Sidi Juan
Leo en alguno de los despachos que dan cuenta de su muerte que Juan Goytisolo podría ser enterrado en Marruecos. Nada nos gustaría más a sus amigos. Su tumba en Marrakech –o en Larache, al lado de Jean Genet– se terminaría convirtiendo en un morabito, un santuario donde la gente fuera a pedirle o agradecerle milagros. Juan Sin Tierra se convertiría en Sidi Juan, el señor Juan, el santo Juan.
Juan Goytisolo es lo más próximo a un santo laico que he conocido personalmente. Siempre era cordial y generoso, siempre era hospitalario y divertido (tenía un gran sentido del humor pese a su grave apariencia). Y, sobre todo, fue para mí durante cuatro décadas eso que los franceses llaman un maître à penser. En cada una de las encrucijadas nacionales e internacionales, esperaba oír su voz y no recuerdo haber disentido de ella nunca. Era una voz tan razonable como próxima a la gente y sus sufrimientos, tan sutil espiritualmente como defensora siempre de la libertad, la justicia y la cultura.
Juan Goytisolo era el último de los grandes intelectuales españoles del siglo XX, entendiendo por intelectual al creador que no se limita a producir su obra en una torre de marfil, sino que se implica en las causas nobles de su tiempo, como hizo Émile Zola en el affaire Dreyfus. Seguro que si Juan Goytisolo pudiera expresarse este domingo, 4 de junio de 2017, nos diría que le repugnan tanto las barbaridades que los yihadistas cometen supuestamente en nombre del islam como le inquieta la respuesta torpe, autoritaria y belicista que les ofrecen los gobernantes occidentales en nombre, supuestamente, de la democracia.
Le entrevisté por última vez en Marrakech el 8 de febrero de 2015, antes de que recibiera el premio Cervantes en la Universidad de Alcalá. La entrevista era para la revista literaria Mercurio y me acompañaba su editor gráfico, el fotógrafo Ricardo Martín. Juan estaba ya muy fatigado y se le hacía bastante cuesta arriba tener que viajar a Madrid y Alcalá de Henares y pasarse tres o cuatro días en actos y saraos oficiales. Pero, claro, el nombre del premio le hacía imposible rechazarlo. Él era muy cervantino. Su única patria, decía, era la lengua de Cervantes.
Terminada la entrevista, en el patio de su casa en la Medina me dijo: “Confirmo la tesis de Américo Castro: yo nunca me he acostado con católicos. Las mujeres con las que me acosté eran judías; los hombres, musulmanes”. Luego me pidió que no usara esta cita hasta su muerte, que es lo que hago. Juan fue poeta, novelista, ensayista y hasta reportero de guerra, pero también fue una víctima del franquismo, que mató a su madre en un bombardeo en Barcelona en la Guerra Civil. Siempre estuvo contra el canon nacional-católico que, ¡ay!, sigue pesando como una losa en este país. Detestaba la España negra de Torquemada, la expulsión de judíos y moriscos, la persecución de luteranos, ilustrados, liberales, republicanos y rojos. Esa España de Franco y sus herederos que se niega a reconocer su condición mestiza y su maravillosa pluralidad.
Conversé con él en París, Madrid, Marrakech y Tánger a lo largo de muchos años. Siempre me alegraba verlo. Recuerdo una vez, a principios de este siglo, en que comimos con las manos un mechui de cordero en uno de sus chiringuitos favoritos en Marrakech. Me contó que había invitado semanas atrás a un diplomático español conservador a ese mismo lugar y que el caballero, no sabiendo muy bien cómo calificar el local, había terminado soltando esta frase: “Este sitio es… muy, muy… ¡chabacano!”. Nos reímos hasta casi atragantarnos.
Le acompañé en la ceremonia de recepción del Cervantes en la Universidad de Alcalá, junto a José María Ridao, su albacea literario, y comprobé que, en efecto, estaba despidiéndose. Luego Malika Mbarek me contó que se había caído en Marrakech y había sido trasladado a un hospital de Barcelona. Juan no quiso quedarse allí y exigió volver a su ciudad de adopción para morir en paz, en el seno de lo que llamaba “mi tribu”, la familia de Abdelhadi. Los amigos llevábamos meses esperando una noticia que, sin embargo, nos ha caído hoy como un mazazo. La cultura en castellano pierde a uno de sus grandes, grandes, grandes. La causa de la convivencia en paz y libertad de las gentes y culturas de este planeta pierde a uno de sus baluartes. Y muchos perdemos a un hermano mayor.
Visitaremos su morabito, el morabito de Sidi Juan.
Javier Valenzuela
Artículo publicado en Infolibre