90 años de Lorca en Nueva York
«New York me parece horrible pero por eso mismo voy allí. Creo que lo pasaré muy bien». Así hacía saber Federico García Lorca el 6 de junio de 1929 a su amigo Carlos Morla Lynch que se marchaba. Y continuaba: «¿Te sorprende? A mí también me sorprende. Yo estoy muerto de risa por esta decisión. Pero me conviene y es importante para mi vida». Decidió partir para romper con aquello que le hacía sentirse «deprimido y lleno de añoranzas», como confesaría al mismo amigo. Esos sentimientos venían dados por su relación con el joven escultor Emilio Aladrén, y sus padres, preocupados por el estado anímico de su hijo, aceptaron que pasara unos meses fuera, oportunidad que aprovecharía para aprender inglés.
De Granada partió a Madrid. Luego París y después Reino Unido. Tras un fugaz paso por Oxford, Lorca llegó a Southampton el 19 de junio, donde puso rumbo a Nueva York. Era su primer gran viaje al extranjero, pero no iba solo. Le acompañaba su buen amigo Fernando de los Ríos, profesor y político. Ambos se embarcaron en el transatlántico RMS Olympic, gemelo del Titanic. Hoy volar es un privilegio en lo económico, pero, sobre todo, un elemento democratizador. Unas pocas horas separan a las personas de conocer mundos totalmente opuestos. Ocho horas entre Madrid y Nueva York. El poeta granadino, que nunca llegó a viajar en avión, tal vez hubiese deseado entonces subir a uno. Él y de los Ríos tardaron seis días.
Aunque el desembarco estaba previsto para el día 25, la niebla retrasó el ansiado momento 24 horas más, tal y como recoge el pasaporte del propio poeta, publicado en el libro Federico García Lorca en Nueva York y La Habana: cartas y recuerdos (Galaxia Gutenmberg, 2013). Una travesía de «seis días de sanatorio», en los que Lorca se puso como le contaba a sus padres: «Como a mí me gusta estar, negro negrito de Angola».
Era miércoles, y en el puerto les esperaban, entre otros, Federico de Onís y Ángel del Río, máximos apoyos de Lorca en la gran urbe. El dramaturgo, ya de renombre tras haber cosechado el éxito en 1928 con Romancero gitano, pronto quedó fascinado con lo que veía, y así se lo transmitió, tan rápido como pudo, a su familia por carta.
–»París y Londres son dos pueblecitos si se comparan con esta Babilonia trepidante y enloquecedora»–, símil que extendió a su Granada: «En tres edificios de estos cabe Granada entera. Son casillas donde caben 30.000 personas».
Entonces, Nueva York ya era la ciudad de los rascacielos de infarto; la metrópolis de ritmo trepidante y gente extravagante. Es 2019, han pasado 90 años desde que Federico García Lorca fuese por primera (y última) vez, y las construcciones kilométricas no solo no cesan, sino que convierten a quienes pasan por allí en espectadores y espectadoras de una suerte de concurso por ver cuál alcanza antes las nubes.
El inmenso espacio está presidido por unas grandes escalinatas que llevan hasta la imponente biblioteca universitaria. A su alrededor, las múltiples residencias y escuelas. En el centro, fácilmente visible, la base de lo que en el pasado fue un reloj solar con el que García Lorca se fotografió varias veces. Ahora, la asociación granadina Carpe Diem ha pedido al gobierno de la ciudad una estatua del poeta sobre ese lugar.
Allí también se encuentra la Escuela de Estudios Generales, entonces conocida como Escuela de Verano de Columbia, en la que Lorca, cumpliendo con uno de los motivos de su aventura, se apuntó a clases de inglés para extranjeros. Aquello no duró mucho y en octubre las abandonó, hecho que contribuyó a que sus capacidades lingüísticas con el idioma de Shakespeare no pasaran del mero chapurreo.
