respiratorios, igual que este coronavirus.

Ni que decir tiene que los Estados no se prepararon para ello. Los países pobres, o en vías de desarrollo – colóquese el eufemismo preferido – tienen sistemas sanitarios débiles, que apenas pueden hacer frente a los problemas de salud del momento, como para preocuparse por los que están por venir. Respecto a los países desarrollados de occidente, las razones de esta inacción son diversas, pero atienden, en mayor o menor grado, a una lógica común: la maximización de beneficios en el corto plazo.

Por un lado, para los sistemas privados de sanidad, el paciente no es más que otro cliente. Así que una enfermedad que no existe (todavía) no crea, digamos, demanda, por lo que invertir en ella es un sinsentido. Por otro lado, se puede apreciar una tendencia similar en el desmantelamiento o privatización de los sistemas públicos de sanidad, como el español, o los de seguros sociales, que, siguiendo los principios neoliberales, han interpretado la sanidad como un gasto, mercantilizándolo y dejando su gestión a las supuestamente más eficientes corporaciones privadas. No hay que olvidar que, para el concepto ideal del liberalismo, la sanidad, como cualquier otro servicio, debería pagarla aquel que la necesite y cuándo la necesite.

No cabe duda de que a los gobernantes se les puede, y se les debe, exigir más. Sin embargo, el pantone político al frente de las instituciones en los países de nuestro entorno es variado, y no sólo en todos hay tendencias similares con respecto a la sanidad pública, sino que esa anticipación no ha existido en ninguno. Esto nos puede insinuar que, en última instancia, la capacidad y enfoque de los sistemas sanitarios no depende de uno u otro gobierno, sino que es inherente al sistema. Es más, el mero hecho de que la salud de las personas, en forma de sanidad y farmacia, esté sometida a la ley del mercado e, incluso, a derechos de propiedad intelectual, demuestra que el problema es sistémico, y no coyuntural. Hay situaciones infames en las que el sistema se solapa con gestiones que rozan lo criminal, como el caso del medicamento Sovaldi y enfermos de Hepatitis C en España, cuando no se compró esa medicación por su alto precio.[1]

Así que, renunciando a la planificación y anticipación de la que nos permite beneficiarnos el desarrollo científico, hemos empezado el partido con un gol en contra. Ya no sólo eso, sino que, ya entrada la crisis del virus, la capacidad de reacción se muestra limitada. Vemos como las medidas que no se están tomando a lo largo y ancho del planeta, se descartan en aras de la protección de la actividad económica. Desde casos flagrantes como los Presidentes de Estados Unidos y Reino Unido (casualmente adalides del sistema), hasta otros como la posición errática y tardía del Gobierno de España respecto a la paralización total de las actividades económicas no esenciales. La premisa, en ambos casos, es simple: será peor el remedio que la enfermedad. Y no nos engañemos, lo más probable es que (frivolidades aparte) estén en lo cierto, ya que, como un ordenador viejo, al capitalismo le cuesta arrancar si lo paras, aunque haya sido para limpiar un virus.

Es sin duda sencillo analizar cuestiones a posteriori. Incluso en temas que escapan al conocimiento general. Y si bien ahora ciertos sectores reclaman que se hubieran tomado x o y medida tiempo atrás, difícilmente se nos escapa las consecuencias que eso habría tenido al momento de tomarlas. No hablo del coste reputacional y de legitimidad al que se podría haber enfrentado éste o aquel gobierno, que, se supone, debería estar por encima de ello. Me refiero a las consecuencias financieras de, por ejemplo, decretar un confinamiento antes de la expansión masiva del virus. Porque el capital es muy cobarde, y como elemento central del sistema, enarbola un cortoplacismo acongojante. Digamos que promulga una suerte de carpe diem mal entendido. Más bien, procrastina la adopción de ciertas medidas, ya que actuar antes no es rentable.

