BLOG | Artículos de Opinión

Somos refugiados, pero podría decirse rechazados

 

Cada minuto se producen 20 desplazamientos forzosos en todo el mundo. La guerra, la violencia, la persecución o la violación sistemática de los derechos humanos han obligado a 65,6 millones de personas a huir de sus hogares en 2016. Esta cifra recoge el mayor número de desplazados jamás registrado y representa 10,3 millones más que en 2015, período en el que el mundo pareció abrir los ojos ante el conflicto civil sirio, que para entonces ya sumaba cuatro años de escalada y que hasta la fecha ha dejado 5,5 millones de refugiados. Pero este no es el único territorio azotado por la miseria, el hambre y los horrores de la guerra: Irak, Afganistán, Yemen, República Democrática del Congo, República Centroafricana o Sudán del Sur también se suman a la extensa lista de países en conflicto.

Mientras millones de personas arriesgan su vida y la de sus seres queridos en peligrosas travesías por tierra y mar, pagan desorbitadas cantidades económicas en busca de refugio o mueren en el intento, la comunidad internacional se muestra impasible ante la puesta en marcha de las leyes, los tratados y acuerdos internacionales en materia de protección para los refugiados. Así lo demuestra la historia de Marah Rayan, una joven refugiada palestina apátrida que fue criada en Siria hasta que tuvo que salir del país a causa de la contienda. 

La vida sin una nacionalidad

Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), una persona apátrida es «aquella que no es reconocida por ningún país como ciudadano acorde a su legislación», y cuyo marco legal se encuadra en la Convención sobre el Estatuto de los Apátridas de 1954 y en la Convención para reducir los casos de apatridia de 1961, ambas aprobadas por la Asamblea General de Naciones Unidas. Se trata de un limbo legal que afecta a alrededor de 10 millones de personas en todo mundo.

La historia de Marah se remonta a 1948, cuando sus abuelos maternos y paternos salieron de Palestina para establecerse en Jordania y Siria respectivamente tras el primer conflicto árabe-israelí. Su madre adoptó la nacionalidad jordana, mientras que su padre permaneció como refugiado palestino apátrida residente en Siria sin ninguna posibilidad de reconocimiento debido a las leyes del país, condición legal que también adoptó Marah desde su nacimiento, y que actualmente comparten más de 5 millones de personas. 

Tras haber vivido 13 años en Siria, tuvo que trasladarse a Jordania durante tres años por problemas familiares. «Después de este tiempo volví a Siria y solo seis meses después estalló la guerra en marzo de 2011», cuenta Marah en una conversación con Ethic. «Todos sabíamos que algo iba a pasar en Siria. El presidente no habló con el pueblo para saber qué quería, lo que hizo fue reprimir violentamente las manifestaciones», explica refiriéndose a ola de protestas sucedidas en Oriente Medio y el Norte de África en el marco de la Primavera Árabe, que también se expandieron a suelo sirio.

«Entonces, nos mudamos a una zona residencial de Damasco donde se ubicaba una fábrica de alimentación. Eso era lo que todo el mundo creía antes de la guerra. Cuando estalló el conflicto, nos dimos cuenta de que realmente producía armamento biológico y que pertenecía al gobierno de Bashar al Assad», continúa. Aquel enclave se encontraba a medio camino entre el frente del Ejército sirio y el de los rebeldes. «Estuvimos viviendo en la frontera de la guerra. Una vez el ejército sirio entró a mi casa y nos cogió como rehenes porque éramos civiles y pensaban que los rebeldes no iban a disparar. Lo que la gente no sabe es que a los rebeldes tampoco le importan los civiles, así que dispararon», recuerda.

La búsqueda de un futuro mejor 

Marah cursaba estudios de Filología Inglesa e intentaba llevar una vida normal pese al conflicto, pero no era fácil. «Lo peor de la guerra es el silencio. No saber qué va a pasar. Se presentan cuestiones como volver de la universidad y no encontrar a tu familia o a tus amigos. Hay bombardeos, escasez de alimentos, cortes de electricidad…».

En 2013, Marah solicitó una beca Eramus para poder salir del país. «Llegué a España en el mes de septiembre y empecé a estudiar Comunicación Audiovisual en la Universidad de Salamanca», cuenta. «Hablé con varios abogados para hacer reagrupación familiar, porque mi familia se encontraba en Suiza, pero esto no era posible». Si la situación jurídica de los refugiados ya se tercia complicada, la condición de apátrida de Marah dificulta más el proceso legal para buscar su protección en territorio español.

«Somos refugiados, pero podría decirse rechazados», dice Marah. «Desde las administraciones están acorralando a los refugiados. Los refugiados no tienen futuro. Europa no quiere acoger, no quiere hacer nada, aún sabiendo lo que está pasando», se queja. «Los refugiados sirios, palestinos, africanos, asiáticos o de cualquier lugar también son seres humanos y nos parecemos más de lo que pensamos. No solo somos un número, detrás de cada cifra hay una historia».

Una voz para los jóvenes refugiados

Actualmente, Marah ha conseguido graduarse y está elaborando una plataforma para desmontar los prejuicios construidos entorno a millones de niños y jóvenes refugiados, de manera que sean ellos mismos los que expliquen sus diferentes realidades al margen de los medios de comunicación. Además, esta joven trabaja como intérprete voluntaria de español, árabe e inglés con Cruz Roja y ACCEM ONG. Sueña con convertirse en corresponsal y documentalista para poder contar las historias de aquellos que más lo necesitan y así acercar las realidades que conforman el mundo. «Somos más similares de lo que pensamos, no importa cuál sea tu cultura o país de procedencia. Eso es lo que quiero demostrar», concluye.

Sinay Sánchez
Artículo publicado en Ethic

¿Quieres dejarnos algún comentario?

Tu email no será publicado, únicamente tu nombre y comentario.