Cassandra y la retroactividad de la Ley Mordaza
La sentencia de la sección cuarta de la Audiencia Nacional condenando a 1 año de prisión y 7 de inhabilitación completa a Cassandra Vera por 13 tuits publicados entre 2013 y 2016 ha causado primero sorpresa, después estupor y finalmente indignación.
Pero todos los elementos jurídicos que han hecho posible la sentencia estaban ahí: el código penal de 1995, calificado “de la democracia”, que sustituyó al vigente bajo la dictadura franquista; la reforma de los artículos en cuestión (578 y 579) para penalizar la “humillación” de las víctimas del terrorismo; la Ley de Seguridad Ciudadana de 2015 (“Ley Mordaza”), aprobada solo con los votos del Partido Popular.
Y lo mismo ocurre con el marco interpretativo del contexto de los 13 tuits: las sentencias sobre Cesar Strawberry, Pablo Hasél, Guillermo Zapata y Arkaitz Terrón.
De hecho, lo sorprendente es que no haya habido más casos y más sentencias utilizando unas leyes que buscaban reprimir las redes sociales yihadistas para perseguir a humoristas, cantantes o artistas: de la defensa de bienes jurídicos individuales se ha pasado a reprimir la libertad de expresión.
El énfasis ha pasado del “enaltecimiento” del terrorismo al de la “humillación” de las víctimas. Resulta poco creíble acusar de lo primero a los encausados: simplemente no dan el tipo. Pero la interpretación de que humillan a las víctimas y sus familiares es un terreno especialmente resbaladizo, porque es evidentemente interpretativo, necesita ser contextualizado y no existe un consenso social.
La prueba de ello es que la sentencia del caso Cassandra hace referencia a una carta pública de una nieta de Carrero Blanco que considera, cualquiera que haya sido el tono poco afortunado de los tuits, que no se ha producido “humillación” y a un manifiesto de 245 docentes universitarios de carácter similar.
Contextualizar 40 años después
La propia sentencia hace una contextualización del atentado contra Carrero Blanco el 20 de diciembre de 1973 cuanto menos subjetiva. Sí, recuerda que era el presidente del gobierno del régimen franquista y que han pasado 40 años. “Tiempo que no podemos considerar histórico y neutro a los efectos enjuiciados, puesto que la lacra del terrorismo de ETA persiste, aunque con menor intensidad, y las víctimas del terrorismo constituyen una realidad incuestionable, que merecen respeto y consideración, con independencia del momento en el que se perpetró el sangriento atentado, que por cierto cegó la vida de otras dos personas, no tan relevantes pero asimismo merecedoras de la misma deferencia”.
El párrafo desde luego no tiene desperdicio y es un monumento a una cierta contextualización. En primer lugar, se establece un continuo jurídico-político de los 40 años pasados, a los que se despoja de su carácter histórico precisamente para atribuir una interpretación subjetiva de los mismos a la acusada y atribuir no se sabe que objetividad al tribunal contextualizador.
En segundo lugar, se afirma que “la lacra del terrorismo de ETA persiste” pese a la evidencia de la falta de atentados desde el cese el fuego unilateral y el actual desarme, también unilateral, de ETA.
En tercer lugar, se establece una comunidad ontológica de las “víctimas del terrorismo”, que no deja de ser una objetivización que descontextualiza su propio carácter de víctimas, sobre la que la propia Ley 29/2011 de víctimas del terrorismo otorga y restringe derechos a las mismas en relación con su situación específica.
Y en cuarto lugar, introduce el recuerdo y menciona a otras dos víctimas del atentado contra Carrero Blanco, sin mencionarlas por su nombre, para alegar indirectamente que también podrían haberse visto afectadas por la “humillación”, en este caso por no ser citadas.
El olvido como consenso social
La más importante política y socialmente de las cuatro objeciones anteriores es la primera. Y lo es porque pone en evidencia una de las contradicciones esenciales de la transición del régimen franquista tras la muerte de Franco al régimen monárquico constitucional de 1978. Toda una serie de actos jurídico-políticos –como el referéndum constitucional, la Ley de Amnistía, entre otros- supusieron una transformación evidente de la naturaleza política en que se asentaba el estado de derecho. Pero al mismo tiempo una continuación jurídica, administrativa e institucional, porque el fundamento del corpus legal se siguió sosteniendo en los actos jurídicos surgidos de la rebelión militar del 18 de julio y el nuevo estado proclamado por ella en Burgos frente a la legalidad constitucional de la II República que violó y destruyó. Hasta el punto que cuando se debatió la llamada Ley de la Memoria Histórica se limitaron las compensaciones por las humillaciones y daños causados a los defensores de la legalidad republicana y las víctimas de la represión franquista a la “restitución moral”, pero no a la compensación efectiva de los perjuicios y daños causados por un corpus jurídico surgido de un estado de excepción militar ilegal.
Xavier Arzallus explicó muy bien la situación en los debates sobre la Ley de Amnistía de 1977: “creíamos en la instauración de la democracia, que tiene como exigencia unánime la amnistía, entendida como un olvido de todos y para todos”.
El consenso del olvido es el que se ha roto definitivamente como consecuencia de la crisis del régimen del 78. Y es ese consenso el que intentan reimponer jurídicamente la ya abundante lista de sentencias que en nombre de la lucha contra el terrorismo cuestionan y contextualizan la libertad de expresión.
La sentencia del caso Cassandra, al establecer ese continuo jurídico-político de 40 años, se enfrenta directamente con el sentido común de una parte mayoritaria de la población: la que recuerda el 20 de diciembre de 1973 no solo por el atentado que acabó con la vida del designado continuador de la dictadura sin Franco, sino también por el Proceso 1001 contra los dirigentes de Comisiones Obreras y la represión feroz contra los que pretendían ejercer su derecho de libertad de expresión y manifestación aquel día.
Ese continuo jurídico-político que pretende establecer la sentencia borra las diferencias entre una dictadura y una democracia e interpreta de manera subjetiva, descontextualizándolo, el derecho de resistencia a un régimen que no era de derecho y cuyas víctimas ni han sido resarcidas ni compensadas. Por no hablar de la “humillación” que supone que cientos de miles de desaparecidos –el segundo país del mundo después de Camboya según NN UU– se encuentren en cunetas y fosas comunes sin señalar, por no hablar de los que yacen en el monumento del Valle de los Caídos.
Recuperada la memoria, no hay que menospreciar ninguna de las sensibilidades afectadas. Pero puestos a valorar “humillaciones” es evidente que no es comparable la que pueda causar la lectura de un tuit por grosero y ofensivo que pueda ser, que la que ha lastrado y condicionado la vida de la gente bajo una dictadura tan represiva como la franquista, cuya lacra persiste, aunque con menor intensidad, y cuyas víctimas también constituyen una realidad incuestionable.
Disquisiciones morales y jurídicas aparte, conviene tomar nota del endurecimiento sistemático del aparato jurídico-represivo del régimen del 78 a medida que pierde legitimidad social. Quienes mandan se preparan para amonestar por su falta de formas a quienes representan la protesta social en el parlamento; para amedrentar ante los tribunales a los disidentes que dan voz al fin del consenso del olvido; y para reprimir en la calle a quienes cuestionan su orden. Ellos sí que no han olvidado nunca. Como Apolo a Casandra, escupen a sus víctimas en la boca porque estas saben lo que las espera y ni Atenea las protege.
G. Buster
Artículo publicado en Sin Permiso