Y es que el capitalismo condiciona nuestra capacidad de actuación de manera determinante. Hay, en este sentido, una frase que se repite mucho estos días, y es que el virus no entiende de fronteras ni de clases sociales. Ni que decir tiene que esto es obvio, sin embargo, las condiciones en las que se enfrenta al virus sí entienden de esas distinciones. No es difícil pensar en ejemplos sobre esto, incluso dentro de países desarrollados. Así pues, la exposición al virus de las clases trabajadoras ha sido mayor, por ejemplo, por el uso mayoritario de transporte público, así como por haber acudido al puesto de trabajo ya empezada la alarma. No sólo eso, políticos y adinerados han hecho gala de un acceso casi ilimitado a tests, mientras ni siquiera los profesionales sanitarios lo tienen.

Si la clase en un mismo país cuenta, ni que decir tiene que según en qué país se haya nacido, las posibilidades de enfrentar al virus son distintas. En primer lugar, el acceso a recursos sanitarios, en los países pobres, es aún más limitado, pues aquéllos se asignan por la ley del mercado. La lógica (del sistema) nos hace preguntarnos como vamos a repartir un bien codiciado, si no es en base a quien paga más. ¿Pero, qué pasaría si los recursos no escasearan? ¿Acaso serían enviados allá dónde más hiciera falta y atendiendo simplemente a la necesidad? Parece humano pensar que, si alguien necesita algo para sobrevivir, se le diese solo por esta razón y no si lo puede pagar. Supongo que pensar en los alimentos a nivel mundial responde a estas preguntas.

Recursos materiales aparte, es fácil imaginarse qué pasará en países de Latinoamérica si la curva de contagio, ésa con la que ya estamos todas bastante familiarizadas, no se controla. Precisamente para controlarla, también hemos aprendido que lavarnos las manos, casi hasta la herida, es un gran método de defensa individual y contra contagios. Pues este método tan efectivo, no está disponible para 300 millones de personas, que se dice pronto, en el África subsahariana.

Lo anterior son sólo alguno de los muchos hechos que se pueden analizar sobre cómo el sistema nos ha empujado hasta aquí, y nos está frenando para salir. Un ejemplo es la pérdida de biodiversidad, ligada a nuestra economía extractiva y expansiva. Similar, la producción industrial intensiva de ganado y otros animales de consumo, que aumenta los riesgos de la generación y propagación de nuevos virus.[2] Incluso la homogenización de gustos y consumo de la mano de las redes sociales y el mercado global tiene un impacto sobre la expansión del virus. Por otro lado, la decreciente investigación pública en ciencia o la desindustrialización, son sin duda realidades que han limitado la capacidad de respuesta.

Volviendo a como estamos confrontando la pandemia, no se me escapa que los avances tecnológicos de los que disfrutamos actualmente ayudan en la lucha contra el virus. Podría discutirse si se lo debemos al capitalismo o si este desarrollo es inherente al ser humano. Incluso nos podríamos plantear si usamos ese desarrollo en la dirección correcta, si llega a todos y para todo, o al menos para lo que más importa, que en teoría es el bienestar de las personas.  Esto no puede ser óbice para señalar que ese desarrollo es un peso más que, probablemente, en el global no desequilibre la balanza a favor del capitalismo.

Y es que el sistema económico es una herramienta. La herramienta de la que nos dotamos para la alimentación y la extracción y transformación de las riquezas que nos ofrece el medio. El sistema, por tanto, debe responder a las necesidades de su tiempo, ser idóneo para satisfacerlas, ¿o es que alguien aceptaría que le saquen una muela con un martillo? El mero hecho de que frente a una pandemia exista la dicotomía vida/economía debería ser suficiente para concluir que no es útil. A todas luces, es similar frente a la crisis climática y la incapacidad que demuestra el sistema para anticiparse, salvo cuando hay una oportunidad de negocio. Veremos, nuevamente, cómo las medidas se habrán tomado tarde y mal. Un sistema que realmente proteja la vida no sería un freno para adaptarse a los riesgos que están por venir. Pero no es tiempo de centrarse en esto.

