2019: el auge de la estupidez
Todo listo para la mesa de partidos. Y no me refiero a esa hipotética mesa compartida entre Rufián y Pedro Sánchez para solucionar la cosa catalana, sino a la doméstica. Esa mesa de partidos en la que un familiar no vetará a otro por pensar o votar distinto. Esa en la que no se considerará traición ni cesión imperdonable compartir espacio a pesar de no estar de acuerdo. Una mesa en la que se acepta lo que no se le permite a la política: el diálogo entre diferentes. Prepárense para coger aire, para sacar sus mejores dotes diplomáticas y evitar que la gamba blanca de Huelva vuele como arma arrojadiza. Prepárense más que nunca ahora que sabemos que la parte pensante de la gamba lleva cadmio. Nadie quiere una guerra química entre hermanos, tíos y primos. Prepárense para llegar a acuerdos de mínimos. Prepárense, al fin y al cabo, para hacer con naturalidad la tarea que se le niega a la política: hacer política.
Aunque son muchos años de cenas en familia y estemos acostumbrados a ser diplomáticos, mediadores, observadores y relatores internacionales cuando nos sentamos a cenar, de un tiempo a esta parte, todo se ha complicado. En la mesa de partidos de este año usted se encontrará la cosecha de 2019. Espectacular. Echando la vista atrás, podemos decir sin miedo a equivocarnos que 2019 no ha sido finalmente el año del auge del fascismo, sino el año del auge de la estupidez extrema. No hay otra forma de definir con sinceridad una época en la que un profesor es denunciado por decir en clase que pegarle a la mujer está feote. Una época en la que un partido de fútbol se suspende en nombre de la tolerancia porque alguien ha llamado nazi a un nazi. Berlanga, puesto de setas, no se habría atrevido a meter esta escena. Nos hemos colado, diría Azcona, y el valenciano le tendría que dar la razón. Vivimos una época en la que algunos piden salirse de Europa –Spexit– porque la justicia europea nos ha dado el enésimo revolcón a nosotros, la ejemplar democracia de toda la vida. Boicot al cava europeo. Vivimos una época en la que, de repente, todo vale. El relativismo moral se ha normalizado de tal forma llegando a 2020, que el futuro que vivimos no gira en torno a los coches voladores, sino a si debemos respetar o no el Paleolítico. Gilipolleces del tamaño de la catedral de Notre Dame lo inundan todo y nos hacen vivir con el agua y el sentido común al cuello. Acosar a niños menores, pedir que no se rescate a quien peligra en una patera, negar la violencia machista o insultar a una niña preocupada por la emergencia climática son ahora derechos que algunos reivindican como el que reivindica un salario mínimo. Déjenme ser un hijoputa, tengo derecho.
En las cenas de Navidad, no lo dude, se encontrará usted ese nuevo menú de los horrores cosecha 2019 colocado junto al plato de las gambas. Un consejo: respire profundamente y no pierda el tiempo con cifras o desmentidos. Quien a estas alturas piensa que la tierra es plana, lo hace por convicción, no por datos. Y no cambiará de opinión por mucho que usted lo intente. Por resumirlo, estamos en guerra. Una guerra donde nadie mata a nadie –y que así siga la cosa– pero en la que cada día muere la moral más básica. Una guerra cultural por la hegemonía de la interpretación de la realidad en la que no hay datos, sino propaganda. Todo empezó el día en que a Santiago Abascal le preguntaron por sus políticas de fiscalidad, miró a cámara y respondió viva España. Desde entonces hasta hoy, vivimos el asedio de la estupidez. Una guerra en la que pierde quien se desespera. Aguanten. Se impondrá la lógica. No pasarán. Mientras tantos, respiremos y pasémonos las gambas. Felices fiestas.
Gerardo Tecé
Artículo publicado en Ctxt