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València no se merece a Blasco Ibáñez

De haber nacido en EE.UU., Reino Unido, Francia, Italia o incluso Portugal, Vicente Blasco Ibáñez sería hoy uno de los personajes más venerados por los sectores culturales y políticos. De seguro que en esas sociedades le dedicarían regularmente congresos internacionales, debates sectoriales sobre su obra o su activismo político, o simplemente sobre su apasionada vida;  e incluso se rodarían series y películas para recordar  una de las figuras más intensas y sorprendentes de uno de los prohombres más famosos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Pero Blasco Ibáñez nació en València, y aunque en vida gozó de una popularidad extrema en su tierra natal, y de un éxito mundial sin precedentes, la memoria del novelista sigue siendo víctima de un tratamiento vergonzoso. 

Lo reconozco, el personaje me fascina, en muchos sentidos. A lo largo de mi vida me he aproximado Vicente Blasco Ibáñez por diferentes motivos, tanto profesionales como por simple inquietud personal, y siempre descubro aspectos, como mínimo, curiosos de una personalidad arrolladora, desaforada, apasionada, romántica, alejada del espíritu austero e introspectivo, con fuertes dosis de pesimismo, de sus compañeros de generación del 98, que nunca lo aceptaron. Les contaré además que no hace mucho tiempo disfruté releyendo el “homenot” que Josep Plà dedicaba al escritor valenciano: “era un home plé de glòria”, decía el prosista catalán del autor de “Cañas y barro” tras visitarlo en su retiro de Menton Garavan (Francia). Y tenía razón. Pero si algo no deja de sorprenderme es que en esta, su tierra valenciana, sigue siendo un personaje incómodo, para unos y para otros.  

Viene a cuento por la posibilidad de que el legado del escritor se vaya a Madrid al no concretarse el acuerdo entre la Fundación Blasco Ibáñez y el Ayuntamiento de Valencia. No entraré en detalles del desencuentro entre las partes que muy bien ha narrado mi compañera Raquel Andrés; y sólo espero que haya sentido común para que las cartas, obras, objetos personales y tantas otras cosas del novelista se queden en la ciudad que tanto amó y movilizó. Pero resulta curioso que se produzca este hecho y más aún que sean muy pocas, y tímidas, las voces que se hayan pronunciado para que la memoria de Blasco Ibáñez permanezca en Valencia: ningún destacado dirigente de Compromís, PSPV, Podem, PP o Ciudadanos lo ha defendido con firmeza. Es decir, a la mayoría, para entendernos, le importa una higa el novelista, ahora y siempre, y pruebas me sobran.

A la derecha nunca le gustó el personaje, anárquico, anticlerical y rebelde, entre otras delicadas cualidades. A la izquierda nacionalista siempre le irritó: se le consideraba, y lo era, un lerrouxista amante del modelo de Estado jacobino que tanto defendieron los pensadores franceses de mitad del XIX, pero esa izquierda nacionalista debería entender el contexto en el que creció un personaje como Blasco y su movimiento republicano, el “blasquismo”, que pretendía emular el modelo jocobino francés. Y la izquierda no nacionalista lo valoró siempre como un aburguesado, que se forró vendiendo millones de sus libros en EE.UU. –es cierto – que sedujo a las actrices del Hollywood de los años 20 del pasado siglo y que vivió como un rico en el sur de Francia mientras compartía mantel con la aristocracia exiliada de la Dictadura de Primo de Rivera.

Pero esa misma izquierda, que ahora gobierna las principales instituciones valencianas, debería saber, como destaca el periodista y escritor Frances Bayarri (que ha impulsado la traducción al valenciano de las novelas de temática valenciana) que  obras como “Cañas y Barro”, “La Barraca”, “Entre Naranjos” son un trágico retrato del sufrimiento de las clases populares frente al modelo casi feudal y caciquil que permanecía vivo a finales del XIX en València. Gentes a las que el novelista siempre prestó atención, porque las observó y las conoció de cerca; y las amó. Y también que Blasco Ibáñez creyó en la idea de “educar” al pueblo, para lo que creó una editorial, Prometeo, con la que tradujo grandes títulos de la literatura europea para venderlos a precio de saldo, e incluso regalarlos, a los valencianos más necesitados. O que se rebeló a pecho descubierto contra los excesos de la Iglesia(convirtió el “rosario de la aurora” en interesantes enfrentamientos con los religiosos, a base de palos) o de los poderosos del momento.

Un cierto valencianismo olvida además que Blasco empezó escribiendo en valenciano por influencia del sector progresista de la Renaixença y, especialmente, de Constantí Llombart, como recuerda mi apreciado Toni Mollà. Y también que se alejó de ese mundo cuando el valencianismo cayó en manos de los sectores conservadores, con Teodor Llorente a la cabeza. Una personalidad compleja, fruto de un momento concreto de nuestra historia. Por otra parte, nadie se opuso como él a la Guerra de Cuba: “Que vayan todos, pobres y ricos”, escribió. Y nadie como él manifestó un desacuerdo total con la marcha de la política española cuando clamó su famoso “Contra lo existente” en el momento de abandonar su escaño.

Todo esto es cierto. Y más podría hablar y contar de un personaje al que le he dedicado muchas horas por pura curiosidad. Pero era también un valenciano singular, cuya primera etapa como novelista, esa de temática valenciana, sigue siendo una delicia y no envejece  (no podemos decir lo mismo de obras posteriores con las que conquistó EE.UU. o Hollywood, como ejemplo en ese país vendió 2,5 millones de ejemplares de “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”)  -, que fue agasajado por el sultán de Turquía, que fue testigo de la ejecución de la espía Mata Hari en la Primera Guerra Mundial, conflicto del que fue cronista; que quiso fundar una Nueva Valencia en Argentina, que se batió decenas de veces en duelo sin quedar lastimado, que se rebeló contra la Dictadura, que fue clave en la carrera artística de Joaquín Sorolla y otras muchas cosas más. ¿Se imaginan ustedes qué trato tendría la memoria de un personaje como este en Londres, Nueva York, Roma, Lisboa o París?

Blasco Ibáñez es una de las grandes víctimas del cainismo valenciano. Como lo han sido también el pintor y amigo suyo de generación, Joaquín Sorolla, cuyo museo y legado están en Madrid; o Max Aub, cuyo museo se encuentra en Segorbe, o el propio Joan Fuster, al que de no ser por las universidades y algunos colectivos culturales, su memoria habría casi desaparecido. Da pena también observar cómo otros dos grandes autores valencianos, Miguel Hernánez o Azorín, apenas tienen tampoco atención de las instituciones valencianas. Con el caso de Blasco Ibáñez, València, y especialmente su izquierda, confirman su miopía, su incapacidad para recuperar, mimar y difundir su legado, que va más allá de su obra. Sucedió el pasado año con el 150 aniversario de su nacimiento, con una programa que no estuvo a la altura del personaje (lamentable la poca atención que ha recibido de la Diputación de València mientras se dedican exposiciones a otros objetivos de dudoso gusto). Su vida es en sí mismo una formidable expresión de los atributos de ese valencianismo del que muchos alardean pero no cultivan. Si el legado de Blasco emigra de València será otro gran fracaso de la ciudad y de sus poderes públicos, uno más.

Salvador Enguix
Artículo publicado en La Vanguardia

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