El problema sobrepasa los recursos económicos y materiales de los que disponemos y movilizamos para hacer frente al virus. Las lógicas del sistema también marcan cómo afrontamos la crisis social e individualmente. Al final, los principios del capitalismo configuran el comportamiento de los individuos, pues se nos educa en ellos desde el primer minuto de nuestras vidas y no conocemos otra realidad. El sistema, su ideología, fomenta las actitudes individualistas, hasta imponer una lógica de sálvese quién pueda, como si ésta fuese la naturaleza humana. Sin embargo, con mayor o menor evidencia, este dogma está quedando arrinconado, aflorando una realidad de interdependencia social y, sobre todo, de solidaridad.

De nuevo, estos principios nos afectaron al recibir las primeras noticias. ¿Cuántas veces se nos dijo, y repetimos, que el virus “sólo” afectaba a los mayores? Todos somos nietos, hijos o mayores, con lo cual claro que nos importa si una enfermedad les afecta. Sin embargo, a los ojos del sistema los mayores ya han cumplido su labor. Por tanto, en esa lógica de crecimiento infinito y maximización de beneficios, son vistos como un gasto, porque ya no son productivos económicamente. Porque, y lo estamos viendo estos días, el sistema sólo considera productivo lo económico, así que no tiene en consideración lo que aportan a la sociedad sus mayores, ya no sólo en experiencia y cariño, sino en cuidados, que repercuten directamente en la productividad de la sociedad.

En ese sentido, el de la productividad, una lección de repaso que nos ofrece la crisis, es que son los trabajadores los que crean riqueza. Precisamente esos trabajos que, también a consecuencia de la ideología capitalista, disfrutan de un menor prestigio social, pues éste se vincula a la cantidad de ingresos que recibe. Hablo de agricultores, los trabajadores de supermercados, transportistas y personal de limpieza, asalariados o autónomos, que se han demostrado imprescindibles en esta crisis para que los confinados podamos, simplemente, comer. Pero deberíamos ir más allá y pensar incluso en maestros, cuya profesión es tan vital como ridiculizada es la carrera que los forma, o los obreros de todo tipo que llenaban las fábricas, ya empezado el estado de alarma, pues si no sus empresas transnacionales habrían perdido ingresos. Son precisamente estos trabajos los que sostienen la economía, éstos sobre los que en España se discutía hace no tanto si el irrisorio salario mínimo de 1.000 € era demasiado.

Arrastrados, como estamos, por la ola, es difícil mirar a las rocas con las que nos vamos a dar. Y esa roca es la crisis económica que, todo apunta, será de dimensiones catastróficas. Y aquí, sorpresa, los más perjudicados van a ser precisamente esos trabajadores tan necesarios. Trabajadores que, en gran parte, pese a no tener ni 40 años ya habrán sufrido dos de las crisis financieras más grandes de la historia. Que, además, tienen frente a sí los efectos, de todo tipo y entre ellos económicos, de la emergencia climática. Y todas estas crisis son globales, afectan a los países donde hay capitalismo, que son todos, y si no lo hay, la globalización los ha vinculado tanto que les afecta por igual. Es obvio que los impactos sobre las clases populares pueden cambiar de un gobierno a otro, pero ni el gobierno mejor intencionado puede evitar la pérdida de condiciones de vida o, simplemente, la destrucción de trabajo.

En esa crisis, como en todas las económicas habidas y por haber, algunas personas se beneficiarán. Normalmente son las que menos lo necesitan. Esto lo tenemos asumido a día de hoy como lo normal.  Ahora bien, que haya personas beneficiándose de esta crisis sanitaria, ya no es que duela a nivel moral, si no que exhibe un error de concepto gigante en el sistema, pues muestra que la vida y el dinero están en contradicción. No me refiero, siquiera, a los especuladores de bolsa, personas sin las que el mundo sería un poquito mejor, como imaginaba Lionel Hutz de sí mismo y los abogados. Tampoco a los derechos de patente sobre medicamentos, que en parte motivan la carrera por encontrar la vacuna contra el virus, convertida en la gallina de los huevos de oro del año.