En septiembre, con el inicio del nuevo semestre, el dramaturgo se mudó a John Jay Hall, una residencia próxima a la anterior. Su nuevo cuarto se situaba en el piso 12, desde donde era capaz de ver «todos los edificios de la universidad, el río Hudson y un lejano panorama de rascacielos blancos y rosados». «A la derecha, tapando el horizonte, un gran puente en construcción, de fortaleza y agilidad increíbles». Este último, ya acabado, es el puente de George Washington, responsable en la actualidad de conectar las ciudades de Nueva York y Nueva Jersey.
Hacia finales de enero de 1930 se mudó a su tercer y definitivo hogar antes de partir hacia Cuba. Ya no sería una residencia, sino una casa cercana al campus que compartió con su amigo José Antonio Rubio Sacristán. Aunque es incierto el número exacto de puerta, en el periódico de aquel entonces de la Universidad un anuncio con esa misma dirección ofrecía dos habitaciones en un «apartamento recién decorado». Era el 10E, pedían unos «50 o 60 dólares por mes» y hacía esquina con Broadway, nombre del conocido circuito de espectáculos teatrales con los que tanto fantaseó Federico.
Fueron continuas las referencias del joven poeta hacia lo mucho que le inspiraban los teatros en Nueva York: «Que aquí es muy bueno y muy nuevo y a mí me interesa en extremo», escribió a sus padres. Sin embargo, siempre se topaba con un mismo problema: el dinero. Aunque aseguraba que la vida de estudiante en la ciudad era barata, Lorca dejaba constancia en sus habituales intercambios postales con su familia que los 100 dólares mensuales que recibía de sus progenitores eran insuficientes, y más para alguien con tantas inquietudes artísticas como él. En la actualidad, los teatros se cuentan por decenas y su arquitectura es ya parte inseparable de la ciudad, hecho por el que seguramente Lorca, si viviera, quedaría arruinado y maravillado a partes iguales.
Sentimientos los que afloraron también en Harlem, «la ciudad negra más importante del mundo», llegó a decir. Allí frecuentaba Small’s Paradise, único club nocturno que menciona explícitamente el poeta. Ahora, el gran edificio de ladrillos donde antes resonaba jazz lo presiden unas grandes letras en lo alto de la fachada: Thurgood Marshall Academy. En la esquina, una cafetería 24 horas sirve desayunos a base de tortitas y no-café a cambio de unos precios que harían salir huyendo al propio Federico.
La relación de Lorca con la población negra no acaba ahí. Sus constantes referencias hacia ellos son visibles en poemas como Oda al Rey de Harlem, donde deseaba «subrayar el dolor que tienen los negros de ser negros en un mundo contrario, esclavos de todos los inventos del hombre blanco y de todas sus máquinas».
Nueve décadas más tarde, Harlem sigue igual que lo dejó. Los días laborales discurren con gente negra llenando sus calles, y los domingos se erigen como el día en el que habituales y curiosos venidos de fuera abarrotan las iglesias de la zona deseando escuchar la famosa misa Gospel. Sobre ella, Federico acabó diciendo: «¡Pero qué maravilla de cantos! Solo se podía comparar con ellos el cante jondo».
Durante siete meses intentó ser un neoyorquino más. Sobre si Federico García Lorca fue feliz, el hispanista Christopher Maurer cree que sí, sobre todo por tener «la sensación de estar escribiendo un libro que representaba algo nuevo en la poesía española». Federico acabó siendo Poeta en Nueva York, cuyos amargos textos contrastan con la ilusión y alegría de las cartas que enviaba a su familia. «Debió de darse cuenta de una gran verdad: gran ciudad, gran soledad. Venía de un país donde tenía mayor importancia la familia, los amigos, la sensación de comunidad. Por un lado, el estar lejos de todo eso le dio mayor libertad e independencia. Por otro lado, representaba un vacío», cuenta Maurer, experto en el poeta.
«¡Asesinado por el cielo!», gritaba Lorca en Vuelta de paseo, texto que abre el aclamado poemario. Este crimen fue simbólico, no así el que puso fin de manera prematura a su vida el 18 de agosto de 1936, cuando fue fusilado por los fascistas. Se marchó sin poder cumplir su deseo de regresar algún día a la ciudad que «anonada pero no asusta”.
Lo cierto es que Federico nunca se fue del todo.
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Eduardo Robaina
Artículo publicado en La Marea