Hay otras grandes empresas que se aprovechan de esta situación para obtener beneficios extraordinarios. Por un lado, los supermercados, que han llegado a aumentar sus ventas prácticamente en un 70%. Por otro, empresas de comercio general o establecidas en mercado online que explotan el consumismo de la sociedad, el otro hit de la ideología capitalista, para aumentar sus ventas. Como ejemplo de esto, la organización sin ánimo de lucro Amazon, aumentó su plantilla en 100.000 trabajadores, sólo en Estados Unidos, dado el incremento de las compras durante los días de confinamiento generalizado en occidente.[3] Incluso, quizá esto se ve más claro, la rapiña que se está dando con respecto a respiradores, mascarillas y demás material sanitario, que ha llevado a la “desaparición” de aviones cargados de estos materiales, vendidos al mejor postor en el último momento.

Estas empresas, en definitiva, monetizan la desesperación y sufrimiento de la gente. Estos beneficios inesperados no se reparten, ni entre sus trabajadores que sufren la mayor carga de trabajo, ni entre la sociedad. Por el contrario, otros gigantes que disminuyen el volumen de ventas, se apresuran a reducir plantilla o, en el caso de España, se benefician de procedimientos regulados (ERTEs), que tienen la magnífica consecuencia para el trabajador de que pierde el 30% de su sueldo y el Estado, todos nosotros, subvencionamos el sueldo que no paga la empresa. Es decir, los beneficios son privados y las pérdidas, una vez más, son colectivas.

Ya sé que estas grandes empresas no hacen nada ilegal. Que no hay nada que reprocharles y que esto responde, con sus peros, a la ley del mercado. Pero precisamente ahí es dónde quiero llegar, no puede ser que hayamos aceptado esto como norma, que unos pocos, crisis o no crisis, se beneficien de los esfuerzos del colectivo, para deshacerse de éste cuando (creen) no lo necesita.

No es lo anterior un alegato contra los “empresarios”.  Personas que en muchos casos podrán verse más reflejados en los sufrimientos de los trabajadores que en los privilegios a los que me he referido. Que con gran pesar tendrán que despedir trabajadores o, directamente, echar el cierre. Al final, las relaciones de explotación se reproducen a distintos niveles, pues no dependen de una u otra persona, sino de las lógicas del sistema.

Con todo, de esta crisis, el capitalismo como sistema económico no va a salir debilitado, más bien, saldrá reforzado. Sin embargo, sí que podemos empezar a cambiar ciertas relaciones bajo las que opera, al menos en el plano social. En el ideario colectivo debe introducirse el germen de que este sistema nos está llevando al colapso. Abandonar el dogma de que este es el único sistema posible. Para ello tenemos que imaginar sociedades más justas. Pero no sólo eso, tenemos que ponerlas en práctica, debemos crear y reforzar más redes de apoyo muto, crear comunidad fuera del sistema, como se ha hecho estos días de manera espontánea. Y mantenerlas, haya o no crisis.

Esa violencia del sistema, que para algunos es periódica y para otros muchos es continua, hace que desde varios sectores se proponga algo así como limitarlo. Estos sectores no son sólo la socialdemocracia, sino los propios centros de debate económico, como el foro de Davos, que llevan varios años en campaña por un capitalismo, supuestamente, más igualitario y más sostenible. Porque el capitalismo, como los virus, muta. Busca adaptarse a las condiciones que le rodean para perdurar, mostrando además una envidiable destreza en la tarea. Lleva haciéndolo décadas, incluso convirtiendo iniciativas sociales que lo cuestionan en poco más que productos de consumo.

¿Pero acaso la cuestión reside en limitar el sistema, domarlo? ¿Es esto posible? ¿Cómo se limita? Por un lado, a veces olvidamos eso que mencionaba al principio, y es que este sistema socioeconómico es cosa de los humanos, y que, si bien está fuera de control para una mayoría, una minoría sí toma decisiones. ¿Hasta qué punto ese 1% de la población va aceptar perder poder? No creo que éstas sean ajenas a los daños que se causan, más bien los aceptan y mercantilizan, como las petroleras ocultando en los 70 su conocimiento sobre el cambio climático que sufrimos ahora.[4] Por ello, limitar el capitalismo, suena, más bien, a limitar los derechos individuales y concesiones que se ha ganado la mayoría. ¿O no se habla más de prohibir vuelos low cost que los aviones privados?

Por otro lado, hay una serie de elementos que son intrínsecos al sistema, que seguirán ahí se limite como se limite. Uno es, necesariamente, la desigualdad, tanto entre regiones como entre individuos y sociedades. Otro, que viene al caso, es la producción descontrolada de bienes, lo que necesariamente hace imposible que sea sostenible. Ya saben, eso de crecimiento infinito en un planeta finito.

Cada vez más son los precipicios a los que nos está empujando este sistema. Que caerá, pero lo ideal sería que no nos arrastre con él. Porque el capitalismo ya no es eficiente. No sólo se sume en crisis tras crisis, sino que sus agentes, las empresas, recurren al (“papá”) Estado, y a sus distintas manifestaciones y sub administraciones, para que las sostengan cuando aquéllas estallan. En cierto modo, hemos aceptado sus injusticias, su exclusión, porque funcionaba: traía prosperidad (?), pero los signos de agotamiento son evidentes. Esa prosperidad se nos escapa, y cada vez está más claro que esta generación vivirá peor que la de sus madres, y será aún peor para las generaciones que están por venir.

Me cuesta mucho encontrar a gente que no piense que un cambio sea necesario. Sin embargo, no piensan que el cambio sea posible. Hemos renunciado a imaginarnos un mundo mejor, reflejado en una producción cultural con distopías inundando nuestras series y películas, mientras que la utopía parece un género para niños, algo ingenuo. En definitiva, nos imaginamos antes el apocalipsis que el fin del capitalismo.

Quiero acabar mencionando una discusión recurrente que tengo con uno de mis más queridos amigos, la cual ya he introducido antes. Y es si el ser humano es individualista por naturaleza o no. La verdad es que nunca damos el brazo a torcer ni un centímetro, no sólo porque somos igual de tozudos, sino por las implicaciones antagónicas que eso implica en la construcción de una sociedad. Creo que sí podríamos acordar, que, en la historia del ser humano, la lucha colectiva, así como la auto-preservación individual han tenido, al menos, la misma importancia. Por lo que podríamos defender que somos capaces de vivir de ambas formas, por naturaleza digo. Así que, teniendo en cuenta que vivimos en una sociedad que fomenta el individualismo, ¿por qué no fomentar ese rasgo colectivo? Construyamos sociedades en las que lo que prime sea el respeto al medio, la satisfacción de necesidades de la mayoría, la solidaridad entre pueblos, el cuidado de las personas, el tiempo libre, incluso la realización individual. Intentémoslo. Aunque sólo sea por ver qué nos sale.

[1] https://www.eldiario.es/sociedad/Hepatitis-Galicia_0_593891305.html

[2] https://www.eldiario.es/interferencias/Causalidad-pandemia-cualidad-catastrofe_6_1010758925.html

[3] https://www.lavanguardia.com/economia/20200317/474229642906/amazon-contratara-100000-personas-eeuu.html

[4] https://www.eldiario.es/ballenablanca/crisis_climatica/cientifico-Exxon-conferencia-climatica-petrolera_0_913408730.html

Pablo Vila Chirinos

 

  1. Pepa García Says:

    Muy buen artículo.Bien argumentado y bien documentado y con ciertos toques de humor e ironía que lo hacen muy ameno a pesar de ser algo extenso

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